Bitácora para desafectos

La crisis política española es singular en muchos sentidos, pero también refleja dolencias que sufren muchas democracias occidentales. Dos libros abordan esas particularidades y tendencias generales.
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No cabe duda de que la profundidad de la crisis padecida por la sociedad española, que empezó como trastorno financiero y ha ido metamorfoseándose en crisis social y política, estaba llamada a generar una oleada de títulos dedicados a reflexionar sobre sus causas, consecuencias y posibles remedios: no otra cosa se espera de una sociedad liberal cuya correcta autocomprensión es decisiva para su rendimiento. Y es que, aunque no está nada claro que los individuos ganen algo conociéndose a sí mismos, las sociedades deben hacer un esfuerzo por lograrlo, por cuanto aquellas que no sean capaces de hacer el diagnóstico correcto sobre sus males tendrán más dificultades para reorganizarse eficaz y justamente.

El blog Politikon nació en 2010 con el propósito declarado de estudiar rigurosamente la sociedad desde un punto de vista que combine la academia, los medios y los ciudadanos, sin filiación partidista de ninguna clase; sus miembros son jóvenes profesores de ciencias sociales y profesionales desperdigados por medio mundo. Y el libro que ahora presentan, La urna rota, pretende ser un ensayo para la clase media, una herramienta de comprensión de los problemas estructurales de la sociedad española a partir de sus manifestaciones coyunturales: el boom inmobiliario, cuyo bust da origen a la crisis, pero no es suficiente para explicarla. Muy lejos de ser una compilación de lugares comunes, el libro traduce a un lenguaje inteligible el punto de vista de la ciencia política. No puede decirse que su contenido represente una novedad radical, pero su tratamiento –una sistematización que huye de los prejuicios ideológicos y las adhesiones partidistas– sí lo es hasta cierto punto. Su contribución potencial al debate público es notable, pues una parte importante de la desafección ciudadana obedece a la incapacidad para comprender lo que sucede. ¿Todo lo que se comprende es perdonado? No necesariamente; pero el ciudadano informado se indignará menos y razonará más: justo lo que una democracia madura necesita.

Qué sea una democracia madura es, en sí misma, una cuestión de gran alcance. Muchos ciudadanos están convencidos de que la esencia de los regímenes democráticos consiste en que vote la gente sin mayores especificaciones. Politikon deja claro que es algo más complicado, por una sencilla razón: tanto el pueblo como el interés general son ficciones útiles detrás de las cuales hay una multiplicidad de intereses en conflicto, que han de articularse mediante distintos mecanismos de transacción. Hacer política no supone elegir un bien frente a un mal, sino conceder un peso relativo a unos intereses frente a otros, eligiendo una salida de entre las varias posibles. Piense el lector en la edad de jubilación o la energía.

A decir verdad, la democracia y la política son algo más que eso. Incluyen valores, concepciones del bien, procesos de interacción y comunicación social, acciones informales, cultura política. Pero los autores, al operar dentro del paradigma institucionalista, conceden un menor peso a estos factores. A su juicio, la salida a la crisis hay que buscarla en la modificación de los incentivos que mueven a los actores. Si no otorgo deducciones fiscales a la propiedad sobre el alquiler, sino al revés, promoveré este antes que aquella; y así sucesivamente. O sea, que los españoles no son el problema, sino las normas que condicionan la conducta de los españoles. Es, en líneas generales, un enfoque plausible, sobre cuyas limitaciones volveremos más adelante.

La estructura del libro es diáfana: primero las causas, luego las soluciones. Para Politikon, la burbuja inmobiliaria ha reforzado “las dinámicas perversas de nuestras instituciones”, aunque quizá sería más preciso decir que son estas las que producen la burbuja en primer término. Su historia institucional abunda en factores ya conocidos, aunque a menudo olvidados, como el control público –vía cajas de ahorros y política urbanística– de la mayor parte del crédito. Se subraya aquí con acierto la ceguera voluntaria de la sociedad española ante el monstruo que estaba creando. Se hicieron oídos sordos a las advertencias, cegados los votantes por la ilusión cortoplacista y por un tipo de corrupción que parece, mientras dura la bonanza, beneficiar a todos. Sostienen los autores que las burbujas financieras rompen los mecanismos de señalización que reciben los ciudadanos sobre la capacidad de las élites para gobernar, aunque acaso pueda decirse lo mismo de todo periodo sostenido de crecimiento económico: el éxito convierte en aguafiestas a sus críticos. Es saludable recordarlo ahora que tantos ciudadanos disuelven su responsabilidad pretérita en un ejercicio contemporáneo de acusación a los significant others: políticos, banqueros, ricos.

Pero tan mejorables como los ciudadanos son nuestros políticos, y a identificar las razones por las que así sea se dedican los autores con ojo clínico. Ya que la clase política realmente existente surge de la interacción entre votantes e instituciones de selección, los líderes son tan importantes como las reglas formales e informales para elegirlos. Se estudia así la organización de los partidos políticos, tan estables como cerrados en España, llenos de “funcionarios de partido” que, además, provienen a menudo de la carrera funcionarial, generando un sesgo reglamentista y conservador (respecto del poder público) en nuestros representantes. De manera crucial, la administración pública se encuentra sometida a la influencia política de forma superlativa, por no existir, como en otros países, una separación estricta entre ambos que asegure una mayor independencia de los técnicos y redunde tanto en una menor corrupción como en un mayor control de la acción política. Por otro lado, las oposiciones no son un buen método de selección y tenemos una cantidad desproporcionada de cargos de libre designación. He aquí, pues, un factor crucial de nuestro desarreglo institucional: la carcoma política de nuestras tuberías administrativas.

También encontrará el lector una inteligente disección de nuestro sistema electoral, una ajustada descripción de nuestro pobre tejido asociativo (tendente a rehuir el profesionalismo en nombre de discursos ideológicos grandilocuentes), una justa caracterización de nuestro panorama de medios como constitutivo de un “pluralismo polarizado” donde cada uno tiene una trinchera donde esconderse, y una advertencia sobre el creciente sesgo de las políticas públicas hacia los votantes más abundantes y organizados: los mayores. Quienes, huelga decirlo, no precisamente son los más entusiastas promotores de la innovación y las reformas.

¿Qué hay de estas, por cierto? Politikon pasa revista a las alternativas existentes para la selección de líderes, el sistema electoral, el control de la corrupción y el control de cuentas, la mejora de las políticas públicas, y el justo equilibrio entre la decisión democrática y el saber experto. Su repaso es informado y lleno de realismo, conscientes como son los autores de que la ilusión reformista puede ser una trampa: no hay soluciones sin problemas. Por ejemplo, las primarias hacen perder fuerza al partido como contrapeso de poder, la circunscripción única no tiene por qué representar la comunión de votantes y representantes (a fecha de 2013, solo el 22% de los británicos sabía el nombre del diputado de su distrito), la transparencia exige un monstruoso ejercicio de análisis de datos que un ciudadano no puede acometer, el sistema de financiación de los partidos puede mejorarse, pero ninguna democracia lo ha solucionado; etcétera. Es importante que el ciudadano lo comprenda, para no caer en el fetichismo reformista.

Sin embargo, hay mejoras posibles: el desbloqueo de las listas, la reducción de los cargos de confianza, el aislamiento político de la carrera funcionarial, el desarrollo de políticas públicas basadas en el ensayo y el error. Quiere decirse que la solución no es ninguna democracia real distinta a la representativa, sino una mejora de esta y un llamamiento a hacer política entendiendo cabalmente su sentido. Nuestros movimientos sociales –yo añadiría que los españoles en general– han de profesionalizarse. Pese a su utilidad repolitizadora, el movimiento 15m y sus derivados adolecen así de cierta estéril ingenuidad: “Pedirle a la política que responda a cada uno de nuestros deseos es poco realista.”

Ahora bien, si el reformismo no es suficiente, ¿acaso no habría que prestar también atención a la cultura? Los autores advierten que el gran enemigo de su libro son las explicaciones culturalistas: “La materia prima de los hombres es la misma en todos los países. A nuestro modo de ver, lo que cambian son las instituciones y los incentivos positivos o perversos que estas generan.” Me pregunto si no perdemos así de vista que eso que llamamos cultura o mentalidad condiciona, o al menos influye, la recepción de esas normas, que pueden desatenderse o negociarse en un contexto cultural tendente a ello. En el libro mismo se habla en cierto momento del “atávico miedo a la división que existe en España”, señalándose así un rasgo cultural. ¿No es la debilidad del rule of law en las sociedades meridionales un obstáculo a la acción de las instituciones? ¿No influyeron ciertos códigos culturales en la producción de la burbuja inmobiliaria? ¿No están las propias instituciones mediadas culturalmente? España, por ejemplo, tiene un Tribunal de Cuentas; pero su corrupción interna no puede explicarse del todo sin referirnos al familismo amoral que caracteriza nuestra tradición social.

Va de suyo que no hay diferencias genéticas entre ciudadanos de distintos países. Pero la atmósfera social en que se desenvuelven unos y otros es distinta y tiene, a mi modo de ver, más peso que el que los autores conceden. Sucede que factores como la cultura política o la mentalidad son más difíciles de medir y, por ello, más difíciles de integrar en un análisis institucionalista; lo mismo sucede con los aspectos más normativos del sistema social. Dicho esto, la ventaja del institucionalismo es que constituye la mejor plataforma analítica para una reforma intencionada, ya que, como los autores indican, esta solo puede provenir de un cambio en las reglas del juego sociopolítico. No obstante, institucionalismo y culturalismo no tienen por qué excluirse mutuamente, sino que pueden –deben– complementarse.

Nada de esto empaña las numerosas virtudes de un libro que debiera servir para reparar esa urna rota que su título emplea como símbolo de la crisis política española. Solo falta que los ciudadanos comprendan que sus deberes cívicos no se agotan en la emisión del voto. También incluyen la lectura de libros como este. ~

 

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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