La sangre erguida, de Enrique Serna

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Se ha dicho, tal vez con razón, que el feminismo produjo la única revolución exitosa del siglo xx, fecundo en revoluciones fallidas. Las mujeres salieron de sus casas, se libraron del yugo masculino, con la píldora anticonceptiva su cuerpo no fue más considerado solo como medio de reproducción, obtuvieron el voto, han alcanzado cierta equidad en la academia (menos en posiciones de gobierno o legislativas), y cada vez más su presencia se destaca en ámbitos científicos, culturales y empresariales.

El feminismo duro, alcanzadas sus conquistas, se colapsó. La imagen de la mujer en el postfeminismo es compleja: trabajan, tienen hijos, muchas deciden tenerlos sin pareja o no tenerlos, y no pocas deciden vivir solteras. Pero esa liberación no las hecho más felices. Estudios realizados en Estados Unidos y en Europa muestran que las mujeres no son hoy más felices que antes de la revolución feminista. Las responsabilidades han crecido. Hay que abrirse paso a codazos en el mundo competitivo de los hombres sin que la sociedad les deje de exigir –abierta o subrepticiamente– que se casen y procreen. Curiosamente, las conquistas femeninas no se han alcanzado en detrimento de los hombres. Los estudios que antes cité, que muestran a la mujer de hoy insatisfecha con su vida laboral y familiar, afirman que los hombres hoy son en general más felices que antes de la revolución feminista. Los hombres, sin ser mal vistos, hoy pueden explorar facetas (como un sentido de la paternidad más acusado) que antes les estaban vedados. Pueden hablar de sus sentimientos sin ser acusados (la palabra es fuerte, pero eso se hacía: acusar) de femeninos o amanerados. Pueden hablar, y esto es algo notable, de su sexualidad. ¿Quiere decir esto que antes los hombres no hablaban de sexo? Por supuesto que lo hacían, pero siempre en el mismo tono. Se hablaba (y se escribía literatura) de las hazañas, del dominio, del poder. No se hablaba de la impotencia, de la insatisfacción, de los miedos; se hablaba, en suma, del orgullo viril, no de penes flácidos, ni de vergüenzas en la cama.

La sangre erguida, séptima novela de Enrique Serna, es una de las primeras novelas mexicanas escritas en el postfeminismo. Suena raro este último término referido a una novela escrita por un hombre, pero hay que recordar que aunque el término “feminista” goza de aceptación (aunque algunos lo ven como una posición radical), no existe el término “masculinismo” para hablar del movimiento que reivindica a los hombres. Y es que no existe (todavía) tal movimiento.

Si los hombres hablaban y escribían de su dominio sexual eran tachados –ahí sí, tal vez, con justicia– de misóginos, porque ese dominio siempre era ejercido en detrimento de una mujer que lo padecía. En este terreno Enrique Serna es un autor pionero. Ya en Fruta verde había escrito una novela bisexual. En una entrevista pública que recientemente le hice, le pregunté a Serna si no había tenido miedo del escándalo que provocaría una novela con esa temática. Me respondió que sí, que al escribirla esperaba cierto escándalo, pero que este no se dio. Fue entonces que comprendió, y esto lo deduzco yo, que la sociedad mexicana ya estaba madura para leer y reflexionar sobre ciertos temas, como que a algunos hombres además de gustarles las mujeres les gustan también los hombres. Mitad de la vida, novela de Jaime del Palacio, contaba la historia de un personaje –muy parecido al recién fallecido Antonio Alatorre– que, casado y con hijos, descubre su homosexualidad. Pero este caso pertenece a otro género, el de la novela homosexual, género en el que se han inscrito muchas novelas y cuya carta de naturalización quizá la obtuvo con la publicación, en los años setenta, de El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata. Amora, de Rosa María Roffiel, y Sandra, de Reyna Barrera, quizá sean los únicos ejemplos de novela lésbica en México.

El falo es el denominador común de las tres historias que entrelaza La sangre erguida. Arrastrado por su falo deseante, el mecánico mexicano Bulmaro Díaz deja familia e hijos para seguir a una exuberante cantante de música tropical a España, en donde para sostenerse tiene que vender Viagra pirata. Atormentado por su falo flácido, Fernán Miralles, alto ejecutivo español, vive una vida desgraciada y llena de traumas originados en su adolescencia, cuando en su primera aventura erótica, por su timidez, no alcanza la erección y la chica que padeció este desaire exhibe su vergüenza en toda la escuela, marcándolo para siempre. Otro es el caso del argentino Juan Luis Kerlow, quien desde chico se ejercitó para erguir su falo a voluntad, lo que más tarde lo condujo a la industria porno, en la que fue estrella hasta que se enamoró en España de una muchacha intelectual.

El falo como centro. Pero no el falo gozoso, el falo dominante, el sexo que abre. Serna muestra el falo, también, como tormento, el falo que nos arrastra a hacer tontería y media, el falo que a veces no se para, el falo que se para cuando no debe. Pero más allá de esta relación del hombre con su verga,
está la reflexión que hace Enrique Serna (reflexión a través de su novela, es decir, expresada con personajes y situaciones) sobre la masculinidad. Y lo que expone tal vez revele algo a las mujeres que lean La sangre erguida, pero no a los hombres, que conocen de cerca los esplendores y miserias de su propia sexualidad, pero que no lo dicen, o por lo menos no lo habían expresado hasta ahora con el talento con el que lo hace Enrique Serna.

Creo, con Schopenhauer, que la vida no tiene un sentido trascendente, que estamos en la tierra para reproducirnos ciegamente y perpetuar la especie. Creo, con Freud, que la sexualidad –ejercida/reprimida– está detrás de todos nuestros actos. Creo, y para sostener esta última creencia no me escudo en nadie, que la literatura sirve, entre otras cosas, para expresar nuestras zonas oscuras: la muerte, el deseo, los sueños, el horror, el miedo. Creo, en fin, que La sangre erguida es una novela importante porque su autor una vez más se ha atrevido a cruzar la raya de lo que se podía decir en nuestras letras, en nuestro ámbito. Ya era hora de que alguien cruzara ese umbral. ~

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