Ogi no mato, de José Kozer

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Dados sus pactos con el rayo de la escritura, no es extraño encontrarnos cada poco tiempo con un nuevo libro de poemas de José Kozer (La Habana, 1940). En la más reciente entrega de su obra poética, Ogi no mato, el autor asume nuevamente la conciencia como lugar de cruces culturales y choques verbales: algunos exuberantes, otros grotescos, pero todos rinden evidencia de los grandes contrastes de nuestra época, donde el pensamiento actual juega a equiparar lo disperso, a unir lo irreconciliable, mientras llama al resultado “modernidad”, “globalización”, “civilización”.

Judío, mestizo, cubano, exiliado, poeta, Kozer se ha propuesto escribir una poesía que lo equivalga, capaz de dar noticia de sus mixturas vitales: diaspórica, moderna, híbrida, profusa, oscura. Ubicado a medio camino entre el homenaje y la sátira, Ogi no mato es un poemario que retrata la imposibilidad de ensayar, desde la estructura mental de Occidente, la experiencia religiosa según la tradición oriental. En otras palabras, el libro completo trata de un malentendido: arrebatos místicos que pueden ser interrumpidos por la alarma de un reloj.

En los poemas, el estado nirvánico de la meditación profunda es sustituido por la contemplación ociosa de los motivos bordados en una lujosa túnica ritual; la extinción del yo en el iniciado (la fusión con el Todo) es imposible, debido a su despierta imaginación, que le hace ver figuras cargadas de significados banales en las manchas de la pared del cuarto de plegarias.

Imágenes irreconciliables de lo elevado: la Nada (el Tao), con nuestros ángeles y la plenitud del rostro del Dios de los cristianos. En el escenario de los poemas, el hombre occidental sufre la imposibilidad de acceder a estadios superiores, puesto que es su formación la que lo deja fuera: carece de las claves mediante las cuales se descifra el Cielo de los budas. Para nosotros, la meditación suele ser una práctica para solucionar nuestros problemas de estrés; el sentido de lo trascendente, una forma de la exageración y el detallismo.

¿Qué nos sucede? ¿Dónde radica el sabotaje de nuestras aspiraciones trascendentales?, se pregunta el autor constantemente. En el autogol: nuestra costumbre de escindir lo mental de lo instintivo, ese fomento de la bipolaridad donde los hemisferios nunca se ponen de acuerdo, una arraigada necesidad de explicar aun lo inexplicable, y nuestra posesión más preciada: nuestra ilustración. A lo largo del libro se fragua la imagen del turista místico, del observador que aplaude sin entender el espectáculo, pero que lo celebra por educación, para simular que efectivamente alcanza a ver lo invisible: “Desorientación implica explicación, implica / estar a la entrada del tempo y ver establos.”

Los paréntesis que proliferan en el texto son el espacio donde la conciencia del escéptico se muestra. Sirviéndose de estas pausas en la puntuación, desautoriza las aseveraciones místicas, se burla de la guía espiritual, descree de la utilidad de todo esto (más allá del Feng Shui) y logra lo más duro de la crítica: “Wang Wei // piensa que el mundo, más que misterio, es (como suele decirse en chino de Pekín) / una verracada. // (Paréntesis: la palabra verracada apenas transmite el ideograma original que tanto / hace sonreír a Wang Wei: mucho más / se acerca nuestro vocablo nacional / comemierda)”. Y continúa: “Wang // Wei // sugiere (de algo hay que vivir) que quien pinta escribe y escribe pintando, o / quien escribe escribiendo y pinta / pintando, tiene la ocupación de no / ser lañador ni ropavejero (por sólo / traer a colación unos ejemplos)”. De algo hay que vivir: de proferir, por ejemplo, simplicidades con delirios de grandeza. Los versos de José Kozer se despliegan y repliegan, alargándose en sus imágenes, concretándose en la demolición de la sátira. Kozer, emblema superviviente del barroco latinoamericano, da justo en el blanco con su verbo mestizo, cruzado, en la serie de poemas que relatan la (des)concentración de los sabios maestros, o en la descripción estoica de una vaca a punto de ser descuartizada.

“Todos los poetas son judíos” (Marina Tsvietáieva) es un verso fetiche del poeta cubano. Visto con conciencia histórica, es posible afirmar que los verdaderos poetas llevan su patria en la escritura, perviven en la diáspora del mundo. Viven su éxodo (o aspiran a él, o deberían hacerlo): escribir desde la orilla. Pero no todos advierten la farsa de la modernidad ni, en lugar de rasgarse las vestiduras, optan mejor por reírse del mundo. No todos se divierten. “En mi poesía hay un eco de ecos: una palabra me tienta y se me vuelve natural. La palabra es para mí un boomerang: va y viene por registros disímiles, prolifera, se lateraliza constantemente, suscita el movimiento de hormigueos, segrega una telaraña”, dijo José Kozer en una entrevista. Es posible definir a Ogi no mato como un poemario “desoriental” (el término es de Julián Herbert), donde lo sagrado queda reducido a una mosca atrapada en el tejido del depredador, y es descubierta –entre risas grabadas– como sólo eso: el zumbido de un vuelo que busca distraernos del mundo. ~

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