Las novelas de Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) combinan el pulso narrativo con la capacidad de crear personajes memorables; la inteligencia para retratar los problemas de familia y la eficacia para enseñar cómo cambiamos con el tiempo; la contención expresiva y la exigencia artística; la destreza para mostrar las aristas del ser humano y para introducir unas pinceladas que construyen el retrato de una época. Su novela más reciente, Derecho natural, cuenta la historia de la formación y destrucción de una familia, en los años setenta y ochenta.
Se ha relacionado esta novela con varios de tus libros anteriores. ¿En qué se diferencia?
Me gusta que los libros se parezcan. Se diferencia porque la historia y los personajes son diferentes. El foco último es el mismo que el de El tiempo de las mujeres, Carreteras secundarias, La buena reputación o Dientes de leche: problemas de familia en el entorno de la España de la Transición. Podría ser la sinopsis de cinco o seis de mis libros, pero obviamente cada uno de ellos es distinto. En este caso, quería contar una historia ambientada en el mundo del cine cutre, el cine de serie B. Pero poco a poco me fui desviando del tema y esas anécdotas que quería contar de los rodajes, sobre el spaghetti western y películas de hombres lobo desaparecieron. Me habría gustado escribir una novela sobre ese cine, pero el escritor a veces no es dueño de su novela. Los personajes se apoderan de las historias y tienes que seguirlos. Cuando construyes personajes que empiezan a vivir su propia vida, ya no puedes mandar sobre ellos.
¿Por qué te interesaba hablar del derecho?
Mi novela anterior, La buena reputación, hablaba del sentimiento de pertenencia: cómo el haber nacido en un sitio genera unos sentimientos que pueden articularse políticamente –o no, pero que en todo caso te afectan de muchas maneras–. Aquí quería hablar de la Transición desde el punto de vista jurídico. Que el narrador sea un aprendiz de jurista no es casualidad. Quería que desde la perspectiva de un jurista se apreciase el esfuerzo monumental que se hizo para tomar una legislación anómala, como la del franquismo, y sustituirla por una legislación homologable a la de cualquier país europeo: de hecho, construir una legalidad democrática. Eso es algo que normalmente no tiene mucha presencia, pero es lo que marca nuestra vida. Es lo que decide cuál es el acuerdo de convivencia y regula nuestras relaciones con los demás. Por eso elegí a este personaje que es un aprendiz de jurista. Por eso hago pequeños homenajes como el que hay a Gregorio Peces-Barba: quería homenajear a los juristas de la Transición.
El narrador interpreta la historia de su familia también en esos términos de paso de un derecho natural a un derecho positivo.
Uno de los temas que aparecen siempre en mis novelas es la culpa y la redención. Aquí se ve desde un punto técnico: desde el punto de vista de alguien que se dota de herramientas para determinar cuáles son las culpas y responsabilidades en el desastre familiar. Haciendo una extrapolación, sería capaz de determinar las culpas y responsabilidades de la mala convivencia hasta entonces y en el diseño posterior. Sin ese elemento del personaje, creo que mi novela habría carecido de una pata importante para entender la peripecia de los personajes pero sobre todo para situarla en un entorno muy determinado y para situar un debate que no suele ser muy habitual en literatura. La literatura no suele hablar de leyes, no suele hablar de derecho o de justicia, y desde luego de iusnaturalismo, pero son cosas que están en la base de la construcción de la sociedad.
Cuentas esa transformación de todo el país y las reinvenciones de los personajes.
Es algo que ocurrió en la Transición. Nadie se sentía vinculado al yo anterior. Se sentían libres de elegir quiénes iban a ser a partir de ese momento. El pasado quedaba atrás y podías elegir cómo querías protagonizar el futuro. Los que vivimos esa época recordamos cómo se produjeron cambios súbitos y radicales. Gente, por ejemplo, que no tenía un pasado político y lo inventaba de la noche a la mañana. Supongo que son cosas que solo ocurren muy de vez en cuando, cuando se produce un choque histórico como el que se produjo entonces y libera a sus ciudadanos de su pasado. Un poco como De Gaulle, que negaba el pasado colaboracionista.
Como ha hecho Marine Le Pen, que ha dicho que Francia no es responsable de los crímenes del régimen de Vichy.
Cargar con el pasado es difícil. Nadie quiere llevar la culpa a cuestas. La historia de una sociedad es un intento de desembarazarse de la culpa histórica. Es algo que explica muchas cosas. El catalanismo solo se explica porque de repente la solución nacionalista permitió a muchos borrar su pasado franquista. Pasabas de una complicidad pasiva con el régimen de Franco a ser una víctima del régimen de Franco. Solo necesitabas querer a tu tierra, que es algo que todo el mundo ha hecho siempre. Tú reivindicabas de tu pasado el haber querido a tu tierra en la época de Franco. Y eso de forma retroactiva te convertía en un antifranquista. Es maravilloso. En Cataluña la debacle de UCD nutrió de votos al nacionalismo. Los antiguos franquistas catalanes pasaron a la UCD y luego a Convergència.
El humor es más claro aquí que en tus dos últimos libros.
Hay más situaciones de humor: no chistes pero sí situaciones más elaboradas cuyo desenlace es humorístico. Lo que siempre tengo es un tono medio donde el humor está presente, aparece en la manera de contar las historias: le ves las enaguas al obispo. Es desmitificador y está del lado del humor. En este libro hay cuatro o cinco chistes elaborados. Ya sé que el humor no puntúa en la clasificación de la alta literatura. Muchas veces el humor te resta y la solemnidad te suma. Pero para mí el humor es un arma para luchar contra la solemnidad, que es algo que detesto.
En este libro son los personajes los que parecen impulsar la novela, más que la trama.
Cada personaje tiene su historia, cambia, se convierte en una persona diferente de la que era al principio. Eso me permite saltar, sin necesariamente apurar los personajes: cuando ya no tengo mucho que contar de uno, puedo pasar a otro.
La propia historia del padre es cómica y trágica. Alguien que quiere ser famoso toda la vida, que inventa nombres para serlo, y que acaba siendo la caricatura de un famoso.
Es un imitador de un perdedor: ya no se puede ser más perdedor que eso. Pero los perdedores nos hacen gracia. Los sablistas, los pequeños timadores, los pícaros nos caen bien, nos parecen simpáticos. En la vida real los rehuimos, pero en la literatura los disculpamos. Sabía que el padre nunca caería mal al lector.
En muchos de tus libros hay un personajes que aspira a la sensatez. Está en una familia atípica, y sueña con la normalidad. Parecíamos una familia normal, dice el narrador en un momento. También es importante la idea de cómo te ven los demás, la sensación de estar en un barrio mejor de lo que te corresponde.
“Éramos pobres en una casa de ricos”, esas observaciones. Lo que me gusta de la idea de familia es la ensoñación de la armonía familiar que existe en las personas que no han tenido una familia armoniosa. Los que hemos crecido en familias normales, organizadas, de clase media, no echamos tanto de menos la familia como aquellos que no han tenido la suerte o el privilegio de vivir en una familia protectora. Conozco casos de hijos de heroinómanos, padres desastrosos: se han vuelto más rectos y se han convertido en padres de sus padres, han cambiado el papel. Esto es otro elemento cómico: el padre adolescente y el hijo adulto. Aunque no se subraye, es un elemento humorístico. Derecho natural es una novela de risa, lo que pasa es que las novelas de risa me acaban saliendo tristes. Está llena de humor y melancolía. El humor que se vuelve negro. En el momento en que se empieza a hacer daño a alguien, y aquí lo sufre un menor, el efecto cambia. En el momento en que ves que hay una víctima menor, dices: adultos, a ver si os aclaráis.
Hay otro personaje importante que es Irene. Su trayectoria se podría ver como representativa.
No quería que los personajes fuera representativos. Lo que me interesa es que los personajes son individuales, singulares y distintos. Además, me daba un poco de miedo esa historia de la chica de provincias que llega a Madrid y se hace una princesa de la movida. Es una historia conocida y tiende al estereotipo. Por eso Irene es un personaje al que voy rehuyendo. Pero sí quería contar una historia de amor con vocación de perpetuarse y con muchos tropiezos en el camino que hacen que el final no se parezca nada a lo que se podía haber previsto desde el principio.
También es interesante cómo van cambiando los personajes. La madre parece torpe y desamparada en lo del ámbito doméstico y luego se vuelve una mujer mucho más segura, autoritaria y fría en los negocios…
Me gustan mucho los detalles. Estoy siempre robando detalles. Se ve fea con las gafas y no se las pone, pero luego ve que unas le quedan bien. Me interesa ver cómo con ese detalle ves la evolución del personaje: una mujer con poco dinero o con poco gusto que luego aprende a utilizar esos pequeños detalles y aprovecharlos.
El realismo, se suele decir, es la tradición dominante en la literatura española. Y al mismo tiempo no para de recibir críticas.
Es curioso que la palabra realismo, que en su versión más desdeñada es costumbrismo, genera muy pocas simpatías o adhesiones. Pero si piensas cuáles son los libros más interesantes en los últimos años, resulta que son libros realistas. El realismo entendido en un sentido muy amplio, no estrictamente decimonónico: en el sentido que plantea que la novela como género también sirve para reflexionar sobre la realidad, no solo sobre sí misma. Esa novela sería el otro extremo, la que reflexiona sobre sí misma y sus límites y la capacidad expresiva, frente a la novela que reflexiona sobre la realidad. Y yo soy de los que aprovechan que la novela permite reflexionar sobre la realidad. Ahora, si miras cuántos novelistas están en esa línea, somos un montón, muy diferentes, y seguramente ninguno de ellos levantará la bandera del realismo. Pero dentro de un realismo concebido en sentido amplio nos encontraríamos el 80% de los escritores.
Has hablado del placer que te produce documentarte. ¿Te has documentado mucho en este libro?
En este caso ha sido sencillo. Un par de autobiografías de gente que hizo películas de serie B, cosas de Demis Roussos, el secuestro del avión en que viajaba, su escaso éxito en los ochenta, canciones de la época. En realidad lo que buscaba era más confirmar recuerdos. Es una novela hecha más sobre la memoria que sobre la documentación. Otras veces era investigar un pasado que no he vivido. Aquí lo he vivido e intentaba reflejar cómo lo viví. Esta es la novela donde he hecho un mayor esfuerzo de memoria, donde mi memoria personal está más presente. En otros casos he renunciado bastante a ella. Aquí he nutrido mi imaginación con elementos que surgen de mi memoria.
Es curioso ver cómo tratas episodios o momentos que ya estaban en otros libros tuyos. Por ejemplo el 23F, que salía en El tiempo de las mujeres.
Sí, hay una rima. Creo que es el momento más importante de la Transición, la prueba de esfuerzo que tuvo que sufrir. La endeble democracia española se puso a prueba ese día y vimos que era más fuerte de lo que pensábamos. A mí me marcó mucho y creo que a toda mi generación: no puedo evitar pensar que a mis personajes les marca de alguna manera. Cuando escribí El tiempo de las mujeres, el 23F no estaba en las novelas. Recuerdo una, de Mendicutti, Una mala noche la tiene cualquiera, una historia de un transexual la noche del 23F. Pero creo que no se había escrito sobre eso. Fíjate la bibliografía y cinematografía que ha generado más tarde. Treinta y tantos años después la literatura ha aceptado que fue un día clave, que estaba todo en juego y se fue para un lado como se podía haber ido por el otro. Pero durante veinte años no tuvo esa presencia. No se valoró como creo que se debía valorar.
La buena reputación transcurría en Málaga, Melilla y Zaragoza. Esta sucede sobre todo en Madrid y Barcelona.
Ahora vengo mucho a Madrid, me he familiarizado mucho con ella y era una manera de rendir homenaje a una ciudad que, sin ser la mía o donde vivo, forma parte de mis costumbres. Por otro lado, estaba la idea de comparar las dos ciudades, casi pensando en la idea de Dickens e Historia de dos ciudades, de permitirle que el personaje se fijara en sus pequeñas diferencias. Las ciudades son organismos vivos que desarrollan sus pequeñas manías. El personaje protagonista compara Barcelona y Madrid, que él no conocía: es algo que da mucho juego. Las novelas tienen que estar llenas, deben tener muchas cosas. Me parecía que esos elementos que están en la vida –por ejemplo, pensar en la ciudad, que es algo que hacemos– debían formar también parte de los personajes. Quiero que salgan los nombres de las calles, que se vea cómo han cambiado, pero también que un personaje vea las obras de una estación del metro y veamos que algo que pensábamos que estaba allí siempre es de los setenta. La novela nació en la ciudad, prácticamente a la vez que el concepto de la ciudad, y me parece que son dos entes que están relacionados. Como si la novela estuviera siempre representando, contando la ciudad, y no pudieran separarse una de la otra.
¿En qué se diferencia para ti utilizar un narrador en primera persona o en tercera?
El narrador es una primera persona clásica, otras veces utilizaba varias primeras, otras una tercera que era en realidad una primera porque sabías lo que pensaban los personajes. Lo que más me cuesta es el narrador objetivo, el que cuenta las cosas sin entrar en la psicología. La novela para mí tiene la virtud de que te permite entrar en las cabezas de la gente. Prefiero aprovechar esa ventaja a desaprovecharla. Todas mis novelas, hasta las que no lo son, tienen algo de primera persona.
¿Cómo has diseñado la estructura?
Era la historia inicial de cómo iban naciendo los hijos, cómo aparecen en la vida de Ángel. Y luego cómo ese mundo familiar se rompe y entonces Ángel ya no es testigo sino también el protagonista. Antes la familia era protagonista y él secundario, y eso se invierte. Tiendo a escribir novelas cerradas, que no dejan muchos cabos sueltos. En este caso hay una hermana que no he desarrollado demasiado, porque es la menos conflictiva, pero normalmente cierro las historias.
Hay algunos paralelismos. Por ejemplo, entre la historia de amor de Irene y Ángel y una relación de su padre.
Son vínculos secretos. Hay ríos subterráneos que unen las historias. Un hijo que no quiere parecerse a su padre tiene muchas cosas en común con él, pero lo ves porque esa corriente ha seguido fluyendo. Hay una historia de amor, la historia bonita de la novela, que se hurta, y solo se cita al final. Y entretanto se cuentan dos historias de amor bastante desastrosas.
Estás escribiendo un libro sobre un estafador, el austriaco Albert Elder von Filek.
Tenía mucha documentación que había ido solicitando y desde septiembre he tenido tiempo para redactar. Sigo trabajando en el archivo y he descubierto cosas. He encontrado información sobre su final, por ejemplo, en Alemania. He agotado los archivos españoles y austriacos y me falta la etapa alemana, que son los últimos seis años de su vida. Hago lo mismo que con mis novelas, pero con un personaje real: a través de personas no particularmente relevantes trato de contar una época. En este caso desde la Primera Guerra Mundial hasta la Segunda, pasando por la Guerra Civil española, las cárceles y la primera posguerra. Y todo gracias a un estafador que era deleznable pero también fascinante.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).