El libro de los lugares comunes

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Patricio Pron, El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura, Turner, Madrid, 2014.

Durante el siglo XVII, especialmente en el mundo anglófono, la composición de libros de lugares comunes era una práctica común entre la gente letrada. Se trataba de cuadernos en donde las personas copiaban todo lo que consideraran útil; eran compendios de información que incluían desde recetas de cocina hasta argumentos científicos. El concepto de “lugar común”, que hoy suena peyorativo, se refería en ese momento a todo conocimiento de aplicación general y, por lo tanto, relevante a juicio de quien decidía escribirlo. La función del autor era más de compositor o curador –para usar el término moderno– que de inventor de los materiales.

El libro tachado puede ser leído como el ejercicio de esta práctica, como el cuaderno de notas que Pron compuso con un tema en común: la negación y el silencio en la literatura. En el libro se habla de obras censuradas, destruidas, perdidas, mutiladas, falsificadas, anónimas, desaparecidas, que orientan hacia la construcción de “una historia de la literatura cuyo tema no sea lo que la literatura es y ha deseado ser, sino lo que no es y no ha querido ser nunca” (p. 16). Este catálogo de libros tachados responde a la cada vez más establecida idea de la crisis actual de la literatura: demuestra que, por lo menos desde hace un par de siglos, la escritura literaria incluye en sí misma una estética de la negación y la voluntad de existir en contra de la socorrida muerte de la literatura.

El libro ha tenido muy buena recepción crítica. En reseñas y entrevistas ha quedado claro lo bueno que es. La investigación detrás da vértigo: la variedad de épocas, situaciones y ejemplos que aparecen hablan de un trabajo de años. Más que repetir elogios, me interesa aprovechar la invitación al diálogo que aparece en el texto para hablar del debate teórico sobre la muerte del autor, muy popular a finales de la década de los sesenta debido a los textos de Roland Barthes y Michael Foucault, y que parece llamar mucho la atención de Pron de entre todas las facetas de la crisis literaria a las que se refiere el libro.

A su manera, ambos teóricos se refieren a la fuerte influencia que la figura del autor ejerce sobre la interpretación y la lectura literarias. Para Barthes era necesario liberar al texto de la “tiranía del autor” como única fuente de significado: en lugar de hablar de la ideología, biografía o sicología autoral, la lectura tenía que concentrarse en elementos específicamente textuales: “la unidad del texto no radica en su origen, sino en su destino”. Para Foucault era necesaria una aclaración más tajante que distinguiera entre el escritor –la persona– y el autor como función textual: “la función-autor es característica del modo de existencia, circulación y funcionamiento de ciertos discursos en el seno de una sociedad”.

Leer El libro tachado a la luz de este debate, sin embargo, presenta algunas dificultades. Patricio Pron sabe que la distinción entre escritor y autor no ha logrado establecerse más allá de las universidades, y que para la mayoría de los lectores la muerte del autor,  como la muerte de la novela, más que construcciones teóricas son ideas que se suponen o se piensan de manera literal. Frente a esta confusión, la postura de Pron es ambigua; por un lado, reconoce y explica las ideas de Barthes y de Foucault pero, por el otro, mantiene y aprovecha la confusión al proponer la idea de una literatura sin escritores como motivación del libro.

Para él, la desaparición del escritor supone una literatura “sin personalismos y sin veleidades pero también sin heroísmos y sin conciencia de sí misma” (p. 16), lo que no solamente es una contradicción de términos –no hay heroísmo sin personalismo– sino un problema teórico que tiene su correlato formal en el libro. Al mismo tiempo que se juega con la interpretación literal de la muerte del autor, el libro está regido por la jerarquía absoluta del escritor. Aunque organizado según prácticas o fenómenos culturales –la falsificación o la anonimia, por ejemplo–, más que de obras el libro trata de escritores.

La historias de la literatura que Patricio Pron sugiere en cada capítulo se articulan con base en nombres propios. Su propuesta para una futura historia de los suicidas de la literatura, por ejemplo, es una larga nota al pie –siete páginas y media– en la que únicamente hay nombres de escritores y una breve descripción de su muerte. Por sí misma, la nota no implica ningún problema. Al contrario, es fascinante. Leyéndola en conjunto, sin embargo, es difícil reconocer y ubicar su particularidad, sobre todo porque con frecuencia el texto principal del libro repite esta estrategia –la página 146, elegida a capricho mientras escribo esto, menciona  25 nombres de escritores en 28 líneas.

Para Pron, la desaparición del autor, o el deseo de que este desaparezca, es parte de un “movimiento más general hacia la destrucción de la literatura y se articula paradójicamente sobre su mismo triunfo” (p. 256), aunque en realidad las ideas de Barthes, y en alguna medida también las de Foucault, proponían exactamente lo contrario: desaparecer al autor para darle independencia al texto, privilegiar la literatura y su relación con el lector por encima de la autoridad de sentido impuesta por el autor. Sin que haya un juicio de valor implícito, El libro tachado es un libro sobre escritores, más que sobre literatura. De nuevo, esto es únicamente problemático en relación con los postulados teóricos que se discuten en él.

Curiosamente, si es posible leer El libro tachado como la muestra actual de una práctica tan antigua como la composición de libros de lugares comunes, entonces se comprueba la buena salud y la presencia central de la figura del autor en nuestra sociedad, pues esos libros sólo adquirían significado pleno, si eso es posible, en relación a su creador.

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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