Bárbara Mingo Costales

Notas de un viaje atlántico

El periódico te cegaba, las galerías te cegaban. Yo nunca había estado allí, y lo que me llamó la atención, lo que me pareció más característico de la ciudad, era la surtidísima gama de grises de los edificios.
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Sin duda porque es lo más cercano, tengo ganas de empezar por el final las notas sobre este viaje. Empiezo por la vuelta, por la luz asombrosa bajo la que condujimos un buen rato, quizá cerca de media hora. Para entonces ya estábamos en Castilla, y al girar cualquier curva podía aparecer la ruina de un castillo sobre un otero, alineada con la espadaña de la iglesia del pueblo de abajo, como un confiado saludo medieval. He dicho que conducíamos bajo la luz, pero más preciso sería decir dentro. El sol al ir metiéndose había generado una especie de gran campana que protegía la autopista, los caseríos cercanos y lejanos, los árboles solitarios cuyo provisional tono lila parecía de repente más verdadero que el verde habitual. Así el coche, dentro de esa cúpula asegurada contra la tierra desde el cielo, daba la sensación de desplazarse patinando, y aunque yo estaba con las manos al volante lo que veía no era el cuentakilómetros y el salpicadero sino el coche oscuro y pequeñito, desde un punto de vista elevado, deslizándose en tal armonía con los demás coches que muy bien podía ir conduciéndolos yo también. 

Dadas estas distorsiones perceptivas, creo que ya podemos darnos la vuelta hacia el asiento de atrás y trasladarnos hasta el viaje de ida, en el que tan alegremente íbamos conversando hacia nuestro destino, cuando al mencionar a nosequién que se apellidaba Blanco alguien preguntó si era gallego. “Seguro. Los apellidos acabados en -anco suelen ser gallegos.” “¿Ah, sí? Nunca lo había oído.” “Sí, por ejemplo Blanco, o mira también Miñanco.” Curiosamente no se nos ocurrió Franco, y eso que íbamos a Ferrol, donde de todos modos, horas más tarde, no tardó en aparecérsenos en una historia que nos contaron sobre él (cosas que se saben en las ciudades). Los bisabuelos de una chica habían conocido a los abuelos de Franco, y nos contó que decían de su nieto: “con cinco años ya era malo”. Nos hizo gracia: los adultos riéndonos de un niño. Por la noche soñé cosas muy raras. Por ejemplo, que tenía que recortar una foto de una revista, pero como la foto era de una planta, me habían dado para recortarla unas tijeras de podar. Pero ahora intuyo que tan raro no debe de ser, pues ¿cómo haría el cerebro para distinguir una planta soñada de una planta de papel?

En todo caso, interrumpo la crónica del viaje porque me ha venido ahora a la mente el nombre de Luis Felipe Vivanco. ¡Oh, no! Leo que nació en San Lorenzo de El Escorial. Pero también que era hijo de un juez cuyo trabajo le obligaba a ir cambiando de destino. Apellido Vivanco origen. La teoría del final de los apellidos se desmorona: Vivanco, Juanco y Barranco tienen origen vizcaíno. Polanco es un pueblo pegado a Torrelavega. Para despistar o darle algún sentido a esta deriva, busco algún poema de Vivanco. No tengo ningún libro, solo lo encuentro en la Antología de la literatura fascista española de Julio Rodríguez-Puértolas, pero los fragmentos seleccionados son un rollo así que pondremos alguno de cualquier otro. Al pasar rápido las páginas he distinguido a Hitler, que me viene bien por una cosa que aparecerá luego, así que ni siquiera voy a copiar el fragmento. A Vivanco le he hecho un anagrama: ¡Eh, alucines, flipes vivo! (la h la he metido yo, pero es sorda).

Al día siguiente nos sentamos a leer el periódico en una terraza coruñesa. Se estaba fenomenal. Teníamos que llevar gafas de sol, porque hacía un día deslumbrante. El periódico te cegaba, las galerías te cegaban. Yo nunca había estado allí, y lo que me llamó la atención, lo que me pareció más característico de la ciudad, era la surtidísima gama de grises de los edificios. Gris del granito, pero también grises con tintes rosados, o verdes o azulados. Todo muestras de gamas de grises de cinco o seis plantas de altura. Así que si sale el sol todo resulta deslumbrante y te ciega con esa luz atlántica. Todo el mundo llevaba gafas de sol y nos decía la suerte que habíamos tenido de llegar con un día tan bueno, y nos dijeron también cuál era la casa de Amancio Ortega, y aquí es donde viene Hitler, porque lo que habíamos leído en la terraza al sol en el suplemento cultural del periódico, prácticamente debajo de la casa de Amancio Ortega, era la reseña de una novela recién publicada cuyo protagonista se llama precisamente Amancio Hitler. Que todas estas dobles fugas, estos carretes de hilo de los que se puede tirar por los dos extremos, pueden tomarse como imagen protectora del viaje, lo confirma la frase con que un camarero nos trajo los chicharrillos fritos que comimos, allí en ese angosto pero alegre callejón: “este es el playo suyo, este es el suyo plato”, una frase para mí asombrosa que me hace recordar a ese hombre como un verdadero Jano y que me parece una guía para la escritura, no sé aún cómo.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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