“¿Quién hace tu ropa?” Pregunta una campaña de la ONG Fashion Revolution. Antes del derrumbe del edificio Rana Plaza, en Bangladesh, pocas personas se habían hecho esa pregunta. A cinco años de la tragedia, en la que murieron 1,134 personas, en su mayoría mujeres, sigue siendo un cuestionamiento difícil de responder.
El 24 de abril de 2013, el derrumbe hizo que los medios y las empresas consideraran una realidad de la que se hablaba poco: las condiciones en las que se produce la ropa que todos consumimos y el mínimo control sobre estas que tienen las compañías que le ponen su etiqueta a esas prendas. Por horas e incluso días después de la tragedia algunas de las marcas fueron incapaces de decir si las fábricas del edificio manejaban sus productos: así de enmarañada estaba su cadena de producción.
Desde hace ya un siglo, los trabajadores (y en especial las trabajadoras) de la industria textil han sido símbolos de la lucha por derechos laborales y de género. La huelga de 1909 y el posterior incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist en Nueva York en 1911 fueron un parteaguas en Estados Unidos. En la Ciudad de México, los dos sismos más mortales de la historia reciente fueron marcados por los casos de fábricas en las que murieron cientos de costureras. En 1985, 40 mil mujeres se quedaron sin indemnización cuando se derrumbaron talleres en San Antonio Abad y en este 2017 murieron según cifras oficiales 21 trabajadoras, aunque se estima que fueron muchísimas más, en el edificio entre Chimalpopoca y Bolívar.
Las condiciones de trabajo en estos casos y en el de Bangladesh no eran idénticas, pero sí muy similares: jornadas de mucho más de ocho horas, muy pocos derechos laborales y también poca información documentada. Nunca sabremos cuántas mujeres migrantes trabajaban en la fábrica que colapsó tras el sismo del pasado 19 de septiembre; así pasó con 300 cuerpos recuperados de Rana Plaza que fueron enterrados sin previa identificación, imposibilitando así que sus familias cobren la indemnización prometida por el gobierno.
Desde la tragedia del Rana Plaza, han surgido interesantes propuestas de solución, que pueden dividirse en cuatro: aquellas iniciadas por la misma industria (como el llamado Acuerdo de Bangladesh y la promesa de transparencia firmada por casi todas las grandes marcas), las creadas por los gobiernos Bangladesh y otros países asiáticos, las de organizaciones de la sociedad civil, como la ya mencionada Fashion Revolution o Clean Clothes Campaign, que vigilan el cumplimiento de estas promesas y una cuarta, quizá la más conocida por el público en general, que puede resumirse como un movimiento a favor de reducir el consumo y comprar a marcas locales.
En México, este movimiento se intersecta con el slogan “compra moda nacional”, aunque no consiste tan solo en eso. Existen cooperativas que realzan el trabajo de artesanas y modistas, eventos y tiendas de venta de artículos de segunda mano, así como múltiples cuentas de redes sociales y pequeños negocios que realizan una gran labor de educación del consumidor.
La triste realidad es que este, como todos los problemas generados por el capitalismo voraz, no puede solucionarse únicamente con consumidores más conscientes. Los gigantes de la moda rápida siempre tendrán clientes, porque para algunas personas esa blusa de 100 pesos es su única opción y porque una blusa de 200, 300 o incluso 50,000 pesos no es garantía de mejores condiciones de trabajo para quienes la fabricaron: marcas como Chanel y Versace han sido señaladas como poco transparentes al respecto.
A pesar de que suene atractivo tomar el problema en nuestras manos y simplemente cambiar nuestros hábitos de consumo, las otras tres aristas del problema (la industria, los gobiernos y los auditores, y las OSC) son claves si realmente nos interesa el bienestar de las millones de personas en Asia, África y Latinoamérica que trabajan en la construcción de prendas.
En nuestro país, los gobiernos estatales invierten mucho en atraer maquiladoras extranjeras, pero hay poca información respecto a cuáles son las condiciones de trabajo en esas fábricas. Quizá esta sería otra artista importante en la que la sociedad civil pudiera participar.
Los acuerdos a cinco años de Rana Plaza eran sencillos en papel e incluían elementos básicos de seguridad, como la revisión y remodelación de todas las fábricas en Bangladesh. Sin embargo, incluso esta tarea resultó imposible, por razones económicas, políticas y, sobre todo, logísticas.
De hecho, el problema general de esta industria puede resumirse como un problema de logística: se necesitan demasiadas fábricas para producir lo necesario, de modo que la tarea de regularlas, auditarlas y manejarlas se vuelve tan complicado que incluso la empresa más transparente es necesariamente opaca.
Así volvemos a la pregunta del inicio: ¿quién hace tu ropa? La semana pasada, Fashion Revolution publicó en sus redes sociales decenas de fotografías con la respuesta: hombres y mujeres sosteniendo carteles que dicen “Yo hice tu ropa”. Aunque pueda parecer cursi o simple marketing, es una estrategia importante. En todas esas fábricas que no han sido revisadas, en todas las puntadas de la ropa que utilizamos, está el trabajo de personas concretas. Personas que tienen dificultades para crear sindicatos, que ganan sueldos que les imposibilitan comprar las prendas que producen. Es con estas personas con las que la industria del vestido tiene una deuda histórica.
(Mérida, 1988) es una comunicadora especializada en medios digitales, responsabilidad corporativa y equidad de género. Twitter:@majos_eh