En el umbral. Todo lo mira y nota y pone en su punto J. Á. González Sainz en Por así decirlo, colección de cuatro cuentos de extensión muy diferente que son, a todos los efectos, unos ensayos de atención donde literatura y pensamiento van de la mano, una de las cifras que desde siempre caracteriza el quehacer del autor soriano, para el que la escritura es una forma de conocimiento. En “La línea de la nuca”, uno de los relatos de la precedente El viento en las hojas (2014), el narrador se preguntaba, con el juego de enveses habitual para las voces ficticias de este escritor, si es el atractivo lo que llama de veras la atención, o es la atención, en cambio, lo que realmente hace a algo atractivo. La segunda explicación es, por supuesto, la más tentadora: la vieja cuestión de la belleza en los ojos de quien mira. Pero los ojos hay que entrenarlos también, hay que afinar mirada y atención para que vean no solo lo bello, sino lo justo y lo verdadero. Sin embargo, hace tiempo que esos ojos parecen haber dejado de entrenarse para ver, conformándose con creer ver o, simplemente, con creer, persiguiendo, por ejemplo, la ofensa o la indignación, y alimentando de esta forma el resentimiento y el victimismo imperantes. Me refiero a ese tufillo insoportable que se respira desde algunos años en el mundillo cultural, por el que circulan, adueñándose poco a poco de la escena, unas miradas torvas empeñadas en avivar con sus aspavientos la Discordia, la acción disgregadora –según Empédocles, primero, y nuestro autor con él– del mundo. Desde luego, atención, esmero y cuidado son los que J. Á. González Sainz pone en el manejo superbo del idioma y una lectura atenta y demorada es lo que demanda su literatura. Y puestos a leer, no quiero pasar por alto que este año, a los veinte de la primera aparición, Anagrama, su editorial de siempre, ha publicado en edición revisada y corregida Volver al mundo, una verdadera obra maestra de la novela contemporánea que merece la descubran muchos nuevos lectores.
El autor soriano ha sugerido que los relatos incluidos en Por así decirlo son “cuatro caprichos o disparates muy alegóricos sobre el poder” que aluden a Cervantes, Pirandello, Kafka o Goya. Las dos piezas más extensas que forman la primera parte, “El acontecimiento” y “Echar los dados”, son también las más políticas, alegóricamente, y las que más iluminan miserias, servidumbres y connivencias del poder. Me parecen también las más cervantinas y kafkianas. En cambio, más pirandellianos y en cierta medida unamunianos, me parecen los dos cuentos más breves de la segunda parte, “Como obedeciendo a un recóndito compás (el color del cristal con que se mira)” y “Aunque haya siempre quien se imagine otra cosa”, por la dialéctica entre vida y forma o entre creador y creaturas o personajes.
Una posible lectura política de los cuentos –o apólogos o incluso parábolas, como los ha definido Félix de Azúa en una de las primeras reseñas– se asoma ya en el umbral del texto. La imagen de la portada muestra el detalle de uno de los capiteles de los baldaquinos de la iglesia del Monasterio de San Juan del Duero, a orillas del río homónimo, en Soria, una de las numerosas joyas románicas y tardorrománicas de la comarca. A espaldas de un rey que sujeta en su mano derecha una espada mientras con la izquierda se acaricia la barba, los ojos entornados o cerrados y la boca apretada, en actitud meditabunda, se insinúa circunspecto un demonio cornudo y alado, los ojos como platos, la boca una ominosa mueca que deja ver los dientes, en ademán de susurrar al oído del monarca. La iconología nos indica que es el instante en que el maligno aconseja a Herodes llevar a cabo la matanza de los inocentes. Una imagen símbolo de la vieja historia del mundo, declinada en un sinfín de combinaciones a partir de los elementos conceptuales o dramatis personae que implica: poderosos crueles o necios o proclives a la ceguera, malos mestureros de ojos bien abiertos e inocentes que van a sufrir las consecuencias. A decir verdad, que a menudo los inocentes no lo sean tanto y que, al contrario, sean al menos tan cómplices como los que están en el poder, cuando no tan necios como ellos, es una de las advertencias que el lector va a recibir pronto por la persistente dialéctica que el autor establece. Pero ¿cuándo empieza uno a perder la inocencia y a ser también culpable o cómplice? Y en general, ¿se puede aislar el momento en que algo se convierte en su contrario? Volveré más adelante sobre dialéctica y preguntas en suspenso.
J. Á. González Sainz ha llamado a estos cuentos unos caprichos o disparates. Un capricho, diccionario de la rae ad vocem, es “una obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas” y, musicalmente, es “una pieza compuesta de forma libre y fantasiosa”. Sinónimos son palabras como fantasía, ocurrencia, inspiración, extravagancia… De hecho, los cuentos descolocan –sorprenden, desconciertan, despistan– a propósito al lector: “Se está bien descolocados, intelectualmente descolocados”, recuerdo que J. Á. González Sainz me dijo un día o quizás lo escribió en algún lugar de cuyo título no quiero acordarme. Un disparate, en cambio, es un “hecho o dicho contrario a la razón” y disparatar es “decir o hacer algo fuera de razón y regla”. Son sinónimos de disparate términos como despropósito, desatino, desvarío, absurdo, sinsentido, enormidad, locura… Con estos sustantivos uno podría redactar el diagnóstico de esta época de general sinrazón, de desistimiento o abandono de la razón. En realidad, capricho y disparate tienen que ver antes que nada con la forma y el fondo sorprendentes de Por así decirlo.
Adentro. J. Á. González Sainz es uno de los pocos escritores que desde un principio se han preocupado por la forja de un estilo y, en él, coincide con el gran estilo de la tradición literaria alta. Juan Benet, uno de los referentes ineludibles de su prosa junto a William Faulkner, escribió en La inspiración y el estilo (1965) que este “es una manera cualitativa de conocer”, definición apropiada para la prosa de nuestro autor. En estrecha relación con el cuidado estilístico, está lo que a mí me parece el primer y crucial tema de toda la obra de J. Á. González Sainz, algo como un ur-tema,superior o anterior a los demás: la palabra, el lenguaje. O bien, dicho de otra manera, el logos: que declinemos este término como palabra o discurso o pensamiento o razón, no nos aleja del meollo de la cuestión. “En el principio era el Verbo” nos recuerda la Biblia (Juan 1:1), y en el primer cuento de Por así decirlo, “El acontecimiento”, se dice: “Había aprendido que, siempre que se dirime o está en juego algo decisivo, lo primero que seriamente entra en juego es la palabra. Lo primero que se daña, lo primero que se agusana, lo primero que se engolosina y ahueca, lo primero que se echa a perder.” Toda catástrofe, ha escrito el autor, en línea con los apuntes sobre la lengua del Tercer Reich del filólogo Victor Klemperer, empieza siempre por una catástrofe lingüística. J. Á. González Sainz ha repetido más de una vez que hay que defenderse del “uso torticero” del lenguaje y que esta defensa tiene que librarse dentro y a partir del lenguaje mismo, el perímetro variable del mundo y el pensamiento. Si la lógica del logos se rige por el principio de no contradicción, en cambio, la que sustenta el pensamiento narrativo de J. Á. González Sainz es la del principio de ambivalencia simbólica. Todo acontece bajo el signo del dos, ha escrito el autor en un breve pero iluminante prefacio a Due.città (Helvetia, 2021), la traducción italiana de unos relatos inéditos en español. Todo tiene “un ritmo dual” se afirma en el tercer cuento de Por así decirlo. Todo subyace a una silenciosa guerra de contrarios, como en el pólemos heraclíteo: no por nada “pólemos y logos son lo mismo”, escribía Martin Heidegger en su Introducción a la metafísica. O bien, como acontece en la dialéctica entre Amor y Odio o Discordia en Empédocles, ya mencionado arriba: hay unas cuantas referencias explícitas en los cuentos a la discordia “zaragatera y triste” que a menudo se enseñorea del mundo, de las relaciones entre las personas. Pero la dialéctica que construye González Sainz, a diferencia de la hegeliana, no contempla ninguna síntesis de tesis y antítesis: en ella, los contrarios se mantienen en tensión, pero esta tensión es creativa y propulsiva, es también positiva, o tal vez sencillamente inevitable.
Por lo tanto, si la tarea del escritor es precisamente mostrar lo ambivalente de todo y no absolutizar, tocamos ahora el segundo tema de fondo: en esta constante lucha de contrarios que sacude el mundo y a los mortales, ¿cuándo algo comienza a convertirse en su anverso para luego malgastarse, estropearse y, finalmente, hundirse del todo? Además, ¿es posible aislar el acontecimiento, el momento preciso, es decir, el punto de inflexión después del cual ya hemos cambiado de signo? Y, en fin, ¿qué es lo que nos impide ver o por qué no vemos que una cosa ya no es lo que era sino más bien su reverso? Estos interrogantes recorren desde siempre los textos de J. Á. González Sainz para pasar en Por así decirlo a primer plano, llegando a configurar una alegoría de los desgastes de la actual democracia liberal que toca el género distópico.
El tercer tema, que asoma ya en el epígrafe de Faulkner –“Al cabo de los años pienso en nosotros como bichitos en la superficie del agua, aislados y sin objeto e incansables”–, ofrece el marco dentro del cual se mueven narradores y personajes de J. Á. González Sainz y que no es sino el del nihilismo contemporáneo, “la historia de los dos siglos por venir”, como la anunció en su tiempo Nietzsche quedándose bien corto. El filósofo italiano Franco Volpi escribe que el nihilismo, como todos los verdaderos problemas filosóficos, no tiene solución, tiene historia, y en ella estamos embarcados todos mal que nos pese. Tiene historias, además, en el sentido de narraciones, que al menos nos ayudan a detectar sus manifestaciones y a sobrellevar o sobrevivir al naufragio al que Occidente, cumpliendo su destino de tierra del ocaso, parece abocado por abdicación vital, moral e intelectual. Las dos primeras novelas de J. Á. González Sainz, Un mundo exasperado (1995) y Volver al mundo (2004), forman parte precisamente de una trilogía sobre el nihilismo, todavía no concluida, que debería perfeccionarse con una orientación sobre la salida del impasse. Aunque falte la tercera entrega, libros como La vida pequeña, si bien no desde el punto de vista estrictamente novelesco o narrativo sino más bien del ensayo, ofrecen ya una brújula posible. La tendencia más poderosa que va frustrando cualquier ética, tanto de la intención como de la responsabilidad, es la imposición del aparato técnico-científico sobre el ser humano, que se configura a todas luces como una sumisión y una servidumbre contra las que hay cada vez menos defensas y ante las que cualquier totalitarismo anterior palidece. Es un mundo, antes que nada, “apantallado”, dice el autor, y donde toda actividad humana tiende a reducirse a teclear mirando un monitor: un hombre periférico, terminal él mismo, pero más en el sentido médico que informático. La sustitución de la realidad por las imágenes de las pantallas, en particular a través de esa prótesis móvil que lleva siempre consigo, ha devuelto al ser humano a la caverna platónica, pero con una diferencia sustancial respecto a los esclavos que la habitan en el mito: las cadenas ahora son inalámbricas y no hay que liberar a nadie ya que nadie se siente prisionero y la realidad a nadie ya le importa un pimiento. El sueño realizado de todo Poder.
El cuarto y último tema de Por así decirlo al que aquí aludiré y que igualmente en los textos de González Sainz viene de lejos, gira en torno a las causas que ofuscan la visión, tuercen el lenguaje y borran la realidad, es decir, a las estrategias y mecanismos de toda ideología, que ha definido como un “dispositivo de trituración de lo real”, productor de ceguera voluntaria y conformismo intelectual. La postura del escritor es, en este aspecto, antiidealista, rehúye y desconfía en particular de los que en La vida pequeña llama “seguidores de las Mayúsculas”, de lo absoluto. Particularmente, recela de la figura del “alma bella que vive de serlo y para serlo”, como se describe en Por así decirlo, autorreferencial, pura, incontaminada, maniquea, que se piensa superior moralmente y siempre del lado correcto de la historia, un sujeto que se quiere universal y que es incapaz de salir de sí mismo y de actuar en el mundo. En este momento histórico de renovada crisis del parlamentarismo y de auge de los populismos, el Poder sigue sirviéndose de la ideología, pero esta es un simulacro vacío y farsesco que esconde sus mentiras cada vez más descaradas. La ideología sirve también para que los correligionarios puedan “acceder a puestos oficiales bien remunerados y a una consideración social a la altura de sus expectativas” y el gobierno la difunde en actualizaciones en forma de eslogan o breve cursillo: yo me he apuntado al de “El etiquetado como fase superior del pensamiento”, que creo que puede llegar a simplificarme mucho la vida.
Afuera. Admito mi apuro siempre que tengo que desempolvar las armas de la crítica para enfrentarme a los textos de J. Á. González Sainz. El aprieto creo que se debe a la dificultad de activar la función hermenéutica esencial del distanciamiento, ya que a esta se opone con demasiada fuerza un principio más bien contrario, el del reconocimiento –un reconocimiento múltiple, más bien, tanto en el nivel particular de lo existencial o vivencial, como en el más general de visión del mundo o de percepción del así llamado espíritu del tiempo que el texto proyecta–. Un tiempo que parece cada vez más fuera de quicio, citando a Shakespeare, y del que uno a veces anhelaría una fuga. En Arte de la fuga, primer tomo hasta ahora publicado de La vida pequeña, hay unas glosas magistrales a unos versos de Hölderlin sobre la tiranía del zeitgeist, del que en realidad no se puede huir ya que no se puede escapar de la época que a uno le es dado vivir. Así que quedan dos opciones ante su arrogancia: “bajar los ojos como un niño” o bien “mirarle cara a cara”. Desechada como infantil la primera, si miramos frente a frente, plantamos cara y afrontamos al espíritu del tiempo, puede que él mismo despierte a nuestro espíritu: “Afrontar implica despertar” –escribe el autor–. No se me escapa que este despertar y el consecuente velar son verbos clave en Antonio Machado, uno de los autores favoritos de J. Á. González Sainz. Y que, velando por la noche al niño asustado por lo que está pasando afuera, permanece el padre al final del primer cuento de Por así decirlo. Despertar, ver y velar es a lo que nos conmina la obra de nuestro autor: la opción adulta, no la pueril. Para concluir, confieso también que los libros de J. A. González Sainz han cambiado, a lo largo de los años, mi manera de ver y, en consecuencia, de pensar y actuar: su prosa hace que uno reconsidere sus ideas, incluso profundamente, lejos del curso y discurso que pauta la ola identitaria, el opio político y cultural hoy en día de moda. ~
es hispanista, traductor y profesor de español. Ha dedicado su actividad de investigación principalmente
a la narrativa contemporánea desde un enfoque interdisciplinario.