Entre la fe y la inocencia

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Manuel Vázquez Montalbán, Y Dios entró en La Habana, Planeta, Madrid, 1998, 713 pp.

Juan Pablo II combatió a las dictaduras de la Europa socialista con el fervor de un misionero dispuesto a implantar la fe en el corazón mismo de la herejía materialista; Fidel Castro no se ha decidido a abandonar del todo el uniforme verde olivo y aún es posible escucharle alguna nueva confirmación de la esencia marxista-leninista de la Cuba revolucionaria. Periódicamente, el Papa nos recuerda que la Iglesia no transigirá en su defensa de la vida, es decir, no cejará en sus condenas a la pena de muerte, el aborto o el uso de anticonceptivos; en la isla del Comandante, burocrática como es, no parece mucho más difícil tramitar un fusilamiento que una interrupción del embarazo. El líder del catolicismo institucional tiene 78 años; el baluarte del socialismo latinoamericano, 71. Juntos, suman más de cinco décadas de gobierno y defensa de la fe o, propiamente, de dos gobiernos y dos fes que se dirían incompatibles, férreos y, si de su gusto se trata, incontestables.
     Así las cosas, del encuentro de los detentadores de semejantes curricula no podría esperarse más que una verdadera colisión. Y no. Juan Pablo II llegó a Cuba y, lejos de la hostilidad de las autoridades, se encontró con que éstas habían hecho hasta lo indecible para dar apoyo a una recepción masiva más que digna de sorpresa, si se toma en cuenta no sólo la escasa tolerancia de Castro a muestras de fervor fuera del guión, sino también la vida religiosa isleña, sincrética al grado de incluir, por ejemplo, el culto a una deidad de las lesbianas. Con este panorama, un lector de los procesos revolucionarios del siglo XX se planteará, casi instintivamente, preguntas de no fácil respuesta y de muy distinta naturaleza. Primero, preguntas de orden local: ¿es posible que una dictadura como la castrista haya ocultado tan bien el fervor católico del pueblo cubano o, al contrario, ese fervor es una reacción social ante el orden establecido? El despliegue de cordialidad y tolerancia exhibido por Castro, ¿es, en efecto, sólo una muestra de pragmatismo político o nace también de afinidades inconfesables, nacidas quizá en sus años de estudio con los jesuitas? ¿Qué tan buenas, o malas, han sido las relaciones entre el gobierno y la Iglesia local desde el triunfo de los “barbones” en el 59? Y Dios entró en La Habana es, para empezar, una búsqueda de las respuestas correspondientes.
     El libro se desarrolla con base en una suerte de coctel genérico hecho de ensayo, crónica y reportaje. Con un pie en la isla y otro en España, Vázquez Montalbán glosa la historia cubana de las últimas cuatro décadas al tiempo que da voz a diversos actores políticos de todas las etapas de la era revolucionaria. Y es la selección de entrevistados lo que le ha granjeado más ataques de la crítica. Un comentarista habló de la “Cuba ausente” de Y Dios entró en La Habana, que es la de los ciudadanos de a pie, esos que no tienen capacidad alguna de decisión sobre el devenir político de su país, y la del exilio de Miami, al que se cita largamente, pero no se le entrevista. Convendría añadir a otros dos grupos: el de los integristas de la Revolución y a la Iglesia Católica. Mediante esta labor de rastrillo, Vázquez Montalbán se involucra en lo que tiene toda la pinta de ser una apuesta política, no siempre congruente, por la moderación y la tolerancia. En efecto, Y Dios entró en La Habana es un rastreo de posiciones frescas (esas que hace algunos años se hubieran llamado “revisionistas”) destinadas a hacer posible una eventual Cuba posterior a Castro anclada en una nueva izquierda, capaz de sobrevivir a la vorágine del mercado global sin necesidad de hacer pactos con el diablo. Este acto de fe les cuesta no la excomunión, pero sí algo parecido al ostracismo, lo que ya es mucho decir, a personajes tan variados como Carlos Franqui o Guillermo Cabrera Infante. Que valga como recordatorio de que el camino de la fe tiene muchos finales, y de que uno de ellos, el más frecuentado, es el ridículo.
     En un sentido estricto, no debe pensarse en este libro como en uno más de los muchos cantos a la “mística revolucionaria”, hoy tan en boga. Vázquez Montalbán teje un retrato, no carente de acidez, de Fidel Castro y toda la nomenklatura cubana, al tiempo que ofrece un foro a la facción menos destemplada de la intelectualidad local —Eliseo Alberto y Jesús Díaz, entre otros. Este es, probablemente, el aporte más valioso de su trabajo, si lo que se pretende es comprender mínimamente las complejidades de un universo político mucho más sinuoso de lo que suele suponerse.
     Pero Y Dios entró en La Habana no ve limitado su espectro a los pocos kilómetros cuadrados de la isla. El caso cubano permite a Vázquez Montalbán especular en torno a otro tipo de preguntas, ya de orden continental, que son las relacionadas con las opciones y asignaturas pendientes de la izquierda latinoamericana. Demostrado el fracaso de las guerrillas de corte ortodoxo, y dados el peso específico de las espiritualidades del continente —piénsese en la teología de la liberación— y las sólidas raíces de las identidades étnicas, la izquierda debe revisar críticamente su pasado y ofrecer una alternativa practicable al llamado “nuevo discurso único”, el del neoliberalismo. Parece una conclusión llena de sentido común; lamentablemente, no es fácil apreciar en qué premisas se fundamenta. Vázquez Montalbán recurre a un buen número de autores del continente —García Márquez el primero—, revisa brevemente la actualidad de varios países de América Latina y reproduce un intercambio de correspondencia —lleno de la más prístina inocencia— con el Subcomandante Marcos, pero no supera el nivel de la mirada a vuelo de pájaro. Queda incumplido el objetivo de crear desde Cuba una nueva propuesta de análisis para la realidad continental, demasiado ambicioso para un libro escrito a partir de enero de 1998, cuando la visita del Papa, y publicado a fines de año.
     Después de militar en la oposición comunista al franquismo y ser expulsado del Partido Comunista, este escritor “todoterreno” se ha dado tiempo para publicar, en catalán y en español, lo mismo poesía y teatro que ensayo, crítica literaria, comentarios deportivos (sigue al Barcelona con una lealtad incomprensible), cuento, novela, textos sobre gastronomía o, como ahora, largas incursiones en el nuevo periodismo. Lo mejor de Y Dios entró en La Habana se encuentra en la herencia de esa riqueza polígrafa, construida, como todas, sobre el noble vicio de la lectura. En cambio, su otra herencia, la de la clandestinidad y la rigidez del comunismo de mitad del siglo, desbarata sus mejores propósitos. Cuando se trata de fe, las tentaciones de la prédica iracunda suelen vencer a la vocación de dialogar. –

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