Sicarios infantiles

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En la secundaria tuve un compañero de banca, la Burra Barragán, que hubiera vendido el alma al diablo por tener una charola de la judicial. Creía que bastaba con mostrarla para conseguir mesa de pista en las discotecas de moda, conquistar a las encueratrices más cotizadas, estacionarse en lugares prohibidos y paralizar de terror a los automovilistas. El sueño del Tunas en el primer capítulo de Uno soñaba que era rey le debe mucho a sus delirios de bajeza. En tiempos del Negro Durazo, cuando cursaba el último año de prepa, me hice novio de una chava cuyo primo hermano, de apenas diecisiete años, ostentaba ya una placa de la recién creada División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (dipd), que le había conseguido un tío suyo, comandante estrella de la corporación. Me ponía la pistola en la sien, jugaba a darnos toques con una macana eléctrica de las que se usan en los separos para torturar a los detenidos y, en una fiesta celebrada en mi casa, esposó a mi prima Nuria al excusado del baño de arriba. Como abajo no oíamos sus gritos con el ruido del tocadiscos, la pobre se quedó inmovilizada tres horas. En la calle, el tiranuelo no se conformaba con las bromas pesadas. Cuando se estacionaba en doble fila y algún impaciente le tocaba el claxon, le chamuscaba el cofre con una escopeta de cañón recortado.

Si los judiciales atrabiliarios de entonces fascinaban a muchas lacras imberbes, los narcos triunfadores de nuestros días, cortados con la misma tijera, los desplazaron hace tiempo como objetos de veneración infantil, no solo en las barriadas sino en la clase media iletrada. A finales de febrero, un tribunal para menores dictó sentencia condenatoria a cuatro niños de Chihuahua, Valeria, Alma Leticia, Irving y Jesús David, que en mayo del año pasado “jugaron a los secuestradores” con tal verismo que mataron a su amigo Christopher, apodado el Negrito. Según el testimonio de uno de los niños, cuando ya tenían a Christopher encadenado en el suelo, Valeria, la más gorda del grupo, “se subió a un palo para estrangularlo; pero como aún respiraba le comenzamos a tirar de pedradas; Valeria le dio varias puñaladas por las costillas con el cuchillo de Lety” (El Universal, 20-II-2016, crónica de Cristina Pérez-Stadelmann).

Los homicidas planeaban huir a Guachochi, un pueblo de la sierra, para enrolarse como sicarios a las órdenes de
un tío de Irving que se ufana de ser el brazo derecho del Chapo Guzmán. ¿Cuántos niños con mentalidad triunfadora anhelan un porvenir semejante?

La escuela es el único reducto de civilidad donde se podría contrarrestar esta ansia de emulación, pero también ahí se va extendiendo la gangrena. El sojuzgamiento de los débiles (el matadito, el joto, el gordo, el chaparro) reproduce en pequeña escala el clima de intimidación y terror que reina en las provincias donde el crimen organizado suplanta a la autoridad o cohabita con ella. El primo con Rolex de oro que derrocha dinero en los congales o el indómito vecino con lujosa camioneta blindada son los ídolos de cualquier niño ambicioso, y la escuela, el campo de entrenamiento donde forja su liderazgo. Quien ha vendido protección a otros alumnos en el patio de recreo, tras haberlos ablandado con algunas calentaditas, ya cursó el propedéutico que más tarde le permitirá aspirar al título de sicario.

La impunidad de los déspotas subyuga a los niños de cualquier edad, ya tengan siete o setenta años. Hasta cierto punto, los matones adultos mantienen intacta la crueldad espontánea de la niñez en estado bruto. Los chavos banda de ayer son los sicarios de hoy, y quienes preveíamos su evolución desde los años ochenta, cuando el agravamiento de la miseria y la podredumbre del sistema judicial ya presagiaban un tsunami de aguas negras (180 mil ejecutados de 2007 a 2014, según datos del inegi), hoy nos recluimos temprano en nuestras casas para no
toparnos con ellos en algún antro. Haber intuido los motivos del lobo en una novela premonitoria
no me exime de su rencor social: un paria convertido en verdugo odia por partida doble a quien pretende hurgar en sus llagas. Pertenezco a la odiosa minoría parapetada en la zona vip del infierno, y si un personaje como el Tunas me encontrara en un callejón oscuro, tal vez habría un leve incremento en la estadística del horror. ~

 

 

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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