¿Una aventura gótica, rito iniciático para los émulos del doctor Frankenstein, el tiovivo del hombre araña, concurso no apto para anti viviseccionistas? Fobias y proyecciones aparte, para hacerse una idea cabal del cerebro humano hasta hace unas décadas solo bastaba saber que la caja estaba cerrada y detrás del telar encantado se escondía una piel intocable. Metáforas que pretendían evitar a toda costa invadir una estructura biológica irreparable.
Hace unos años nos causaba sorpresa entender la relación entre los trinos de los pájaros y la génesis de las neuronas. O saber que nuestra complejidad es solo un pequeño paso en la evolución, no muy adelante de los roedores. Y que la relación mente y cerebro era una ecuación cerrada. Pero hoy en día sabemos que nuestro cerebro no es simplemente el de un roedor gigante, sino que la calidad de la red neuronal humana es distinta, ni mejor ni peor, que la de los ratones, las jirafas y los macacos, por ejemplo. También comenzamos a entender cómo la plasticidad cerebral puede ser afectada por una bacteria en el intestino, evento que, además, facilitaría el desencadenamiento de una clase de diabetes cerebral muy parecida al Alzhemier, y que la carencia de una flor en un ecosistema puede ocasionar el desquiciamiento de una colonia de insectos, lo cual provocará un suicidio colectivo, en apariencia inexplicable.
La investigación en neurociencias pasa por sitios tan dispares como jardines botánicos, los estudios de grabación musical computarizados, centros de nanotecnología, y, desde luego, laboratorios de institutos como el la Mente Humana en Berna, el Pasteur de París y el Cajal de Madrid. Se formulan nuevas preguntas y se confirman atavismos culturales que, entre otras cosas, mantienen la salud de los individuos y la coherencia social. “La desintegración del átomo fue para mí como la destrucción de todo el mundo”, dijo alguna vez el pintor ruso Vassily Kandinsky. En efecto, las viejas fronteras se han borrado en el estudio de la relación mente-cerebro.
Uno de los pioneros de esta hiperciencia fue Pablo Rudomín Z (Cinvestav). Vale la pena recordar que fue él quien introdujo el cómputo en la balbuceante electrofisiología que se hacía en México a fines de los años cincuenta, incluso con la desaprobación (ligera, desde luego) del mismo inspirador de la cibernética moderna, Arturo Rosenblueth. Balbuceante en México y casi muda en Harvard, por no decir el resto del globo. Entonces Rosenblueth demostró el carácter dual de la comunicación neuronal: es química y eléctrica.
Las tradiciones se mantienen vigorosas gracias al diálogo entre los estudios sobre los mecanismos de transmisión antes, durante y después de la sinapsis que Rudomín me enseñó con detalle a principios de los noventa y lo que se empezaba a saber de las células madre. Tanto en El Colegio de Francia (Yves Laporte) como en el Instituto Pasteur con Jean Pierre Changeux y en el Hospital de La Pitié-Sâlpetrière encontré una primera gran síntesis de lo que se creía que estaba pasando alrededor de los procesos mentales definitorios de cada especie. El roquero y adicto al jazz que habitan en mi cabeza se citaron en el cruce del estudio de la arquitectura molecular y estos saberes neurológicos. Quizá no todo estaba en la mente sino en la dosis.
O en la quiralidad. Esto me remitió a lo que había aprendido acerca de las estructuras químicas con Eusebio Juaristi en mis visitas al departamento de Química del Cinvestav. Una molécula puede ser inerte o activa según polarice la luz. Es un mundo sumergido en delicadezas luminosas. Las conversaciones con Eusebio se traslaparon, a su vez, con visitas a la ciudad vivento, Toulouse, donde vivía Robert Wolf, químico de la Universidad Paul Sabatier. Robert fue pionero de la comida molecular. Sin usar ningún artefacto sofisticado, tan solo aplicando el calor adecuado a un horno convencional de gas y sirviendo platos que sin duda evitaban toda frugalidad, el profesor Wolf podía guiarte con el poder de su palabra por una verdadera jornada de placer culinario y enseñarte nuestra dependencia cerebral de una variedad de moléculas químicas.
Ya no podemos hablar de sistemas nerviosos sin implicar la evolución conjunta de máquinas y personas. ¿Qué es artificial y qué es natural? La cibernética es teleológica: solo podremos comprender el cambio de naturaleza cuando seamos cyborgs. Y algo tan antiguo como la música nos está llevando de manera inexorable a ello. La música, eso que provoca una respuesta emocional en el escucha. Tan fuerte es el beat que puede ayudar a una persona con descoordinación motora a recuperar el paso. Al mismo tiempo, puede ser el silencio de John Cage (4’33’’) el que nos levante el ánimo o nos enfrente con nuestra realidad. Como quiera que sea, aún está en el debate si los cantos de algunos animales son solo parte de una estrategia de comunicación y simbología, sin ninguna carga estética, lúdica, o si para nosotros fabricar flautas con huesos de mamuts fue tan caro como contar una historia antes de dormir. Y fabricar máquinas.
Los programas científicos se mueven entre conteos genéticos, modelos matemáticos de poblaciones, terapias génicas, anillos tetradimensionales. Estamos frente a una biología molecular a la carta, un “Human Brain Project”: fuzzy logic para descifrar lo que define nuestro humor personal y conducta gregaria, lo que nos espera y tratar de retrasarlo al máximo.
Visité por primera vez a Javier de Felipe, del Instituto Cajal y la Universidad Politécnica de Madrid, durante la conmemoración del centenario del fundador de las neurociencias modernas, Santiago Ramón y Cajal (véase aquí). En ese entonces Javier era ya un fino experto en cerebros de mamíferos y pensaba que solo la observación en tiempo real podía llevarte a una conclusión irrefutable sobre el buen o mal funcionamiento del cerebro humano. Desde luego, como una persona en sus cabales dedicó los últimos 12 años a encontrar formas de simular el tiempo real.
¿Cómo entender la microanatomía de un cerebro normal y el de uno dañado? La estrategia es simple. Dado que no podemos jugar al doctor Frankenstein, aprovechamos la triste realidad de un cerebro anormal a fin de encontrar respuestas con una completa certidumbre. Nadie lo ha logrado, pero para ello la Unión Europea ha creado el Human Brain Project, donde Javier es el principal investigador de España en una zona clave: la corteza cerebral. “Ahora tendremos una mayor oportunidad de entender mejor y fallar menos en enfermedades como la epilepsia y el Alzheimer”.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).