¿No es respirador para viejos? Sobre la “ética del bote salvavidas” y la COVID-19

La pandemia del coronavirus ha abierto el debate sobre cómo distribuir recursos sanitarios en condiciones de escasez extrema.
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Shana Alexander, la periodista de la revista Life, decidió llamarlo “Comité de Dios”; una etiqueta sin duda feliz. Se trataba del órgano compuesto por vecinos de la zona y médicos que decidía quién recibiría hemodiálisis en el Artificial Kidney Center de Seattle

((“They Decide Who Lives, Who Dies”, noviembre de 1962.
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. Entre los criterios para la asignación se tenían en cuenta cosas tales como estar casado o tener hijos, las opciones de volver a contraer matrimonio o el “buen carácter”, medible mediante el compromiso activo con la parroquia, la dirección de un grupo de Boy-Scouts o el trabajo como voluntario en la Cruz Roja. Un Henry David Thoreau con fracaso renal no habría tenido opciones.

Esta forma de seleccionar pacientes en condiciones de escasez severa o extrema nos resulta odiosa por moralizante amén de atentatoria al principio de igualdad, una de cuyas formulaciones estándar insta a tratar a todos los individuos con igual consideración y respeto, sean solteros o casados, voluntarios de la Cruz Roja o surfistas ociosos. Dando por sentada la adecuación a dicho principio, también pensamos que es obligado aprovechar los recursos de la mejor manera posible.

Fue precisamente en la comparación del coste-efectividad de los tratamientos de hemodiálisis frente al trasplante de riñón en la que el célebre economista de la salud británico Alan Williams halló la fórmula para poder evaluar tratamientos y de ese modo priorizar entre pacientes. Se trata del baremo conocido como QALY (Quality Adjusted Life Years), es decir, Años de Vida Ajustados por Calidad (AVAC). La idea es simple: no podemos guiarnos solo por lo que en términos de supervivencia proporciona una terapia sino que también hemos de ponderar la calidad de vida alcanzada. Tomemos como 0 el peor estado de salud posible (equivalente a la muerte) y 1 la salud plena. Así que si consideramos que una persona parte de un estado de salud muy malo (pongamos 0.2), pero gracias al tratamiento vivirá casi estupendamente (0.9) durante diez años, sus AVAC serán 7 (0.7×10). Si además sabemos lo que cuesta el tratamiento podemos calcular fácilmente el coste por AVAC y comparar las alternativas terapéuticas. Con un método semejante Williams demostró que un programa de trasplante renal era mejor que la hemodiálisis en términos de coste-efectividad.

No escapará al lector el evidente sesgo que tiene un criterio como los AVAC: ceteris paribus, es decir, a igual mejoría y coste del tratamiento, se privilegia a quienes tienen más vida por delante y no sufren de discapacidades permanentes. ¿Hay alternativas mejores? Si, como célebremente apuntara Henry Sidgwick

((The Methods of Ethics (1874).
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, el bien de cualquiera no es de más importancia (desde el punto de vista “del universo”) que el bien de cualquier otro y, por lo tanto, todos los pacientes han de ser tratados como igualmente únicos y de valor inconmensurable, la única opción éticamente disponible es echarlo a suertes, un caso de justicia procesal pura en la terminología de John Rawls.

La pandemia de la COVID-19 ha vuelto a poner sobre el tapete esta incómoda pregunta acerca de cómo distribuir recursos sanitarios en condiciones de escasez extrema. Los gestores sanitarios ejercen un racionamiento prudente de recursos sanitarios de manera rutinaria: tanto en el nivel de la producción (¿cuántas camas hospitalarias debemos tener?, ¿cuántos especialistas de esta disciplina o aquella?) como en el de la asignación de lo producido (¿quién debe beneficiarse de este único órgano que es indivisible?, ¿quiénes deben recibir el tratamiento contra esta enfermedad si no puedo proporcionarlo a todos?), particularmente en el ámbito de la medicina intensiva

((Robert Truog, et. al. (2006): “Rationing in the intensive care unit”, Critical Care Medicine, 2006, Vol. 34, pp. 958-963.
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El escenario abierto por la infección de COVID-19 resulta, empero, mucho más inquietante y dramático de aquello a lo que cotidianamente ha de enfrentarse la administración sanitaria y los profesionales de la salud. Y es que, como ya se conoce bien a estas alturas, un porcentaje suficientemente elevado de quienes son infectados por el virus (en torno al 6%, de acuerdo con el estudio de la Misión conjunta China-OMS) cursan la enfermedad de manera crítica. Un número no desdeñable de ellos padecerán del síndrome de estrés respiratorio agudo (ARDS), mortal entre el 30 y 40% de los casos y que requiere de ventilación mecánica intensiva (VMI) solo dispensable en unidades de cuidados intensivos. La experiencia italiana muestra que entre el 10 y el 25% de los pacientes hospitalizados han precisado de ese tipo de soporte. Hagan las cuentas. Pero sobre todo reparen en que el racionamiento puede suponer en este caso no solo “no administrar” el soporte ventilatorio sino, eventualmente, “retirarlo”, una decisión que no puede considerarse contraria a la práctica clínica cuando esa limitación del esfuerzo terapéutico obedece a razones de futilidad al final de la vida o al ejercicio de la autonomía de la voluntad del paciente, pero que en este supuesto respondería a su “mejor uso” en otro enfermo con un resultado fatal para el primero. Así se hizo en las también muy dramáticas circunstancias que vivió el Memorial Hospital de Nueva Orleans durante el paso del huracán Katrina en 2006, tanto para la evacuación del hospital como para la redistribución de respiradores a los pacientes con mejores posibilidades de supervivencia

((Lo cuenta magistralmente Sheri Frink en Five Days at Memorial, Broadway Books, Nueva York, 2013.
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Tanto las Recomendaciones emitidas por la Sociedad Española de Medicina Intensiva Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC) como el documento hecho público por la Sociedad Italiana de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Terapia Intensiva (SIAARTI) para la priorización de pacientes afectados por la COVID-19 que precisen de VMI insisten en que en estas circunstancias debe evitarse el criterio “primero en llegar, primero en ingresar”. Y es que se trata de una expresión del azar que sacrifica a quienes están peor simplemente porque llegaron más tarde. Además opaca otras propiedades que bien pudieran ser consideradas relevantes. Es por ello por lo que las recomendaciones parten del principio de que deberá tomarse en consideración la prognosis y la probabilidad de recuperación, el criterio que gobierna todo triaje desde que, durante la batalla de Jena (1806), el cirujano francés Dominique-Jean Larrey distribuyera la atención médica prioritaria a los soldados peligrosamente heridos “sin tener en cuenta rango o distinción”, librando a su suerte a los gravemente mutilados “que no han sido operados y vestidos” pues rara vez sobrevivirán hasta el día siguiente.

Claro que en el documento de la SEMCIYUC también se añaden criterios como “la supervivencia libre de discapacidad en personas mayores” (recomendación número 17) o que el paciente sea mayor de ochenta años y tenga comorbilidades, o sufra de un “deterioro cognitivo por demencia u otras enfermedades degenerativas” (recomendación específica 4). En esos supuestos no recibirán VMI, o les podrá ser retirada por “fútil”. Como han señalado Truog, Mitchell y Daley, si la razón es más bien la de entenderse que hay un “mejor uso del respirador” para otro individuo, convendría que no se escamoteara esa justificación a quien será sacrificado para salvar a otro (y se informara en su caso a sus seres queridos)

((Robert D. Truog, Christine Mitchell y George Q. Daley, “The Toughest Triage: Allocating Ventilators in a Pandemic”, New England Journal of Medicine, 23 de marzo de 2020.
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. Apelar a la futilidad cuando en circunstancias distintas a las actualmente concurrentes no se retiraría el respirador, no solo es un acto gravemente contrario a la deontología profesional, sino que, desde un punto de vista puramente instrumental, pone en riesgo la necesaria confianza que hemos de tener en el sistema sanitario

((Ibid.
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Como antes he indicado, el uso de los AVAC es oblicuamente discriminatorio para las personas mayores pero no lo es decisivamente, como sí parece configurarse con ese carácter en la recomendación 3 de la Sociedad Italiana cuando se menciona expresamente el criterio de la edad como última ratio si el colapso en unidades de cuidados intensivos es absoluto. La edad avanzada determina menos años en uno de los factores contemplados por los AVAC y, normalmente, una menor ganancia en calidad de vida precisamente porque el transcurso del tiempo deteriora la salud. Pero bien pudiera ocurrir que una persona de 80 años a quien se le proveyera de VMI ganara más AVAC que una persona más joven.

No proporcionar VMI a ninguna persona mayor de 80 años sigue, por lo tanto, otra avenida justificatoria; esta no es otra que la de considerar que, frente al más joven, aquella ya ha vivido lo suficiente. Se trata del conocido como “fair innings argument”

((John Harris, The Value of Life, Routledge & Kegan Paul, 1985.
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. La idea es que todos deberíamos tener una igual oportunidad de disfrutar de un número de años de vida (un “inning” es un turno de bateo en el béisbol o en el cricket). En la alternativa de quien ya los ha disfrutado –y se ubica por lo tanto por encima de ese umbral– y la persona que no lo ha hecho, se debe elegir a esta segunda. ¿Es este un criterio razonable?

Fíjense en el adjetivo que acabo de utilizar. No es una cualificación a humo de pajas sino la constatación de que no podemos aspirar a más (aunque no a menos). Nuestro objetivo es poder dar cuenta a otros de tal priorización, poder justificarnos esgrimiendo argumentos y razones que pasan el filtro de lo que conocemos como “razón pública”

((John Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, 1993.
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y no, por ejemplo, lo que nos dicte una fe particular o nuestros prejuicios o sesgos.

En ese sentido, una primera objeción al criterio de la edad como decisor es que se trata de eso precisamente, de una forma odiosa de discriminar (como me parece a mí que ocurre con la recomendación específica número 4 antes referida y relativa a la preterición de las personas con discapacidad mental): el hecho de ser mayor constituiría un rasgo como la raza, la discapacidad o el género, una circunstancia independiente de la voluntad del individuo (nadie piensa que uno puede remediar ser viejo quitándose antes la vida). En realidad no es así: la discriminación por edad no es como el ominoso racismo o sexismo sino la justa compensación en favor de quien no tendría la oportunidad de llegar a cumplir esa expectativa vital.

Hay, sin embargo, otras objeciones más atendibles. En primer lugar, el criterio de las iguales oportunidades vitales presupone una forma de vida “estructurada” en la que se han cumplido ciertas etapas y se ha entrado ya en el ocaso. Es en todo caso contingente que esto haya sido así y que, en la comparación, no sea el viejo de más de 70 años quien merezca su “fair inning”. Así, una persona de 50 años ha podido vivir muy intensamente, cumplir muchos de sus propósitos juveniles y poder morirse habiendo cerrado los capítulos más importantes de su existencia, mientras que el de 80 pudiera ser en cambio el que justo ahora, por fin, empieza a disfrutar de una suerte de “edad dorada” después de una vida sujeta a infortunios diversos.

Por otro lado, tanto en el criterio de la edad-umbral-determinante como en el de los AVAC hay una ceguera absoluta hacia todos los aspectos relativos al mérito o la llamada “utilidad social”. Es cierto que esos terrenos son enormemente pantanosos, que nos devuelven a desasosegantes criterios del tipo “Comité de Dios” de Seattle: ¿deberíamos excluir o ponderar negativamente al asesino en serie y en cambio valorar los buenos servicios de la científica que pudo conciliar su brillante carrera con la crianza de los hijos?

Siendo ello cierto, en este contexto pandémico creo que sí debería atenderse a un factor inmediato, difícilmente objetable, como es el de la necesidad de contar con personal sanitario para, precisamente, luchar más eficazmente contra la propagación del virus y en pos de la curación de los enfermos (de hecho la recomendación 23 del documento de la SEMICYUC menciona el “valor social de los enfermos” como criterio a tener en cuenta). Así, la condición del médico mayor (que hubiera podido regresar a la actividad asistencial desde su situación de jubilado para contribuir a paliar la crisis) debiera ser ponderada. No digamos ya si además su enfermedad se debe precisamente a que contrajo el virus atendiendo a sus pacientes: en ese caso le estaríamos compensando con justicia

((Debo a Verónica Nevado esta llamada de atención. La razón última de un criterio semejante hace contingente el hecho de ser un médico que se encuentra ayudando en el combate contra la enfermedad: bien pudiera ser otro profesional el que fuera más útil. Imaginemos que el candidato a recibir la ventilación mecánica es el epidemiólogo que está a punto de lograr la vacuna.
))

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El criterio de la edad-umbral no puede por lo tanto ser siempre determinante por más que su aplicación pueda ser mecánica, y, en ese sentido, ahorre costes de gestión y transacción. Y es que, como en un artículo muy influyente –aunque escrito para la distribución de órganos– defendieron Persad, Wertheimer y Emanuel

((Govin Persad, Alan Wertheimer y Ezekiel Emanuel, “Principles for allocation of scarce medical interventions”, The Lancet, Vol. 373, 31 de enero de 2009, pp. 423-431, p. 427.
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, en un escenario de complejidad moral como el de la distribución de VMI en el que hay buenas razones subyacentes para tener en cuenta criterios diversos, debemos manejar una combinación de principios más que un solo factor determinante, a no ser que se trate de la voluntad expresa e informada (anticipada o actual) del propio paciente de no ser intubado o sometido a tratamientos agresivos. No siendo el caso, la prognosis en función de una métrica como los AVAC combinada con una forma más refinada o matizada de considerar el haber vivido una vida plena en el sentido que antes he expuesto y la utilidad para ejercer la medicina, deberían ser, en este contexto concreto de la pandemia de la COVID-19, los elementos a tener en cuenta de manera principal. Y si hubiera empate, cosa harto difícil, no quedará más que el azar.

Las recomendaciones de la SEMICYUC contienen una suerte de cláusula de cierre de acuerdo con la cual, “El criterio médico en cada paciente está por encima de estas recomendaciones generales, siempre que sea razonado, argumentado y se consensúe en la sesión clínica diaria o por el Comité de Ética asistencial”. Es indudable la necesidad, como han destacado Truog, Mitchell y Daley, de contar con comités distanciados del “pie de la cama” que analicen las circunstancias de cada enfermo con la imparcialidad que no permite la relación clínica médico-paciente, pero resulta sorprendente –por autorrefutatorio– que la última recomendación sea poder apartarse de las recomendaciones dadas. Es desaconsejable, además, que sea finalmente cada hospital, o cada servicio, el que fije sus propios estándares de triaje en una situación en la que, más que nunca, todo –todos los recursos sanitarios del sistema, físicos y humanos– debiera ser de todos y los pacientes, para superar los cuellos de botella, pueden ser trasladados de unos centros a otros.

El colapso tan repentino y profundo del sistema sanitario y la necesidad de aislar a los enfermos –como también se advierte en las recomendaciones de la SEMICYUC– dificultan la deliberación que decisiones tan cruciales como la de la no admisión futura a una UCI o la retirada de la ventilación mecánica exige. Es por ello por lo que de manera anticipada, y en aquellos ámbitos donde sea factible (bien en la urgencia, bien en la residencia de mayores), todos los enfermos, pero especialmente los de mayor edad, y sus familias deberían ser informados de manera transparente de los criterios y razones por las que eventualmente pudieran verse preteridos del acceso a un recurso sanitario. Y deben, además, y en la mayor medida posible, recibir el tratamiento paliativo al final de la vida que permita morir con dignidad y minimizando el dolor y la angustia. Es lo que en una sociedad decente nos merecemos todos: ser tratados como mayores de edad.

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Pablo de Lora es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de "Lo sexual es político (y jurídico)" (Alianza, 2019).


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