1.Durante la década de 1960 pareció conseguirse, a pesar de los contratiempos históricos –que parecían iluminar la poesía, dotarla de un sentido exterior a ella misma–, cierta estabilidad en la poesía de América Latina. Muchos poetas, amparados por acontecimientos como la “Revolución Cubana” (sic), creían haber encontrado, por fin, el lazo que encadenaba la poesía a su doble en la realidad. Una extensión, a la vez sublime y constatable, parecía abrirse sin oposiciones al esfuerzo del poeta por ubicarse más allá de los ismos y ritmos. Incluso un poeta como José Lezama Lima, rotundamente ligado a las extensiones autónomas de la metáfora, creyó verse iluminado por un momento en 1966 –sólo por un momento– en el espacio de la Historia: “La Revolución cubana significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados. El anillo caído en el estanque, como en las antiguas mitologías, ha sido reencontrado. Comenzamos a vivir nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre en un tiempo absoluto”.
2. El intento –o invento– “creacionista” de Vicente Huidobro, que encontró en Octavio Paz un notable seguidor, aún con las restricciones que el método podía depararle al ojo mental del poeta, envarado en sus propias evoluciones del espacio y la palabra, supuso un salto en las poéticas americanas; pero el salto, en sí mismo, como los saltos macro-estelares de Mallarmé en la página en blanco, no parecía arrastrar suficiente tierra –telos telúrico– ni arrastrar la blancura de una extensión que de tan vacía se tornó invisible, indivisible, escasamente acumulativa para un ojo cegado por el blanco resplandor. Sólo unos pocos poetas, como Juan L. Ortiz, Rodolfo Hinostroza, Arturo Carrera, pudieron encontrar en el espacio de la página en blanco un habitáculo donde el signo no se encogiera ante tanto contraste. Mirándolo bien –depende de cómo se mire, si uno prescinde de los ojos–, la blancura es una actividad de la mente y de la naturaleza tan absoluta como la nada o la nieve, y los poetas suelen percatarse del “error” –error sublime, claro está– cuando la madurez, o la vejez, acomodan el párpado a una nueva precisión, como en “Espacio”, el gran poema de Juan Ramón Jiménez, ya despojado de la retícula modernista.
3. Abundaron los poetas “coloquialistas” o “conversacionalistas” (el poeta creía conversar consigo mismo, con su otro o con los otros, y eliminaba el riesgo de la locura), que creyeron socavar la lírica en nombre de la civitas –tal vez una lectura demasiado literal del Platón de La República–: la poesía creyó volver a su fuente oral, liberándose de la represión de la metáfora. Mal cálculo.
4.También se pensó que la poesía latinoamericana habría de seguir básicamente tres caminos: los marcados por el Huidobro de Altazor, el Neruda de Residencia en la tierra y el Vallejo de Trilce y Poemas humanos. Pero eran caminos demasiado enérgicamente individuales como para abrir, por sí solos, las compuertas de la traditio. Huidobro, Neruda y Vallejo, de cierto modo, son los Whitman de nuestra tradición: aventajan al resto de los poetas por su singularidad, o por su capacidad de reducir la poesía al “talento individual”. Sirven para iniciar una tradición, pero no para completarla.
5. La poesía bufa –en el doble sentido: que bufa y que hace guiños de sarcasmos–, la poesía que se vuelve teatro de sí misma –operación que hiere el centro lírico del poeta, del poema–, retoma esa otra poesía americana que Lezama conjuga con desmesura y fijación:
Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.
¿En dónde encontrar sentido?
El ciclón es un ojo con alas.
Ya había preguntado Fray Luis de León en La perfecta casada:
¿Para qué se afeita
La mujer casada?
¿Para qué se afeita?
6. En el libro El despertar de Samoilo, que lleva por subtítulo El siglo XX, ¿qué se fizo?, hace que el poeta, vuelto de la muerte, pregunte por la luz, y no sabe si se asoma a la caverna de su propia desmesura muerto-vivo:
Samoilo
¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué es? ¿Qué pasa?
Un borde levemente agitado,
una costura –una solución
de continuidad en la oscuridad.
El corifeo aclara, acerca de la duda de si son “bichos, cosos o bultos” lo que el redivivo ve:
No tenían sus miedos fundamento:
no sólo porque aquellos bultos eran
un sofá, un sillón, una jofaina
sobre una mesa enclenque y patilarga
La perspectiva del Cambio Absoluto –¿qué se fizo el siglo XX, aquel donde la Historia parecía por fin un dinamo?–, tiene un punto débil, cosa que ignoran los revolucionarios: el pasado no cuenta.
De ahí que uno de los mendigos se pregunte:
¿Qué pasto crece en nuestro pasado?
En la hierba más verde
se desliza venenosa sierpe.
A los mendigos (son cuatro, en el libro, suficientes para comenzar una Revolución, o para abolirla, en nombre del azar), finalmente sólo les interesaba “aquella provisoriedad nimbada de luz”. Y bailar. ¿Acaso a los mendigos no les interesan los estados de conciencia, como son el baile y otros menesteres?
7. En la poesía hispanoamericana –contando a la española– por lo general el ojo no precisa lo que ve. Los norteamericanos –sólo así pudieron separarse de la visión de Whitman– pusieron el ojo –Williams, Stevens, Olson, Blackburn, Oppen, Bronk, Creeley…– a disposición de la poesía. O, para ser más exactos, de la mente, de la mente-poética, pues el problema de la poesía es un problema finalmente moral-mental. Se trata de una “política de las formas”: allí donde la Política, la Historia, el Paisaje, la Economía, la Enfermedad, la Inquietud, la Muerte, el ser humano: son auténticos problemas. Auténticos emblemas.
8. (Interesa, tal vez, para la comprensión de “estados de conciencia”, la vía –via rupta– que hoy abren poetas como Gerardo Deniz, Enrique Lihn, Wilson Bueno, Paulo Leminsky, Haroldo de Campos, Juan L. Ortiz, Cabral de Melo Neto, Oliverio Girondo, D. G. Helder, el primer Ernesto Cardenal, Marosa Di Giorgio, Néstor Perlonguer, Coronel Urtecho, los hermanos Lamborguini, Virgilio Piñera, Olvido García Valdés, etc.: unos muertos, otros vivos, la mayoría muertos-vivos, o redivivos).
9. Así, la Casa del Ser se repleta en abundancia diferencial. El ojo se aplica no a recortar la distancia sino a engrosar su sentido, según avance o recule la luz. A la Casa se entra bailando –o “nimbado de luz”–. Lezama diría: un ángel bailón.
En “La casa del ser” de Edgardo Dobry, hay motivo para entes como “abollado”:
Un fluorescente verde
en un nicho sobre un potus,
el cromo abollado de las sillas
rielando en la mesa de cristal,
toallas traídas de Tahití
¿Y potus? ¿Qué quiere decir potus? Hay que ponerle nombre al nombre. Especula Dobry: una gramática de flejes calcinados. (Edgardo, poeta en moto, ve lo que la velocidad le deja ver. Así Barcelona se le borra de la vista).
10. En el cubano José Kozer el barroco se dispara. Lo han clasificado en el “neo-barroco” porque ciertamente es pródigo en gramáticas, en excesos verbales, en distancias reunidas de golpe o por acumulaciones reiteradas. No se afila el diente, como los otros, sino que traga. Traga y devuelve: antropófago, como los brasileños. Sigue la huella de Lezama pero no penetra en la Casa del Ser como ángel bailón, sino como ángel tragón y devolutivo. Las toallas traídas de Tahití se despliegan. La calcinación abunda, pero no deteriora. Es demasiado judío para no encontrar en la letra un motivo de concordia, aunque no exactamente numérica. Escribe en “Ánima”:
Escucha: no hay palabras (y por tanto un número infinito será doce veces mayor que otro número infinito): así dice Baruch Spinoza (Ética): a quien (Herem) maldijeron de día y maldijeron de noche (cuando se acueste y cuando se levante) y contra él dijeron (que Dios no lo perdone) no hay palabras. Sólo, oficio: darse la vuelta no mirar atrás no convertirnos en estatua de sal: escucha. Una liendre vale ante Dios. Un gamo. Un espino. Y un puercoespín. Todo ante Dios es núbil.
11. O: Todo ante Dios es inútil. Incluso la poesía, que como Dios, no habla, sino que escucha.~