Palabras de odio

Las palabras matan, por lo tanto, no solo no se debe atentar contra la vida de los demás, sino tampoco derramar sobre él el veneno de la ira y golpearlo, tal como hoy sucede.
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Hasta el 26 de junio de 2015, 36 estados de Estados Unidos habían avanzado en eliminar los obstáculos legales a las uniones igualitarias. Sin embargo, ese día la Corte Suprema tomaría una decisión que en los hechos significaría el mayor avance en décadas de los derechos de los homosexuales al establecer que ningún estado del podía prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo, obligando a la sociedad a reconocer estas las uniones.

El juez Anthony Kennedy fue el encargado de redactar el proyecto de sentencia que pasaría a la historia y cuyo último párrafo fue definido por la revista Time como “las 141 palabras que cambiaron la historia”, por su capacidad de expresar, desde el lenguaje legal, la dimensión del amor entre dos personas:

“Ninguna unión es más profunda que el matrimonio, que encarna los más altos ideales de amor, la fidelidad, dedicación, sacrificio, y la familia. En la formación de una unión matrimonial, dos personas se convierten en algo más grande que eran por separado. Como algunos de los peticionarios en esta causa han demostrado, el matrimonio representa un amor que puede incluso perdurar más allá de la muerte. Sería malinterpretar a estos hombres y mujeres decir que le faltan el respeto al ideal del matrimonio. Su demanda se produce porque la respetan, la respetan tan profundamente que tratan de poder llevarla a cabo ellos mismos. Su esperanza es no estar condenados a vivir en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igual dignidad a los ojos de la ley. La Constitución les otorga ese derecho”.

Casi de manera paralela, en México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) dio un paso trascendente en lucha por los derechos civiles al declarar inconstitucionales los códigos civiles de aquellas entidades federativas en las cuales el matrimonio es entendido como la unión entre un hombre y una mujer. Quizá sin los alcances de la sentencia dictada en Estados Unidos, los ministros mexicanos argumentaron que “pretender vincular los requisitos del matrimonio a las preferencias sexuales de quienes pueden acceder a la institución matrimonial con la procreación es discriminatorio”.

El argumento profundiza cuando plantea que negar a las parejas homosexuales los beneficios tangibles e intangibles que son accesibles a las personas heterosexuales a través del matrimonio implica tratarlos como si fueran “ciudadanos de segunda clase” y es que para la Corte negar o restringir un derecho con base en la orientación sexual de un individuo no es sino resultado del “legado de severos prejuicios que han existido tradicionalmente en su contra y por la discriminación histórica”

La reciente iniciativa de reforma promovida por el Ejecutivo que plantea el reconocimiento explícito en la Constitución del matrimonio entre personas del mismo sexo y el derecho a adoptar a menores, fue atacada por la Conferencia del Episcopado Mexicano, que desde su semanario Desde la Fe consideró que la propuesta es destructora de la familia y busca privilegiar “caprichos homosexualistas por conseguir un hijo, como si se tratara de trofeo de ideologías de género”, mientras hace la distinción peyorativa entre “parejas disfuncionales en su sexualidad” y “padres normales”.

Paradójicamente, personajes como José Luis Soberanes, ex Presidente de la CNDH, apoyan la visión de la jerarquía católica, lejos de visiones que consideran que el derecho no es un conjunto de normas y principios estáticos, sino un promotor de cambios sociales que debe interpelar a un modelo cultural ya rígido e insuficiente en la garantía de los derechos humanos sin discriminación.

De ahí que los ministros de la SCJN concluyeran que si bien los derechos de los menores se encuentran en posición prevalente frente al interés de los adoptantes, también lo es que ello no se traduce en que la orientación sexual de una persona o de una pareja lo degrade a considerarlo, por ese solo hecho, como nocivo para el desarrollo de un menor y, por ello, no permitirle adoptar

El ataque del pasado 12 de junio al club gay Pulse, en Orlando, donde 49 personas fueron asesinadas y otras 53 resultaron heridas ha sido definido por el presidente Barack Obama —más allá de nueva información— como acto de odio. La tragedia obliga a revisar la relación entre la palabra y la violencia; el discurso es constructor de paz. La Iglesia y algunas voces aliadas, sin embargo, han ensuciado el debate con expresiones que emponzoñan y llaman al repudio y la exclusión.

Para estas voces, la unión libre de dos personas para realizar la comunidad de vida, bajo principios tales como el respeto, la igualdad y la ayuda mutua es una “unión precaria”, pero sólo si se trata de dos hombres o dos mujeres. Les es imposible comprender que las relaciones heterosexuales y las homosexuales, por igual, pueden resultar estables y permanentes. Sus palabras no son inocentes y solo sirven para continuar alimentando la repulsa por lo diferente.

El papa Francisco ha advertido que las palabras matan, por lo tanto, no solo no se debe atentar contra la vida de los demás, sino tampoco derramar sobre él el veneno de la ira y golpearlo, tal como hoy sucede. ~

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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