Sherlock ha muerto, Doyle lo ha despeñado por un precipicio, y ahora está libre para proseguir su carrera por donde le apetezca. Si Holmes fuese un ser de carne y hueso el caso estaría cerrado, los vivos mueren y no regresan, para los seres de ficción la puerta queda siempre abierta, y lo que viene a continuación es de sobra bien conocido: Doyle recibió cartas entusiastas y amenazantes para que resucitase al personaje; incluso su madre (si hay que creer a los rumores) le instó al regreso. Las interpretaciones son variadas por insuficientes, pero si los celos de Doyle hacia Holmes fuesen tan intensos como se dice su regreso no se habría prolongado dos novelas más y varias colecciones de cuentos. La caída de las cataratas es simbólica, pero también estratégica, “sin cuerpo no hay delito”, nos dicen una y otra vez los personajes del género forense: al escatimarnos el cuerpo, Doyle dejó abierta la puerta del regreso.
No es la primera vez que un personaje regresa a instancias de su público. Se dice que la reina sugirió a Shakespeare que le apetecía volver a ver a Falstaff sobre un escenario. Y lo cierto es que en los nuevos primeros pasos en compañía de Holmes, Doyle está lejísimos de la desgana de Shakespeare; allí donde todo es mecánico y gris en Las alegres casadas de Windsor (la obra gana si tomamos al protagonista por un humorista menor disfrazado de Falstaff) predomina la animación y el afecto en regreso del detective. Primero viene el trepidante escape del fondo de la catarata y después un repaso emocionado a los viejos puntos de referencia de Baker Street. Doyle se esmera tanto en transmitir la emoción del regreso que el lector lamenta casi de manera física que el “elemental, querido Watson” no se haya pronunciado en toda la serie y no pueda sumarse al reencuentro.
Aunque separar a Doyle y a Holmes sea beneficioso para el espectáculo crítico, lo cierto es que Holmes era una modalidad de la mente creativa de Doyle, de manera que el reencuentro con el detective suponía un nuevo acercamiento a una fase ya conocida de su experiencia creativa. Los personajes recurrentes pueden cambiar de una aparición a otra, pero también nos ofrecen un espejo donde vemos alterarse a su autor. Es de suponer que Doyle experimentó al mismo tiempo el placer de transformarse de nuevo en su mayor éxito literario y el sofoco anticipado de que tanta familiaridad agotase su brío creativo. Al decidirse por un regreso prolongado, Doyle agravó el problema, y tuvo que entregarse a una serie de transformaciones y acomodos fascinantes.
Diez años después Doyle sigue tentado a desplazar a Holmes fuera de la trama. El perro de los Baskerville se sustenta en una sustracción del detective parecida a la de Estudio en escarlata, pero el mismo movimiento que allí nos inundaba de tedio reaviva ahora la narración. Doyle no relega a Holmes con una latosa crónica histórico-exótica, sino que intercambia las posiciones habituales de sus personajes: el detective se sitúa en el sitio del lector y escucha las investigaciones de un Watson sobrepasado por el mismo remolino empírico que Sherlock es capaz de congelar con una mirada. Doyle consigue aquí un gran éxito: nos escatima a Holmes sin abandonar su mundo, disfrutamos de su ausencia a la espera de un regreso (inevitable) que constituye uno de los mejores momentos del libro.
Pero si El perro de los Baskerville nos parece la novela más importante de Holmes es por su localización. Doyle prefería los ambientes orientales, y confinó durante muchos relatos a Sherlock en Londres, pero soltar al detective en los tétricos escenarios de las hermanas Brontë fue un acierto extremo, las tierras del norte, sus desoladores páramos trabajan a favor de la trama. Por encima del crimen el auténtico rival de Holmes es el ambiente: atávico, supersticioso, recorrido por vientos como premoniciones de espectros, paciente hasta la crueldad… Doyle parece complacerse en enviar primero a Watson y después a Holmes a que pongan orden en el mundo de Cumbres borrascosas, una atmósfera, un paisaje y una densidad moral capaces de mellar la confianza del detective en el orden lógico donde se sustenta (al menos en el orden de la ficción) su brillante juego de inducciones y deducciones. La novela amenaza con algo mucho más terrible que vencer a Holmes: destrozar el propio juego. Pero Doyle no fue tan lejos, por momentos enhebra la aguja, pero enseguida pierde el hilo; la novela oculta en su interior un profundo y sugestivo conflicto que no llega a encarar.
El desplazamiento de papeles entre Holmes y Watson (no sería justo hablar de intercambio: el doctor no pasa de ser una parodia de detective) después de tantas aventuras invita a preguntar cuándo sucedió el caso de los Baskerville. Antes de arrojar a Holmes catarata abajo Doyle ya había señalado algunos hitos temporales con los que trazar una continuidad borrosa, pero la muerte fingida, los años perdidos y el regreso introducen en las aventuras un “antes y un después” insoslayable. Doyle no extrae todo el jugo a la continuidad (como harían Balzac o Stan Lee, antes y después de él), tolera ciertas incongruencias, pero se la toma lo bastante en serio para que sea posible trazar un devenir más o menos coherente: los dos personajes se conocen, primeros casos y convivencia, matrimonio de Watson, muerte aparente, regreso de Sherlock, vuelta de Watson a Baker Street, y tras 23 años en activo retirada de Holmes a Sussex Downs, para entregarse a la apicultura (una ocupación que nos dispara varias alarmas alegóricas). Watson es imprescindible para fijar la cronología de Holmes.
Pero la irrupción del tiempo (en una ficción que parecía “episódica”, sin otro progreso que el del caso en disputa, y vuelta a empezar) propone algo más interesante que la reconstrucción de la línea temporal: constatar cómo ese progreso del tiempo literario altera a los personajes, a nuestra lectura y a la propia narración. El tiempo, enemigo de la inocencia, aplica capas sobre las cosas, las adensa y empuja el crecimiento de sus raíces: es un acelerador del interés. Cuanto más acompañamos a un personaje (cuanto más nos adentramos en su futuro) más legitimados nos sentimos a saber y a preguntar por su pasado. El tiempo abre grietas en los relatos detectivescos que Doyle aprovecha para introducir recuerdos, conversaciones privadas, revelaciones íntimas o escenas domésticas tanto o más vivas que unos casos que a estas alturas poco pueden sorprendernos. No sentimos urgencia, los fuegos iniciales de la amistad reposan. Agotado el repertorio de cosas nuevas que podemos emprender con una persona sigue vivo el reposado deseo de estar juntos. Los lectores ya no acuden a Baker Street tanto por el caso como para visitar a unos viejos amigos.
El tiempo también vuelve más cervantina la relación entre Holmes y Watson, dos personajes tan inseparables en el imaginario como distintos sobre la página. La alquimia de la ficción es irreductible, de manera que es imposible averiguar de dónde sacó Doyle a Watson, pero podemos describir su función narrativa: un apoyo imprescindible. Watson le sirve a Dolye para narrar desde una conciencia que comparte el mismo asombro, desconcierto y entusiasmo que pretendía despertar en el lector. La narración del doctor puede ser ingenua y pacata pero el recurso de Doyle es muy sofisticado: Watson condiciona y anticipa nuestras reacciones, el personaje es casi una coacción.
Las pésimas cualidades detectivescas de Watson le impiden ofrecer el menor apoyo al detective en la resolución de los casos, pero en la medida en que Doyle renunció a exponer la mente de Holmes mediante monólogos interiores (o usándole como narrador) Watson sirve de pantalla imprescindible para revelar aspectos de la personalidad de Holmes. Desde el principio la relación entre ambos se aleja de los patrones cervantinos, nunca suenan como dos amigos cuyas personalidades progresen escuchándose el uno al otro ni emplean la conversación para participar juntos en el juego del mundo. Antes que a Quijote y Sancho su relación recuerda a la de Hamlet y Horacio, allí donde el cortesano ofrece un descanso de lealtad a las agresivas exploraciones verbales del príncipe, el médico le proporciona al detective un alivio para su intensa conversación interior en los casos difíciles, y una diversión en los más sencillos. Claro que Holmes es un hombre de acción y Watson es más mundano y amable que el insustancial Horacio. Pero lo que Watson le ofrece a Holmes (en beneficio del lector) es un auditorio, donde desahogar sus dudas y progresos, y expresar sus contados miedos, las firmes coqueterías y sus súbitos accesos de vanidad.
Holmes y Watson no admiten una distribución de cualidades como el Quijote y Sancho suelen repartirse “idealismo” y “realismo”. En las primeras aventuras Watson complementa el desinterés artístico y literario de Holmes, pero el detective enseguida rebasa al doctor (en una de las escasas correcciones sustantivas que Doyle le aplica al personaje) también en este campo. Por supuesto que la capacidad deductiva e inductiva están del lado de Holmes, pero también es un atleta excelente y un hombre de acción, de una valentía casi temeraria. Holmes supera en todo a Watson, con la excepción de la domesticidad amorosa, a la que parece haber renunciado de manera voluntaria, vibra y vive a mayor intensidad.
Watson no le sirve de complemento a Holmes (un papel reservado a Moriarty), pero le ofrece un suplemento sin el que Sherlock nunca hubiese llegado a ser el gran Holmes, quizás porque se habría destruido antes. Holmes manifiesta desde sus primeros casos un latente lado oscuro: puede comportarse con una impasibilidad casi cruel con los familiares de las víctimas, su impaciencia roza el desprecio, se congratula de haber podido ser un gran criminal, quebranta la ley (¡seduce a una criada inocente!) y admira las construcciones geométricas del delito, su sutileza y su audacia. Doyle bien pudo segregar a Moriarty de estas cualidades reprimidas por Holmes gracias a su riguroso sentido de la justicia. Pero la conciencia moral de Holmes no logra mantener a raya el aburrimiento al que la vida corriente somete a su inquieta inteligencia, a veces admite que un mundo sin crimen sería insoportable, pero la estrategia convencional pasa por abandonarse a los impulsos autodestructivos.
Y aquí es donde el doctor se revela utilísimo para Holmes y Doyle. Watson aleja a Holmes de las drogas suministrándole la adrenalina de las aventuras, una excitación que le mantiene dentro de los límites de la legalidad y la salud. Watson está tan loco como él, le atrae lo escarlata, es de entusiasmo fácil y está siempre bien dispuesto a otra aventura y una más. Y de ninguna manera es un hombre como Sherlock o Moriarty, su inocencia mundana sujeta los demonios del detective al suministrarle dosis soportables de afecto amistoso. Holmes podría decir de Watson lo que Wallece Stevens sospechaba de la luminosidad del día: que alguien la había puesto allí para recordarle lo oscuro que se había vuelto.
Lo cervantino se manifiesta en el papel del médico-escudero como precipitador de las aventuras del detective-caballero. A ritmos de evolución distintos (y en un grado de sutileza incomparable a favor de Cervantes), Sancho y Watson recorren fases parecidas de reticencia, incredulidad, entusiasmo e impulsos de arrastrar a su compañero a nuevas aventuras. La insuperable escena de Sancho empecinado en arrancar al caballero de su lecho de muerte para salir de nuevo a los caminos e impedir que se detenga la noria de la ficción encuentra su modesto correlato en ese Watson que años después de la retirada del detective va sacando casos antiguos de una caja para ofrecerle un último libro a sus lectores.
También es cervantina la conciencia que tiene Sherlock de que circulan versiones escritas de sus aventuras. A diferencia del caballero el detective no lo descubre por sorpresa ni lo recibe a disgusto, pero la lectura de sus propias historias transforma a ambos personajes. El carácter de Holmes se mantiene estable, no se pone a actuar para su “público”, pero a medida que lee sus propios relatos y los comenta con Watson se vuelve más sensible a las “posibilidades artísticas” de cada caso, mejora como crítico literario.
La distancia entre la narración de Doyle y la de Watson es deliciosamente ambigua, ¿leemos los relatos de Watson directamente o una recreación mental previa escrita por Doyle? Sea como sea Doyle no se superpone tanto a Watson como cuando Holmes valora los relatos. Como buen empirista (como buen falso empirista) Holmes empieza evaluando la adecuación entre sus impresiones y recuerdos sobre los casos con su versión escrita. Doyle nos escamotea siempre una pieza: o nos falta el relato de Watson o nos falta la verdad relatada. El cotejo es imposible, otra ilusión de mago. Pero como si Doyle y Watson sintiesen la presión de un Holmes cada vez preciso en sus críticas el último tercio de aventuras del detective ofrece una variedad de recursos narrativos inédita en la trayectoria del personaje: una historia contada por el propio Holmes, la única escrita en tercera persona, otra recordada desde la jubilación…
Intuimos lo que a Doyle no le gustaba de Holmes (o de escribir sobre Holmes), pero ¿qué no le gustaba a Holmes de Doyle? Damos por hecho que un personaje no siente nada sobre su autor, pero ¿qué es un personaje sino un ángulo del propio carácter, una coloración particular del ánimo y el juicio? ¿Por qué no iba Doyle, cuando pensaba desde la perspectiva de Holmes (una escotilla por la que llevaba media vida observando el mundo), a enjuiciarse como hombre y escritor? Y Doyle escribe estos relatos finales como si quisiera demostrarle a Holmes la variedad de sus recursos, impedir que el detective le confundiese con Watson, con otro parásito de su talento. O si se prefiere: Doyle extrae de la creciente exigencia crítica de Holmes el incentivo para no colapsar su imaginación.
En su último relato Holmes reaparece, después de unos años retirado estudiando a las abejas (a las que ha dedicado el tratado teórico que tanto le envidió a Moriarty), en un mundo alterado por la irrupción de la historia, al borde de la Primera Guerra Mundial. Los pormenores del caso se borran pero la última conversación entre Holmes y un Watson recién alistado es inolvidable: “Viene el viento del oeste, Watson. Es usted lo único que no cambia en estos tiempos que corren. Pero, de todas formas, habrá viento del oeste, uno como nunca se ha conocido en Inglaterra. Será frío y violento, Watson, y es posible que muchos de nosotros desaparezcamos bajo sus ráfagas. Pero es el viento del mismo Dios, a pesar de todo, y habrá una tierra más limpia, mejor y más fuerte bajo el sol cuando se despeje la tormenta”. Doyle no podía ni intuir que el inminente progreso del siglo XX en la devastación convertiría sus viriles palabras sobre la renovación de la época en el último testimonio de un optimismo literario que agonizará hasta desaparecer durante casi cincuenta años de la novela occidental. Los amigos se separan, Watson se extravía en la guerra, Holmes envejece y es de suponer que se despide del mundo, pero una vez más no hay cuerpo: en 1930 Doyle ha muerto, Sherlock sigue entre nosotros.