En Los Durrell, hablo de la serie, que vimos el verano pasado para mentalizarnos de nuestra propia aventura al borde del mar, hay un personaje que es de mis favoritos: Spiros. Es el que les ayuda, al que llaman cuando necesitan algo, cuando tienen un problema, cuando necesitan un autóctono que les explique o les introduzca, etc. También en los dos libros que escribió Charmian Clift sobre su aventura familiar en Grecia, Cantos de sirena y Los buscadores de loto, hay ayudantes. Como no tengo los libros aquí delante, hablo de memoria: recuerdo a uno bastante piernas y más desayudante que ayudante, y creo que había una especie de matrona no oficial.
Aquí nosotros tenemos nuestro Spiro, que además es nuestro vecino. Nuestro vecino tiene dos perros, a los que mi hija pequeña domina con autoridad a pesar de que son casi más altos que ella a cuatro patas. La primera vez que nuestro vecino nos salvó fue una mañana en que una ráfaga de viento cerró la puerta de casa y mi novio, mi tía y yo, que estábamos en el patio de la casa, nos miramos y nos dimos cuenta de que ninguno tenía llave. Barreiros le pidió una carpeta a mi vecino, que estiró el momento para hacernos sufrir un poco. Resulta que su novia, nuestra vecina, tenía un juego de llaves de nuestra casa guardado en algún lugar de su casa. Nos echaron una mano otro día en que mi vecina llevó a mi hija mayor a ballet, a cuarenta kilómetros de casa; también cuando me llevó a Águilas a que me montara en el blablacar que me dejó en Murcia. A cambio, nosotros les invitamos a arroz con leche hecho por mi novio, le pasamos tupper con comida más o menos elaborada (judías blancas en invierno; una crema de calabacín y guisantes con queso feta, receta de Ottolenghi que siempre hace mi cuñada… ) A veces nos dejan las llaves de su casa para que saquemos un ratillo a los perros. Me piden huevos por la ventana y nosotros leche. Se sacan un paquete de pipas y se sientan en el banco y charlamos. Me pregunta que quién lee todo eso que escribo, como si yo lo supiera. Una vez, su perro de aguas hizo caca en mi patio. Otra tuve que recoger las heces del golden, que no eran lo sólidas que habría deseado.
El día que el coche nos dejó tirados en la puerta del supermercado –paramos a comprar pan y a la vuelta no arrancaba– la primera persona en la que pensé para que nos echara una mano fue en nuestro vecino. Mi novio quiso llamar primero a la asistencia en carretera. Fuimos a comer a casa y los niños preguntaban si nos íbamos a poder ir o no: era el peor momento para que se nos rompiera el coche; yo tenía que llegar a ZGZ para ensayar para el famoso bolo de Burgos, etc. ¿Pero nos vamos a poder ir hoy?, preguntaban. Con la comida aún en la boca del estómago, nuestro vecino y Barreiros se fueron hacia el coche, al parecer la asistencia en carretera estaba llegando. Mientras llegaba y no, entre mi novio y el vecino arrancaron nuestro coche con las pinzas. “Nuevamente he salvado a esta familia”, presumió él en el chat que compartimos los cuatro: él, su novia, Barreiros y yo. Aunque el de la asistencia no las tenía todas consigo, lo despacharon. Por la tarde, el hermano de nuestro vecino, que es mecánico, vino a echarle un ojo al coche: había un ruido que les mosqueaba. Cambió la batería, tocó aquí y allá. Estaban los tres con la cabeza metida en el capó mientras yo entretenía a mis hijos y a los sobrinos del vecino jugando al escondite inglés. Entramos a comprar agua y le pregunté a la pequeña, de unos dos años, los nombres de las frutas y verduras, enormes y coloridas, que nos observaban desde la fachada del supermercado. ¡Tomate! ¡Limón! ¡Pimiento!
Por supuesto, el hermano de nuestro vecino nos arregló el coche y pudimos viajar a ZGZ y luego yo a Burgos y de nuevo volver. Y eso fue en marzo, a finales, y desde entonces creo que nuestros vecinos no nos han salvado más, nos seguimos pidiendo huevos y leche y compartiendo postres. A veces cenamos juntos y entre los cuatro hemos salvado a un gatito cuya madre era una cachorrilla cuando llegamos en septiembre. Eran tres gatitos a los que echábamos de comer. Nos dimos cuenta de que una estaba embarazada y nos asustamos cuando pasamos unos días sin ver a los gatitos: la madre los escondía. Después dejamos de ver a la madre hasta que la encontramos muerta y comenzó la operación rescate. La hijita murió (lo descubrí a la vuelta del cine, después de ver Sirât, me impactó mucho más el cuerpecillo inmóvil y duro del animal que la película) y mi vecina y yo pusimos mucho esfuerzo en que el hermanillo sobreviviera. Y aquí está, enredado en mis chanclas.