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Olga Orozco

Poesía completa

Edición y cronología al cuidado de Ana Becciú, prólogo de Tamara Kamenszain, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2012, 504 pp.

 

Que el corazón, como un perro, nos sorprenda de pronto a lametazos. Pensaba, releyendo a Olga Orozco (Toay, La Pampa, 1920-Buenos Aires, 1999), que esta es a veces la eficacia de la poesía. Volver después de un tiempo a la poeta argentina es reencontrar su poder de seducción; un gesto que trae de nuevo la sonoridad de la desdicha y el tempo demorado de la voz, porque quizá esa escritura sea ante todo el cuerpo de una voz.

Tuve la fortuna de asistir a la lectura que hizo en la Residencia de Estudiantes de Madrid en los últimos años de su vida. Tenía interés en escucharla y quería también entregarle el número 13 de El signo del gorrión, que acababa de salir y en el que habíamos publicado textos suyos. Avanzó titubeante hacia la mesa, ante el escaso público de la sala, se sentó y comenzó a leer con su voz grave, sin levantar los ojos ni dirigirse a los oyentes una sola vez. Iba entreverando los poemas con un intenso texto reflexivo escrito en grandes folios; hacía las pausas de transición; creó un espacio sonoro abismado, que se identificaba como el lugar de la poesía. Escuchar a un poeta es siempre una enseñanza: nos habla de su relación con la escritura y con el público, de su ritmo y su respiración, de su modo de entrar  en el poema. El modo de leer de Olga Orozco alcanzaba un grado de ensimismamiento corporal que solo había sentido –con tan distinta textura y tonalidad, sin embargo– en el poeta francés Bernard Noël. ¿Cómo sonarían en Juan L. Ortiz la iridiscencia de la luz y su sintaxis deshilada de río inacabable? ¿Qué dicción de fogonazo imposible habría tenido Hospital británico en la voz de Viel Temperley?

La evocación de aquella lectura es pertinente porque su efecto es el que caracteriza la poética que la sostiene, atenta a producir una atmósfera de cámara de resonancia, demorada y arrebatada a la vez, densa y sombría, que va envolviendo a quien escucha, a quien lee. “Creo que supe desde muy temprano que la forma no era el límite, que había prolongaciones invisibles y visibles de esto que llamamos realidad”, enunciaba Olga Orozco. Una atmósfera y un mundo que aparecen perfectamente reconocibles ya en su primer libro, Desde lejos (1946), y que hasta el último publicado, Con esta boca, en este mundo (1994), no harán sino desenvolverse y afianzarse. Gracias al cuidado de Ana Becciú y con una luminosa introducción de Tamara Kamenszain, es posible ahora seguir esa trayectoria en sus nueve títulos, a los que la edición de la Poesía completa incorpora los últimos poemas no articulados en libro, y tres ensayos.

Enraizada en el romanticismo y el surrealismo, en la escritura de Olga Orozco el cuerpo, la memoria, la soledad, los ritos, la percepción y la autopercepción escindida, los sueños, la noche son territorios a los que se vuelve una vez y otra, pero es la muerte el verdadero núcleo generador. Que hemos de morir pertenece al saber común, pero en cada uno de nosotros ese hecho resuena de manera distinta y el modo en que resuena conforma nuestra vida; la obra de Olga Orozco se va haciendo, va creciendo en esa meditación, como un diálogo consigo misma (las múltiples figuras del yo) y con los otros, dentro de la conciencia. La huella del surrealismo es impregnante y difusa, aparece en la dilatación natural operada en el campo de la conciencia –todas las zonas en sombra de las que apenas se sabe y que la constituyen– y en la relación con el mundo.

Su labor como poeta se ha ejercitado en hacer notar que las cosas, vistas de cerca y según y cómo, se transforman; que un gato, por ejemplo, es un gato y es más y es otra cosa (en Cantos a Berenice, libro que dedica a su gata muerta, es de toda evidencia). Lo mismo ocurre con la casa, con la madre, con el cuerpo y cada una de las partes del cuerpo; ocurre igual con la memoria y los objetos, reales, materiales, propios y enajenados. Así, la casa, que a lo largo de los libros es la casa y la infancia y la protección y la vida, irá haciéndose casa rodante que transporta la muerte y llega como su mensajera (“Estoy aquí para apagar las luces, para cerrar las puertas, / cuando vuelva por mí la casa en que te vas”). También el yo se vuelve del revés: “soy en este destiempo la irreal aparecida”, dice de sí la que aún vive. La proximidad de quienes ya no están, la disolución de los límites o fronteras entre mundos, los visitantes del sueño, el diálogo con las presencias del espíritu, tan reales, un tipo de conocimiento que es intuitivo y consistente y que se expande en lo fantasmal son distintivos de la poesía de Olga Orozco, su cantata sombría, el oscuro vértigo en que parece a veces perder pie.

Pero la construcción es potente y sólida; cada poema y cada libro, organizados; calibrados, peso y contrapeso en busca de armonía, de un equilibrio análogo al Sentido, correlato de un origen –Unidad o Luz–, que a la poeta le parecía en ocasiones –al modo neoplatónico o gnóstico– podía entrever. Son textos pautados en secuencias estróficas de firme articulación y frecuente estructura paralelística, enumerativa y amplificadora (con huella de Cernuda, y a veces un raro eco de Rulfo –como si con él hubiera compartido las inmensas extensiones en las que se oye el viento–), y con mecanismos formales (dramatización dialógica, largas interrogaciones, imperativo perentorio, contraposición y paradoja) que contribuyen a la temperatura tonal con que se identifica esta obra. También el aparente verso libre, el dilatado aliento de su peculiar versículo, está en realidad pautado por el rítmico fluir de endecasílabos y heptasílabos (propios de su habla natural, dijo en alguna entrevista la poeta, de su dicción respiratoria).

La escritura de Olga Orozco jugaba a todo o nada. La poesía hacía posible el todo, era su ascesis frente a la caída, su consuelo en la pérdida y la nostalgia (en “Espejo en lo alto”, elegía dedicada al poeta Alberto Girri, se lee: “Ya eres parte de todo en otro reino, el Reino de la Perduración y la Unidad, / estás en el eterno presente que huye, que se consume y que no cesa, / y podrás ser por fin el nombre y lo nombrado”). Concebida como vehículo de transcendencia, la poesía era tanto impulso de ascenso y recuperación del origen perdido, como su imposibilidad última; tanto “una apuesta contra toda desesperanza”, como “contra toda esperanza, porque sabemos que en el fondo de la expresión, por fulgurante, por sacralizada que sea, yace la pregunta cuya respuesta será siempre informulable”.

Excluidos humor o ironía, con inusual equilibrio entre lo conceptual y el poder de su imaginación visionaria (flujo que llegara de un palpar y ver en la oscuridad), entre lo arquitectónico y lo vertiginoso que aparece sin control, ceñidos los poemas a una rítmica que no siempre orilla el lastre de una retórica prescindible, en la grandeza de su apuesta –metafísica, formal– anidaba también su posible debilidad. Porque la fuerza de la poesía de Olga Orozco parece ser la de los agujeros negros, una energía negativa hecha de pesadumbre, de oscuridad e infortunio, que imanta los versos, que se recarga donde menos se espera y suena y rueda y nos arrastra. Es su diálogo con la muerte: “Me refugio en mis reducidas posesiones, me retraigo desde mis uñas y mi piel. / Tú escarbas mientras tanto en mis entrañas tu cueva de raposa, / me desplazas y ocupas mi lugar.” Y tal vez sea por esta fisura, la del rechazo de la muerte del cuerpo (“No, este cuerpo no puede ser tan solo para entrar y salir”), por la necesidad tal vez de que una inmortalidad que se postula del alma lo sea del cuerpo, por donde se cuela la sospecha de que la muerte del cuerpo es toda la muerte. Ese airecillo que entra por alguna rendija. ~

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(Santianes de Pravia, Asturias, 1950) es poeta y ensayista. En 2008 Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores publicó su poesía reunida en el volumen 'Esa polilla que delante de mí revolotea'.


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