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La edición del último domingo del Diario Popular, de Buenos Aires, incluye una entrevista a Mario Lozano, un peluquero que atiende desde hace más de 30 años en su local de la calle Sarandí, a metros del Congreso de la Nación, y que además de cortar el pelo toca la guitarra y canta para sus clientes. Un recuadro en la parte inferior de la página lleva por título “Aquel inolvidable encuentro con Borges”. Dice Lozano que estudiaba canto con una profesora del teatro Colón. Un día, al llegar a la casa, mientras esperaba que le abrieran, vio a Jorge Luis Borges bajar de un auto, junto con un ayudante. Los tres entraron en el edificio y compartieron viaje en el ascensor. El peluquero dice que “tímidamente” le dijo:
—Maestro, ¿puedo darle la mano? Lo admiro mucho, aunque reconozco no ser un gran lector suyo.
—Será que yo todavía no aprendí a escribir para usted —respondió Borges, “con ese tono tan particular suyo”.
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Más de una vez escuché pronunciar la expresión “literatura elitista” para referirse a ciertos autores que, en teoría, escriben difícil y que, en consecuencia, producen obras destinadas a ser leídas por pocas personas. Lo que más me llamó la atención, en muchas de esas ocasiones, es que bajo el rótulo de “elitista” no se hablara solo de obras especialmente difíciles, como pueden ser las de Joyce, Proust, Musil, Perec o Borges, sino también de otras que a mí nunca se me hubiera ocurrido incluir dentro de tal categoría. Las novelas de Michel Houellebecq, por decir un ejemplo cualquiera.
Es cierto, pensé después, que las novelas de Houellebecq pueden ofrecer ciertas dificultades (temáticas, estilísticas) a personas no habituadas a leer literatura. Y que esto las puede llevar a abandonar a las pocas páginas el intento de leer tales obras. Los que sí estamos habituados a leer literatura, en cambio, buscamos novelas y otras obras que nos planteen ciertos pequeños retos temáticos o estilísticos o de cualquier otra clase, como las de Houellebecq. Quienes leemos literatura somos una minoría de la población. Entonces, ¿somos nosotros la élite a la que está dirigida esa “literatura elitista”?
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Se hace preciso definir con exactitud el significado de la palabra élite. Según la RAE: “Minoría selecta o rectora”. De ahí su connotación negativa, dado que las minorías selectas y rectoras suelen buscar la continuidad del statu quo y oponerse, por lo tanto, a los intereses de los grupos mayoritarios, esos que en muchísimos casos corresponde llamar sectores populares o, a secas, el pueblo. Vuelvo a preguntarme: ¿somos los lectores una élite? Suena muy feo, pero creo que, al menos según esta definición, sí. Somos una minoría selecta (compuesta por los que hemos tenido la oportunidad de leer, a diferencia de los millones de personas que nacen y crecen en condiciones tan desfavorables que no pueden hacerlo) y rectora (pues en general, como grupo, decidimos qué es bueno y qué no).
Sin embargo, hay una diferencia vital con relación a lo dicho antes: los que leemos no nos oponemos a los intereses de los grupos mayoritarios. Es decir, a los intereses de los no lectores. Por el contrario, en general tenemos interés en promover la lectura. Nos encantaría que nuestros amigos que no leen sí lo hagan, para poder hablar de libros también con ellos, para que también ellos disfruten de las maravillas de las que gozamos nosotros. Y no solo nuestros amigos. Tenemos la sensación —quizá irreflexiva, quizá demasiado optimista— de que si toda la gente leyera literatura, el mundo sería un lugar mejor.
Por desgracia, no todos lo vemos de esa forma. Hay gente que sí se solaza en formar parte de la élite. Gente como de la que habló Jorge Téllez hace poco en estas mismas páginas, que se siente moralmente superior a otra debido a que escribe sin faltas de ortografía. Este hecho no tiene nada que ver con la moral, por supuesto, sino más bien con privilegios y diferencias de clase. Algo parecido suele ocurrir con el hecho de leer literatura. Vale la pena recordar la afirmación de César Aira acerca de que no hay ningún reproche que hacer a la gente que no lee ni quiere leer literatura. “Sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina”, dice.
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En cierto sentido, el Premio Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan es un capítulo más en este debate. De un lado, muchas voces se quejan de que condecorar a un cantautor es absurdo e ironizan con la posibilidad de que un escritor gane el próximo Grammy. Del otro, sostienen que las letras de Dylan son poesía y que la decisión de la Academia Sueca amplía los límites de la literatura, ya que no distingue a un autor de obras que la gran mayoría de la humanidad desconoce, sino a alguien popular, alguien que, desde esta perspectiva, acercó la literatura a la gente.
Con relativa frecuencia uno escucha a gente elogiar frases extraídas de canciones como si fueran de alta calidad poética, cuando a mí no me lo parecían ni remotamente. Siempre en esos casos uno piensa: si esta persona leyera más, sabría que esa frase no es tan buena, y mucho menos cuando se cita fuera de la canción a la que pertenece.
Imaginemos el caso de alguien que cree que distintas frases de diversas canciones tienen gran valor poético, pero que en algún momento escucha a Bob Dylan y se da cuenta de que las canciones de él son muy buenas de verdad y las anteriores no. Y que gracias a Dylan se acerca a la poesía y luego a la ficción, y que comienza así un camino que lo lleva, en más o menos tiempo, a leer novelas como las de Michel Houellebecq. No es que al final de esta historia esa persona lea literatura elitista: lee literatura, literatura a secas, cosa que antes no hacía.
La literatura elitista no existe, porque, nos guste o no, toda la literatura lo es. Hay, sí, desde luego, distintos grados de complejidad: nadie duda de que leer el Ulises es más arduo que leer Cien años de soledad. Pero pretender la existencia de una literatura elitista es lo mismo que afirmar que existe una matemática elitista o una medicina elitista o una astrofísica elitista. Criticar a Joyce por lo difícil que es leer sus libros es como criticar a Einstein por lo difícil que es entender la teoría de la relatividad. Cada quien puede llegar a disfrutar de cada una de esas obras en la medida en que sus oportunidades y sus propios deseos se lo permitan. Pero no hay reproches morales que puedan hacerse a sus autores.
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“Me mató”, dice Mario Lozano para graficar la sorpresa que sintió cuando Borges, en aquel ascensor, le dijo: “Será que yo todavía no aprendí a escribir para usted”. Y es que esa respuesta resume, de algún modo, la fantasía de los que no leen: que los grandes escritores, los que les resultan inaccesibles, los supuestamente “elitistas”, puedan aprender a escribir para ellos. Por eso el éxito de los textos apócrifos atribuidos a Borges, a García Márquez, a tantos otros. La realidad es justo al revés: somos nosotros quienes tenemos que aprender a leer a los grandes escritores. Si se lo desea, por supuesto. No hay nada que reprochar a quienes no quieren leer. Probablemente, en contra de lo que nos gusta creer, el mundo no sería mucho mejor si toda la gente leyera literatura.
Pero, si leés, tu mundo es un lugar mucho mejor que si no leés. Y de eso no me cabe la menor duda.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.