Mi fascinación por la muerte comenzó cuando tenía 8 años y mi mamá me llevó al British Museum a ver a las momias. Cuando, un poco más grande, empecé a estudiar la muerte y el mundo antiguo –primero los egipcios, luego los griegos, después los romanos, los mesopotámicos, etc.– lo que más me sorprendió, a pesar de las muchas y fascinantes variantes culturales, fue lo uniforme y limitada que ha sido la imaginación humana a lo largo de los milenios con respecto a lo que nos espera cuando nos hayamos ido.
La pandemia de covid-19 y sus secuelas han matado a más de 1,220,000 personas solo en Estados Unidos, y esto ha hecho que todo el mundo sea más consciente de la omnipresencia de la muerte. Sin embargo, en el mundo antiguo no era necesaria tal llamada de atención. Las probabilidades de celebrar tu primer cumpleaños no eran mucho mayores que dos de tres. Si sobrevivías y eras varón, podías esperar llegar a los 40 años. Si eras mujer, tu esperanza de vida se reducía a mediados o finales de los treinta. Las probabilidades de que una madre sobreviviera al parto eran sombrías. “Prefiero luchar en la batalla tres veces que dar a luz una”, dice Medea en la obra de Eurípides.
Los grandes asesinos del mundo antiguo eran la bronquitis, la gastroenteritis, la tuberculosis, la malaria y el cólera, que afectaban a personas de todos los estratos sociales. La peste era un visitante estacional común, que a veces se llevaba hasta un tercio de la población. Las inundaciones arrasaban asentamientos enteros y el fuego era un peligro constante. Los terremotos también causaban estragos. El consejo del poeta romano Horacio de “carpe diem” (aprovechar el día) no podía ser más acertado.
Hoy en día, las personas tienen la opción de morir en un hospital o bajo cuidados paliativos. Pero en la antigüedad no existía nada remotamente comparable a cuidados paliativos profesionales e institucionalizados. Si no morías en la guerra o en el mar, dabas tu último aliento en el seno de tu familia.
Salvo en Egipto y Roma, donde la industria de la muerte era muy activa, los enterradores eran prácticamente desconocidos. En su lugar, la familia, y especialmente las mujeres, se ocupaban del difunto, lo lavaban, lo vestían con un sudario y lo preparaban para ser velado en casa. Tal vez debido a esta intimidad, el funeral en sí era todo menos solemne y silencioso, como suele ser en nuestra cultura. Hombres y mujeres se golpeaban la cabeza y el pecho, se echaban polvo en el pelo, se rasgaban las vestiduras, se revolcaban por el suelo y lloraban su pérdida en un paroxismo de dolor. La religión politeísta tenía poco que ofrecer en forma de consuelo o consolación. ¿Cómo podría? Los dioses del Olimpo no conocían la muerte y se comportaban sin tener en cuenta la mortalidad.
Aunque la muerte en sí era misteriosa, los antiguos tenían sus ideas sobre el más allá. La mayoría creía que los muertos no solo seguían existiendo en otro lugar, sino que también, paradójicamente, dependían del sustento depositado junto a sus restos. La práctica moderna de depositar flores sobre una tumba se nutre de la misma idea vaga de que se puede contactar a los muertos en el lugar donde se les entierra.
En la Odisea de Homero, todo el mundo acaba en la misma región húmeda, oscura y lúgubre llamada Hades, independientemente de la vida que hayan llevado. Solo una pequeña minoría, tres personas en total, son castigadas por ser realmente malas. Tántalo, por ejemplo, que cocinó a su hijo en una cazuela y lo sirvió a los dioses, es tentado por toda la eternidad con comida y bebida que siempre están fuera de su alcance.
La idea de un más allá dualista con una especie de cielo para los bienaventurados procede de los antiguos egipcios. Según ellos, antes de ser admitido en el Campo de los Juncos (Aru, en antiguo egipcio) donde podrás cazar y divertirte como si no hubiera un mañana, tienes que comparecer ante el juez del inframundo Osiris, que te interrogará para ver si has llevado una vida virtuosa. Tu corazón será pesado en una balanza contra una pluma de la verdad. Si pesa más que la pluma, un monstruo te devorará, pero después simplemente dejarás de existir. No hay infierno, en otras palabras.
Con el tiempo, varios griegos llegaron a creer que una vida después de la muerte bendecida estaba disponible para quienes se habían iniciado en los llamados cultos mistéricos, aunque no está del todo claro en qué consistía exactamente esa bendición. Con el tiempo también ganó fuerza la creencia de que el Hades era un lugar de castigo. Eneas, haciendo una parada en su camino para reencontrarse con su padre en el Hades, descubre que numerosas categorías de criminales sufren castigos espantosos. Esto anticipa el fuego eterno que tanto el cristianismo como el islam sugieren que consumirán a los impíos.
El comentario del difunto papa Francisco transmitido por un periodista allá por 2018 –“El infierno no existe; existe la desaparición de las almas pecadoras”– fue una señal de bienvenida para los pecadores como yo, aunque el Vaticano afirmó rápidamente que no estaba hablando ex cátedra. En cambio, la Biblia hebrea muestra poco interés por la situación de las personas después de la muerte. Buenos y malos acaban en el Sheol o Seol, una región muy similar al Hades.
Hoy en día, según datos de Pew Research, alrededor de 80% de los estadounidenses creen en una vida después de la muerte. Sus ideas sobre lo que les espera allí siguen siendo algo confusas, pero quizá sea revelador que la noción más extendida sea que se reunirán con sus seres queridos y, si tienen suerte, con sus mascotas. Esta idea, sin mascotas, también prevalecía en la Antigüedad. Los monumentos funerarios griegos muestran con frecuencia a los muertos, o a los vivos y los muertos, dándose la mano. El mismo tema aparece de forma conmovedora en los sarcófagos etruscos que representan a marido y mujer tumbados juntos en la cama para toda la eternidad. Ni siquiera los egipcios supieron transmitir mejor la esperanza de que la vida que nos espera será tan sensual y placentera como nuestros mejores momentos aquí en la Tierra.
Si hay algo que he aprendido al estudiar todo esto, es que la incoherencia y la falta de lógica están en el centro del esfuerzo humano por imaginar qué esperar cuando morimos. Incluso algunos ateos convencidos encuentran difícil imaginar la extinción. Las creencias de que los seres humanos seguirán existiendo en otro reino o en otro plano, de que enfrentarán un juicio en la otra vida y dependerán de sus familiares para su bienestar, existen desde hace miles de años. También la creencia de que nada sobrevive a la muerte. “No existía. Existí. Ya no existo. No me importa”, dice un epitafio que aparece con frecuencia en las lápidas romanas.
Mark Twain lo expresó de forma igualmente memorable: “No le tengo miedo a la muerte. Estuve muerto durante miles de millones de años antes de nacer, y no sufrí ni el menor inconveniente”. ~
Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.
Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.