El manoseo de la felicidad

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En octubre del año pasado, el Tec de Monterrey organizó un Foro Internacional de Ciencias de la Felicidad, profusamente anunciado en internet y radio. Al menos para mí, la propaganda tuvo un carácter informativo, pues ignoraba que la humanidad hubiera descubierto esa panacea. Como la ciencia busca verdades objetivas, los spots daban a entender que los gurús invitados al foro habían desarrollado ya un instrumento cognitivo para alcanzar el máximo anhelo del género humano. Mientras el Tec de Monterrey se ufanaba de haber resuelto un misterio que la filosofía solo se atreve a formular como pregunta, o cuando mucho, como ideal de vida, en Venezuela Nicolás Maduro anunciaba la creación de un viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo Venezolano. Aleluya, pensé, la ciencia ya encontró la fórmula de la felicidad, y ahora la izquierda se apresura a socializarla. Quién lo dijera: la derecha regiomontana y la revolución bolivariana unidas en el noble empeño de tomar el cielo por asalto.

Los escépticos pensarán, sin duda, que los únicos beneficiarios de esta cruzada serán sus promotores y que ambos quieren lucrar con la estupidez desde trincheras opuestas. Pero supongamos que una metodología o un decreto suprimieran el dolor, la angustia, la flaqueza del carácter, la desigualdad social, el miedo a morir, y en el futuro el mundo estuviera lleno de gente plácida, bobalicona, sonriente, satisfecha. Supongamos que gracias a los progresos en la ciencia y la distribución del ingreso, la vida fuera algo parecido a un comercial de Coca Cola. Muchos preferiríamos la muerte a vivir en ese mundo de cretinos.

Manoseada por charlatanes de la peor ralea, la felicidad ha corrido la misma suerte que el paraíso: sus representaciones son tan insulsas y la palabra que la designa es tan cursi, que mucha gente lúcida le tiene fobia. “La felicidad es para los imbéciles”, declaró Álvaro Mutis en una charla con Guillermo Sheridan. De aquí no se infiere necesariamente que la inteligencia esté condenada a la desdicha, como lo insinuó Sor Juana en su famoso romance “Finjamos que soy feliz”, pues negar la posibilidad de alcanzar el bien absoluto no significa elegir su contrario. Pero me temo que el descrédito de la felicidad, entendida como una especie de ataraxia o de bienestar impasible, ha contribuido a popularizar el nihilismo autodestructivo y la búsqueda de paraísos artificiales. El ampuloso nombre del ministerio creado por Nicolás Maduro sugiere que también existe una felicidad ínfima. Y, en efecto, la hay: es la felicidad que su gobierno y el Tec de Monterrey quieren empaquetar como un producto milagro. Muchos jóvenes no saben lo que quieren, pero tienen un olfato infalible para detectar la mentira. Quizá la drogadicción sea un acto de protesta contra el crimen cultural de haber convertido la felicidad en una caricatura grotesca.

Lo que Unamuno llamaba “el sentimiento trágico de la vida”, una valiosa y enriquecedora conciencia de nuestra precariedad, no debería confundirse con el culto a la infelicidad, una tradición mexicana que nos inocula desde la infancia la canción ranchera. A todos nos esperan la decrepitud y la muerte, pero la búsqueda de la felicidad ayuda, por lo menos, a oponerles resistencia. Desear la felicidad es quizás una cursilería, pero sin ese autoengaño defensivo nadie puede oponerse con éxito a la amargura. Y ese anhelo no amortigua las emociones: las intensifica, porque en los fugaces periodos de felicidad profunda el temor a perderla nos produce una angustia que puede dar al traste con ella. Quisiéramos asegurarla contra robo, como los millonarios que protegen sus mansiones con bardas electrificadas y un ejército de guaruras. Pero, por su propia naturaleza, la felicidad es inaprensible. De hecho, cuando alguien cree haberla encontrado, seguramente ya comenzó a perderla.

“A todo se acostumbra uno, menos a ser feliz”, ha escrito la joven poeta, compositora y ajedrecista Merlina Acevedo. Su aforismo tiene por lo menos dos interpretaciones que no se contradicen: la felicidad es difícil de soportar y, además, pierde gran parte de su encanto al ser convertida en costumbre. Por lo tanto, la felicidad conspira contra sí misma. Pero si es el bien supremo, ¿por qué no la aguantamos? Tal vez porque nos pesa demasiado la responsabilidad de cuidarla. Una persona feliz puede sentir nostalgia por la época en que no gozaba demasiado la vida, pero la sobrellevaba sin miedos y sobresaltos. Eso explica, tal vez, los actos de sabotaje inconsciente que nos llevan a destruirla, por ejemplo, cuando alguien que cree haber alcanzado la plenitud amorosa comete una infidelidad absurda que lo expulsa del paraíso. Atribuir esos devaneos a una vil calentura es una salida fácil para negarnos a admitir cuánto nos pesaba cargar una bendición tan grande. Sin embargo, quien renuncia a la gloria, por negligencia o derrotismo, de inmediato idealiza el edén perdido y lo codicia con más ahínco. Problematizada de esta manera, la felicidad quizá perdería la cubierta de merengue que la vuelve tan empalagosa. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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