Mierle se puso a fregar al piso. Así, en cuclillas, el peso del cuerpo no se reparte parejo entre las piernas. Recae en las rodillas, en los tobillos. La primera mitad del piso ya estaba enjabonado y limpio, reluciente, por eso, no quiso pensar en los metros cuadrados de polvo que quedaban por barrer. Cúbicos, corrigió, porque el polvo coge vuelo y aterriza en las mesas, se pega en los cuadros, en un afán de polinizarlo todo. Quien sabe si lo que Mierle sintió por esa primera mitad limpia del piso era auténtica felicidad o mero alivio.
Todo se debe al insidioso polvo, se descubrió irritada, que los visitantes meten con las suelas de sus zapatos. Los visitantes, no las visitas, porque en esa ocasión Mierle no hacía el quehacer de la casa, sino el del museo. A un año de haber tenido su primer hijo, concluyó que el trabajo doméstico “takes all the fucking time!”. Antes del matrimonio y del niño, Mierle era artista. Ahora pasaba sus días entre trapitos húmedos y objetos por sacudir. La lista del super hacía las veces de su diario. Hasta que un buen día decidió dejar la casa como estaba, mugrosa, y se puso a redactar el Manifiesto del arte del mantenimiento.
En apenas cinco páginas, Mierle Laderman Ukeles expuso cómo la división que hay entre hombres y mujeres, entre la producción y el trabajo doméstico, afecta el mundo del arte. Y es esto lo que hace valioso su documento, porque para entonces el feminismo ya había pensado y denunciado la división de trabajo por género, y la falta de remuneración de un sinfín de actividades laboriosas como barrer, trapear, lavar, secar, sacudir, planchar, doblar, cocinar, volver a lavar, a secar, guardar…
El Manifiesto del arte del mantenimiento identifica dos sistemas en el mundo del arte. Por un lado, está el desarrollo. El avant-garde, escribió Ukeles, se complace en una creación que se pretende individual y pura; el circuito de historiadores y críticos de arte, museos, galerías y libros celebran “los avances en la pintura”, la originalidad del genio. Del otro lado –en la trastienda del arte, si se quiere–, está el mantenimiento, insignificante porque en su naturaleza no cabe la innovación. Mantener las piezas y las habitaciones donde se exhiben supone un proceso de repetición, no de progreso, una redundancia que disgusta a los creadores.
Fue entonces cuando Ukele acusó una contradicción justo en medio de la estética de los años sesenta y setenta. Por mucho que el avant-garde se entusiasme con el cambio y la revolución, lo cierto es que depende del trabajo que hacen las esposas de los artistas (algunas veces, ellas mismas ex artistas) dedicadas, no a crear, sino a conservar. Por lo tanto, concluyó Ukeles, el avant-garde, a pesar de su osadía, termina por mantener el statu quo: tanto la división de trabajo por género, como el desequilibrio que implica valorar la creación y subestimar las acciones que mantienen y conservan a la obra de arte.
Muchos debieron haber pensado que la observación estaba fuera de lugar: una cosa es el la pintura y otra, la economía. Un poco de contexto basta para sobreponerse a este género de escépticos. A finales de los sesenta y principios de los setenta, buena parte de los artistas del barrio de Soho se desentendieron de los objetos; dejaron de presentar pinturas y esculturas y, a cambio, expusieron procesos. Al encontrarse con una trenza de varios metros de largo, enrollada y hecha de tela, el artista piensa en el proceso, en el trabajo artístico, más que en esa extraña trenza expuesta a la mitad de uno de los salones de la galería.
De ahí que la sorpresa de Ukeles tuviera fundamentos: el arte conceptual, minimalista, performancero no reparaba en el trabajo de limpieza. Los minimalistas se complacían en los materiales de la industria (el acero, el vidrio) sin percatarse de las escobas y los sacudidores, los desengrasantes y los trapeadores, los trapitos húmedos y los desinfectantes, mucho menos hacían caso de los días que las mujeres pierden “manteniendo el polvo lejos de la obra de arte”. Si en aquel momento el arte se interesaba en el trabajo –en el proceso de pensar y hacer la obra–, era lógico (o, al menos, congruente) que también valorara el trabajo que supone conservarla limpia, pulcra.
Por esa razón, Ukeles irrumpió en las salas del Wadsworth Atheneum, en Connecticut, y fregó los pisos, barrió el recibidor, incluso enjabonó y talló las escaleras de acceso. Manifiesto en mano, se propuso hacer del trabajo doméstico una práctica artística, tan imperativa como “la creación” y la factura de los objetos.
Me imagino la incomodidad que sintieron los espectadores cuando, a la mitad de su recorrido, se toparon con Mierle en el piso del museo, de rodillas, encerando los pedestales de las esculturas. Quizá pensaron que ese trabajo de intendencia debía llevarse a cabo por las noches para que no interrumpiera su contemplación del arte. Siento una alegría triunfal cuando imagino que se enfadaron por tener que rodear la cubeta de metal (¡qué molesto!), rebosante de espuma, agua y mugre, para llegar al siguiente cuadro que sí vale la pena ver. Que se disgustaron, pues, encontrarse con Ukeles en el piso, tomándose unos minutos para sobreponerse a la fatiga. Tal vez alguien se quejó con la gerencia.
Cuando por fin terminó de limpiar las salas del museo, Ukeles se dedicó a recibir a los visitantes. Sonriente, como ama de casa, les hizo la plática, les ofreció comida; con la calidez de una buena anfitriona, se interesó en los contratiempos de sus vidas, celebró sus éxitos laborales, consoló a uno que otro hombre apocado por el mal trato del jefe y escuchó con paciencia la rabia que sentían por las humillaciones en la oficina, compartiendo su enojo en un acto de lealtad, sí, pero teniendo cuidado de alebrestarlos más, ofreciendo un par de consejos (sin superioridad, sin querer que pensaran que ella sabía algo de las complejas y tan importantes dinámicas laborales). De vez en cuando se disculpaba y salía corriendo para atender a los niños.
Un acierto indiscutible de Ukeles está en su manera de presentar el tema. Lo radical y disruptivo de su acción se habría perdido si hubiera pintado a una mujer, afanada es cierto, pero al óleo. De haberse esculpido a sí misma en el trabajo de barrer, los críticos y espectadores habrían advertido los materiales, la composición, la paleta de colores: es probable que el fetiche del objeto artístico hubiera ocultado no sólo el fastidio que supone el trabajo doméstico, sino su carácter efímero. Y es que no siempre pensamos en lo que supone llegar a una habitación limpia. De barrer, sacudir y trapear no salen creaciones; son actividades que cuando terminan parecen no dejar rastro. Tengo para mí que si Ukeles hubiera fijado estos proceso en forma de objeto, se habría perdido la denuncia de la invisibilidad del trabajo doméstico.[1]
Barrer, lavar, secar, sacudir, planchar, doblar, cocinar, volver a lavar, a secar, guardar… esa cadena de trabajo que no produce objetos de consumo y que se asume como un servicio gratuito de las mujeres también fue pensada por las artistas mexicanas. Solo que en nuestro país importa, y mucho, que las señoras con buenos ingresos, disponen de mujeres pobres y/o indígenas para librar esas molestias.
Así entiendo el trabajo de Guadalupe Sánchez Sosa, cineasta veracruzana especializada en animación. En los setenta, en sincronía con el movimiento feminista estadunidense, Sánchez y otras estudiantes del Centro de Estudios Universitarios Cinematográficos fundaron el Colectivo Cine Mujer, que operaba como grupo de conciencia (para discutir la violencia de género, los derechos reproductivos, el trabajo doméstico) y como movimiento que exponía temas feministas por medio del documental, la ficción, la animación y “un tratamiento diferente de la imagen”.[2] Considero que es imposible entender el arte feminista de estas décadas, tanto en Estados Unidos como en México, sin reparar en que las artistas prefirieron trabajar de manera colectiva. Los colectivos son la parte práctica y tangible de las ideas sobre la sororidad, del imperativo de exponer lo personal e individual como problema político y grupal, y del rechazo de las artistas a la atención que el circuito, el mercado, la historia y la crítica de arte le regala a los genios (en su mayoría, hombres).
Por esas fechas, el Colectivo Cine Mujer pensó y realizó una película sobre las mujeres pobres y el trabajo doméstico. Con la dirección de Ángeles Necoecha, la participación de María Novaro y la animación de Guadalupe Sánchez Sosa, Vida de Ángel se produjo en 1982.[3] 24 años más tarde, Sánchez todavía se percataba de la vigencia de este problema. Tomó la hoja de contactos de la película, que detallaban las acciones y los movimientos de una mujer que barre y los pegó en el piso y el techo de una caja pintada de negro de 90 x 70 x 30 centímetros.
La mujer que barre está rodeada de los negativos de ella misma mientras barre. Ya que la intención del Colectivo Cine Mujer era apoyarse en un tratamiento feminista de la imagen, había que valerse de las herramientas del cine para exponer la repetición del trabajo doméstico. Los negativos reiteran la repetición interminable del acto de barrer, limpiar, sacudir, lavar, secar… que Sánchez tituló: La historia sin fin.
Entre tanta repetición sorda del trabajo doméstico, vale la pena detenerse, resistir, como lo hará mañana el Paro Internacional de las Mujeres.
[1] Con el tiempo, Ukeles involucró a las personas que trabajaban en el departamento de intendencia de la ciudad de Nueva York. Su trabajo sobre el mantenimiento se amplió entonces más allá de las mujeres y la esfera doméstica.
[2] Vid. Mónica Mayer, Archiva Feminista, 2013.
[3] Para unna buena cronología y explicación de las metas del Colectivo Cine Mujer, Vid. Carla López de la Cerda, “Cine sobre mujeres hecho por mujeres. Colectivo Cine Mujer”, pp. 209-213.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.