Al escritor sueco Henning Mankell (1948-2015) le preocupaba la deriva hacia la extrema derecha de su país y Europa. Así lo mostró en sus novelas. No solo en la saga criminal del inspector Kurt Wallander, que le hizo mundialmente famoso desde finales de los ochenta, sino también en los libros que publicó con tramas al margen. Desde Tea bag (2010), en la que narraba la historia de una joven africana y las miserias que tiene que sufrir para poder instalarse en la rica –y racista– Europa, a Daisy sisters (1982), donde abordaba la libertad de la mujer, su independencia, esa revolución que tampoco fue fácil y que empezó mucho antes de los años sesenta: en la Segunda Guerra Mundial, con todas esas jóvenes ansiando labrarse un futuro mejor tras las bombas. Mankell era un hombre comprometido, un humanista que siempre se mantuvo alerta ante cualquier recorte en el tan loado Estado de bienestar sueco. Hoy le darían la razón: las últimas elecciones suecas, en las que él ya no pudo estar, reflejaron un ascenso de la extrema derecha (Demócratas de Suecia), que alcanzó el 17,6% de los votos. Cuatro puntos más que en los anteriores comicios de 2014.
El politólogo Víctor Lapuente analizó recientemente estas elecciones concluyendo que los partidos tradicionales –tanto la socialdemocracia como los conservadores bajaron en votos– habían cerrado los ojos ante el advenimiento de los ultras. No prestaron atención a nuevas problemáticas como los cambios tecnológicos (y la automatización de los puestos de trabajo) y la llegada de inmigrantes, que preocupaban a muchos votantes, y que aprovecharon los nacionalistas. Y voilà.
Mankell ya lo había advertido. Y, además, desde hacía varias décadas. Ya en su primera novela, El hombre de la dinamita, escrita en 1972, y que se publica ahora por primera vez en español, tejió un argumento que desarrollaba la historia sueca, desde principios del siglo XX hasta la década de los setenta, a través de la lucha obrera y el desencanto que sufre su protagonista. Por una razón: los ricos siguen siendo los ricos, pero los pobres ahora son más. Y se van a sentir defraudados.
“Han ocurrido muchas cosas en veinticinco años. Han caído algunos muros, otros se han levantado. Ha caído un imperio, otros se han debilitado desde dentro y están formándose nuevos centros de poder. Pero los pobres y los desvalidos del mundo se han vuelto más pobres en estos veinticinco años. Y Suecia ha pasado de un intento decente de construir una sociedad a ser un saqueo social. Una división cada vez más clara entre las personas necesarias y las sobrantes. En las afueras de las grandes ciudades suecas existen hoy guetos, que no existían hace veinticinco años. Lo que dice el libro sigue siendo vigente hoy en gran medida”, escribió el escritor en 1997, cuando se reeditó la novela en sueco.
La novela gira en torno a Oskar Johansson, un joven al que le explotó una bomba durante los trabajos de excavación de un túnel en la compañía del ferrocarril en 1911. Quedó desfigurado, pero sobrevivió. Y poco a poco comenzó su implicación política. Siempre bajo un mantra: “El obrero es un ciudadano en la sociedad, pero son otras fuerzas las que operan cambios”, según explica el narrador. Oskar es un vivo ejemplo de la izquierda obrera del siglo XX. La de las dos guerras mundiales, las fábricas y las negociaciones de los convenios salariales. La que precisamente en Suecia vio la explosión del Estado del Bienestar con los gobiernos socialdemócratas.
A lo largo del libro, que comienza de forma más abstracta hasta hacerse más realista, el dinamitero sufre varios vaivenes políticos. Su afiliación a la socialdemocracia es clara y bastante notoria, sobre todo en los años treinta, cuando “la masa desempleada no para de crecer. Los nacionalsocialistas y comunistas se dan el relevo en las calles”. Oskar se implica ansiando la revolución trabajadora. Pero sufre contradicciones.
En un diálogo con su mujer sobre la pirámide de ricos y pobres:
-Bueno, pero ya no siguen haciendo lo que les viene en gana, ¿no?, dice ella.
-Pero siguen, ¿no?
-¿Qué quieres decir?
-Sí, que no ganan menos porque nosotros ganemos un poco más. Y tampoco mandan menos aunque nosotros tengamos cierta capacidad para decidir, si es que la tenemos.
En los años cincuenta, Oskar cambia de partido hacia la izquierda. El motivo es que le expropian su piso del centro de la ciudad para construir nuevos bloques. Le envían a la periferia (la gentrificación no es un fenómeno tan nuevo). No obstante, y eso es una capacidad de Mankell, no se convierte en un viejo cascarrabias. Oskar está decepcionado, pero es un vitalista y un soñador. Un hombre que provoca ternura. Conocemos su muerte casi desde el principio, por lo que no se destripa nada con esta información. Pero no queremos que muera. Es un superviviente que siguió pensando en un futuro mejor aunque todo se fuera yendo al traste.
Fallece en 1969, el año de la victoria del socialdémocrata Olof Palme. Un motivo de alegría para sus correligionarios, pero que le sirve a Mankell para señalar que ni todo está hecho ni acabado. Que hay problemas subyacentes, pese a estar en la Suecia rica y, más o menos, igualitaria. Que hay otras fuerzas que acechan desde otros rincones, y que el país no está a salvo, como no lo estuvo en los años treinta, cuando la depresión económica y el paro ayudó para que los nazis también mostraran sus poderes manipuladores para con los trabajadores. No se puede cerrar los ojos ante esta amenaza.
Mankell se lanzó al ruedo literario con esta novela que paradójicamente es un buen testamento póstumo. Todo lo que después escribió ya estaba aquí.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.