Desde que el presidente Andrés Manuel López Obrador, en la conferencia mañanera del 18 de marzo de este año, llamó a “que el Estado ya no proteja a escritores, que no haya intelectuales orgánicos”, la conocida expresión de Antonio Gramsci se ha afincado en los medios de comunicación y las redes sociales. Es importante observar ese y otros desplazamientos del lenguaje político de la Cuarta Transformación porque dicen mucho del cambio ideológico que vive la izquierda mexicana en el siglo XXI.
La fórmula “intelectual orgánico” se ha vuelto peyorativa en el habla de la izquierda hegemónica mexicana. La razón es simple: intelectual orgánico funciona, en ese uso de la nueva lengua política, como sinónimo de intelectual oficial del antiguo régimen. No del intelectual oficial del largo periodo del partido casi único y el presidencialismo desbordado sino del así llamado “periodo neoliberal”, esto es, de 1982 o 1988 –el sexenio de Miguel de la Madrid está y no está en esa periodización– a 2018.
En su ensayo La formación de los intelectuales (1921), el marxista italiano proponía entender a los intelectuales como un grupo social más amplio que el sector específicamente cultural. Según Gramsci eran intelectuales todos los que intervenían en el diseño y organización de las políticas públicas del Estado. Los expertos y los funcionarios también eran intelectuales porque, a su juicio, participaban en la legitimación del grupo dominante ante la sociedad civil.
Aunque Gramsci no atribuía, como piensan muchos, el término intelectual orgánico únicamente a aquel que hace causa común con la clase obrera –también hablaba de intelectuales orgánicos burgueses– su idea del “intelectual tradicional” sí estaba específicamente ligada al orden moderno o capitalista. La modernidad, sobre todo en el siglo XIX, había producido una autonomía de la esfera cultural, a través de la cual los letrados cimentaban simbólicamente el viejo régimen.
Según Gramsci, el intelectual tradicional se caracterizaba por reclamar constantemente su autonomía y su singularidad. Un gesto que es perfectamente reconocible en la tradición del intelectual público mexicano de la era del partido-Estado, antes y después del 68: Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Gabriel Zaid, Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín… Lo característico de ese tipo de intelectual era que desde una mayor o menor dependencia del poder, cumplía un rol, no de legitimación, sino de crítica al autoritarismo del sistema político mexicano.
Se atribuye a Carlos Monsiváis la tesis de que aquel México era el único país cuyo gobierno pagaba a sus intelectuales para que lo criticaran. Hoy, por lo visto, esa práctica es mal vista, pero entonces, especialmente cuando en la América Latina de la Guerra Fría predominaban dictaduras anticomunistas y regímenes militares, fue esa la razón por la que este país se convirtió en refugio de tantos intelectuales socialistas exiliados.
El papel activo del Estado en la política cultural y educativa, en el desarrollo de las ciencias sociales y en la dilatación de la esfera pública por medio de revistas y periódicos es una herencia positiva de la Revolución mexicana que, por fortuna, sobrevivió al desarrollo estabilizador y a las políticas económicas de signo contrario, que se implementaron a partir de los 80. No solo por aquel giro de la política económica, también por el proceso mismo de la transición democrática de 1996 para acá, la relación del intelectual con el poder cambió.
Algo intrigante en el uso del concepto de “intelectual orgánico” por la 4T es que invierte los términos. Dado que el nuevo gobierno se asume como un proyecto de izquierda, sería más lógico que identificara a sus críticos como “intelectuales tradicionales” y llamara a sus partidarios en el sector cultural, académico y mediático “intelectuales orgánicos”. Estos últimos serían, en resumidas cuentas, los que dicen formar parte orgánica, no autónoma, del pueblo cuyos intereses aspira a representar el nuevo gobierno.
Esa ambivalencia del nuevo lenguaje del poder está relacionada con otra que ya señalamos aquí: el hecho de que la ideología de la 4T se define como liberal, no como nacionalista revolucionaria o socialista. Si el nuevo régimen es liberal y el viejo era conservador o neoliberal, entonces no es tan extraño que a los intelectuales del antiguo régimen se les llame orgánicos. Pero al no llamar orgánicos a sus propios intelectuales de la 4T, el presidente parece remitirlos al viejo rango tradicional descrito por Gramsci.
En aquella mañanera del 18 de marzo, López Obrador dejó claro que, a su juicio, lo que define lo orgánico de la intelectualidad es su dependencia financiera del Estado. A tono con el ideal de la austeridad republicana, el presidente propuso que los intelectuales “conservadores” sean financiados por el “conservadurismo” y los “liberales” por el “liberalismo”, que ahora está en el poder. De esa declaración se infiere que la dependencia del Estado de la intelectualidad de la 4T será mayor que la del periodo neoliberal.
Una subordinación que, esta vez, podría prescindir no solo del protocolo de la autonomía sino de la crítica pública, que el propio Gramsci creía necesaria para los intelectuales orgánicos socialistas. Esa inhibición de la crítica actuaría también contra el llamado del presidente y sus partidarios a abandonar la neutralidad y el academicismo en la esfera pública y el campo intelectual. El nuevo intelectual orgánico sería, por tanto, un militante o algo muy parecido a lo que era el viejo ideólogo priista del periodo autoritario.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.