La revolución de San Simón

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LA HECHURA DEL TABERNACULO
     Para el entierro solemne de Bolívar se derrumbó el altar mayor de la antigua Iglesia de la Santísima Trinidad, ubicada en el centro de Caracas. Después de retirar el crucifijo y el sagrario, se erigió un mausoleo en el que reposan las cenizas del grande hombre y frente al cual desfilamos los venezolanos en actitud reverente. El resto de los altares y de los espacios del ceremonial religioso fue ocupado por los túmulos de numerosos protagonistas de las guerras, las letras y la política. Es evidente cómo la operación coloca a un personaje histórico en el lugar de la Divina Majestad, mientras se lo rodea de un elenco de individuos que toman el espacio de los apóstoles y de los santos más socorridos. Es un traslado mecánico de referencias y valores, que sustituye al Dios del Universo por el Dios de la Nación. Es una mutación realizada sin disimulos para que la mole de la edificación y las estatuas que la habitan anuncien, desde su remota inspiración confesional, el reino del Patriarca Simón y de los bienaventurados que imitaron su ejemplo.
     Pero la transfiguración sucedió en 1876. En adelante la sociedad se ha dirigido a su Padre en tono de jaculatoria, hasta el extremo de que los discursos ante su féretro siguen la pauta de las letanías lauretanas. Lo ha asumido como consejero, luego de clausurar la cárcel del tiempo, y ha formado corporaciones para la custodia de su virtud ante la perversidad de los herejes. Los gobiernos se han proclamado como albaceas de su testamento y uno hubo, en 1940, capaz de fundar un partido denominado Cívicas Bolivarianas para llevar a cabo el trabajo pendiente del “superhombre sideral”, mas también para ganar las elecciones municipales. Entre los portentos que se le atribuyen destacan la profecía de los desmanes del comunismo en la Unión Soviética, el anuncio del imperialismo yanqui, la inspiración de la política petrolera y la creación de la ecología, a través de los cuales pueden resumirse los colmos y los anacronismos atiborrados en el pedestal del culto. En consecuencia, lo que sucede en Venezuela bajo la presidencia de Chávez no es inusual. Es el resultado de una apología recurrente y exacerbada que ha familiarizado a los ciudadanos con un repertorio de milagros, cuyos efectos nadie se ha atrevido a negar desde la muerte del héroe. Ni siquiera el cambio de la denominación del país que el mandatario promovió para honrar a su patrón provocó las alarmas que podían esperarse, a menos que se conceda importancia a la voz sin eco de un trío de historiadores. La inquietud sólo acudió más tarde, cuando se sintió que el teniente coronel oficiaba una resurrección en serio con el propósito de legitimar una revolución.
     Animada por Chávez la mayoría de los electores apoyó que el país se bautizara como República Bolivariana de Venezuela, mediante el referéndum que aprobó una nueva Constitución en 1999. Determinar oficialmente el carácter excepcional de uno solo de los integrantes de la sociedad, pero también de la época que inspiró, sin consideración de los fenómenos anteriores y posteriores, es un atentado contra la historia y contra la conciencia nacional entendidas como proceso y como faena colectiva. La identificación oficial de la república con el apellido del Libertador conduce a una clasificación falaz de los hechos sucedidos en el contorno. Desemboca en la descalificación del pasado contra el cual se hizo la Independencia, pero también previene en términos negativos contra los tiempos posteriores a la desmembración de Colombia, obra cumbre de la estrella del sacramento cívico.
     En el Artículo I0 de la Carta Magna se señala ahora: “La República Bolivariana de Venezuela es irrevocablemente libre e independiente y fundamenta su patrimonio moral y sus valores de libertad, justicia y paz internacional en la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador.” La comarca que había depositado la encarnación de su redentor en una elocuente basílica ahora posee la luz del Evangelio. El manual de la nacionalidad ha concedido al pensamiento del héroe la calidad de palabra sagrada. Pero casi nadie se inquietó frente a un disparate cuya magnitud se puede medir, por ejemplo, imaginando cómo habrían reaccionado los mexicanos ante la insensatez de llamar a su patria República Juarista, con todo lo que justiprecian a Don Benito y sus obras durante la Reforma y contra la Intervención Francesa. Quizá se habrían levantado frente a un designio capaz de subestimar a Cuauhtémoc, a Sor Juana, a los Niños Héroes y a Emiliano Zapata, o de escamotear la trascendencia de la cultura prehispánica, de la Colonia, la Independencia y la Revolución, entre otras figuras y épocas sin las que no se puede comprender en términos razonables la evolución de un pueblo. Se la habrían jugado fuerte los mexicanos en defensa de su politeísmo, seguramente.
     En Venezuela no podía esperarse ni siquiera la reacción de los sectores ilustrados, debido a que de su seno provino la canonización convertida en precepto constitucional. Un sacerdote famoso de Caracas, José Alberto Espinoza, aseguró en 1842 que Bolívar era un enviado de Dios. En el mismo año Juan Vicente González, escritor de prestigio en su tiempo y en la posteridad, insinuó que se había cometido parricidio con el establecimiento de la autonomía sin responder al liderazgo del prócer. Dictaminó a la vez que la sociedad debía cargar con el fardo del pecado original, por consiguiente. En 1881, el poeta Eduardo Blanco recurrió a imágenes usuales en la Hispanoamérica de entonces para comparar al personaje con Zeus. En 1916, las Academias de la Historia y de la Medicina llenaron de dicterios al médico Diego Carbonell porque sugirió en un par de cuartillas cómo el personaje pudo sufrir epilepsia. Les pareció a sus voceros que se trataba de una inadmisible analogía con Calígula. El discurso pronunciado en 1930 por el historiador Gioachino Volpe ante la presencia de Mussolini, con el propósito de demostrar que el Libertador era un antecedente del fascismo y de las ejecutorias del Duce, fue acogido con entusiasmo por la prensa. Se recibieron sin chistar las letras de Ernesto Giménez Caballero, publicista de la Falange Nacional, por un Parangón entre Bolívar y Franco que circuló en Madrid veinte años más tarde. En 1949, el Ministro de Educación ordenó la incineración de un fragmento de las memorias de Juan Bautista Boussingault, un científico francés de la época de la emancipación, porque tuvo la ocurrencia de enamorarse de la voluptuosa mujer de Don Simón. En 1956, catorce miembros de la Academia de la Historia acusaron a Salvador de Madariaga de “indignidad patriótica”, porque redactó una biografía del caraqueño sin atenerse a las obligaciones del panegírico. Unos meses después se acusó a José María Pemán de “estulticia moral”, debido que comparó la Batalla de Ayacucho con el último gol de un campeonato.
     La amalgama de alabanzas y correctivos, de paralelos inverosímiles y conductas inquisitoriales, ocupadas no pocas veces de bagatelas, llegó a la cúspide en 1980. El primer Cardenal de Venezuela aseguró entonces, desde la silla de su cátedra, cómo las dictaduras padecidas por la sociedad en el siglo xix y en buena parte del siglo xx obedecieron a la traición de 1830, fecha que marca el fracaso de la unión colombiana y la muerte de su fundador. El pueblo distanciado del semidiós convierte su historia en el pago de una penitencia. Según el sacerdote revestido de púrpura, pese a que ha rezado ante los nichos y ha condenado a los relapsos, todavía debe cohabitar en el purgatorio. ¿No pueden pensar el pueblo y sus letrados ante la consentida ubicuidad de su tótem, en medio del festín de las plegarias y del rigor de las prisiones que se ha impuesto, que Chávez acabó con el pecado original fabricando una República Bolivariana?

LA CAPILLA POPULAR
     Ni siquiera se advirtió una mínima turbación en el país ante la noticia que circuló en 1994, sobre una actitud del teniente coronel que pudo preocupar a los destinatarios del mensaje que divulgaba como candidato presidencial. Cuando reunía a los directivos de su campaña, dejaba una silla vacía que nadie podía ocupar. Los compañeros de confianza pensaron que estaría destinada a un invitado especial, como en efecto sucedió. La había reservado para Bolívar, con el propósito de que iluminara el entendimiento de la cofradía. ¿Farsa? Los pocos lectores que había tenido una obrita de su cosecha, publicada en 1992 bajo el título de El brazalete tricolor, pensamos que se trataba de una conducta consecuente con sus ideas sobre el héroe y sobre las fuerzas armadas. Llegó a escribir allí que antes de la Batalla de Carabobo Bolívar había copulado con la patria, para concebir en el ejército venezolano un “hijo gallardo” cuyas proezas no se limitaban a la derrota de los españoles, sino también al establecimiento de la justicia hasta la consumación de los siglos: “En la sabana de Taguanes, vecina a Carabobo, Simón Bolívar hizo parir a la Patria. ¡He aquí, Venezuela, el resultado del amor! ¡He aquí, Patria mía, tu hijo defensor de tu suelo, vigilante de tus futuras iniquidades!” Un joven oficial que habla sobre el ayuntamiento entre el campeador y la república, así como del vínculo entre los hombres de armas del pasado y el ejército de nuestros días, comprometidos en una sola gloria y nacidos del mismo acoplamiento, no intenta una manipulación.
     Debido a un entendimiento rudimentario de las relaciones entre la historia y la actualidad, Chávez inaugura una versión de la obra de Bolívar que nadie había realizado desde las alturas del poder, a través de la cual convierte el rito en una herramienta agresiva según jamás habían planteado los oficiantes del oratorio nacional. Hace suya la religiosidad de los pobres y la junta con las abluciones de la república letrada, para fabricar una presencia demasiado contigua de la cual puede valerse para legitimar su hegemonía. Una tradición campesina ya había cambiado los datos sobre el origen del héroe, para presentarlo como hijo de una esclava nacido en los cacaotales sembrados por los siervos en la época colonial. En las barriadas marginadas de la capital se adora al personaje como redentor de los desposeídos, gracias a la influencia que tuvo en sus planes un ente sobrenatural llamado Yankay metido en su pellejo por mandato de la raza aborigen y capaz de resucitarlo de acuerdo con los apremios de la sociedad. En el culto de María Lionza, ampliamente establecido en Venezuela y en cuyas graderías buscan los acólitos el amor, la salud y los recursos materiales, hay una singular hornacina para el prócer. Ocupa el centro de una “Corte Libertadora”, ante la cual no se acude para procurar el remiendo de los romances ni los premios de la lotería, sino el arreglo de las injusticias que determinan la angustia de los humildes: la cárcel y la explotación por las clases opulentas, especialmente. En su rol de traductores del “espíritu mayor”, es habitual que los chamanes de la Corte despotriquen de los partidos políticos, bendigan a los movimientos guerrilleros del vecindario y anuncien un reino de felicidad dirigido por los militares. Todo esto “con el permiso del Gran Poder de Dios, de la reina María Lionza, de las Siete Potencias Africanas y de San Juan Retornado”, según pueden comprobar los perplejos lectores en diversos textos de antropología.

EL TALISMAN DE LA JUSTICIA
     Chávez se apropia de este poder artificialmente redivivo que se asienta en el porvenir como asunto normal para remediar carencias, o para que la gente acepte la garantía de que puede remediarlas como se aspira de los amuletos. La figura que había servido para salir con bien en unas elecciones, para convertirse en antecedente de los dictadores fascistas y para excomulgar autores y libros, coloca su eternidad y su omnipotencia al servicio de las clases populares bajo la conducción de un soldado quien, ahora sí, va a cumplir la última voluntad tergiversada por los oradores de la academia y por los políticos deshonestos. Para estrenar su experiencia de golpista, repite junto con sus compañeros de logia un juramento supuestamente pronunciado por Bolívar cuando inició sus luchas contra el rey de España. Esta especie de solemne voto, representado en 1982 por un grupo de iniciados, oficiales todos del ejército, anuncia el nacimiento de un elenco de activistas que se asumen como el propio héroe. Cubrirán las metas pendientes de la Independencia mediante el “ataque de la oligarquía” y el reparto de tierras a los desheredados, de acuerdo con un agregado que hacen al juramento del pasado. Ya como Jefe de Estado, el 17 de diciembre de 2001, reúne a una multitud de cincuenta mil personas para que repitan con él las sacrosantas palabras. Ahora la promesa hecha en la plaza pública convida a un fanatismo de cruzada, no en balde los militantes congregados en el acto aseguran que darán su vida por el país contemporáneo como acólitos del Padre. En el debut del Bolívar multitudinario ondean los estandartes rojos con el retrato del teniente coronel y con la efigie del Che Guevara. En adelante existe otro culto, heterodoxo, proletario y retador.
     Como sucede con la fabricación hecha por el patrioterismo habitual, el personaje de los mítines es una falsificación. Prototipo de la aristocracia criolla y descendiente de una de las familias más opulentas de Caracas, Bolívar hizo al principio la revolución partiendo de la reivindicación de los privilegios del estamento primacial estorbados por el dominio francés de España. Cuando habla por “un nuevo género humano” en los primeros capítulos de la insurgencia, no se re refiere a los hispanoamericanos en general, sino sólo a los miembros de su estirpe. A partir de 1819 abandona los pareceres aristocráticos para proclamar una república moderna, pero bajo la tutela de un selecto grupo de pedagogos de la sociabilidad que enseñarán al pueblo, especie de párvulo marcado por su historia, por su formación en el seno de la oscuridad hispánica, para que en el futuro pueda disfrutar las mieles de la libertad. Receloso de las autonomías regionales, se empeña en el establecimiento de un poder férreo y céntrico que desemboca en la proposición de la presidencia vitalicia para Bolivia y en la búsqueda de un cambio de la instituciones colombianas con el propósito de resumir la autoridad en su persona. Sus preocupaciones ante el fomento de la anarquía lo alejan del credo liberal que llegó a divulgar en sus textos más conocidos, hasta ganarse la enemistad de los sectores ilustrados de la gran república que había creado y de las comarcas del sur por cuya libertad combatió con éxito. Trabajador infatigable, capitán dotado para las guerras modernas, propietario desprendido de los bienes materiales, publicista de las luces y detractor amable de la sensibilidad tradicional, llegó a alejarse de los prejuicios de su clase hasta el punto de proponer la abolición de la esclavitud, la liberación de los siervos, el respeto de los indígenas y la instrucción de las masas analfabetas. Fue, seguramente, un plausible arquetipo del eclecticismo en el tránsito de la antigüedad colonial al establecimiento de una sociedad diversa que apenas asoma su perfil.
     Hoy encabeza un mercado manejado por las fuerzas armadas para la venta de gallinas en baratillo, para servicios de barbería y atención médica. Hoy observa desde la tumba la inauguración de “cultivos bolivarianos” en cuyo centro reinan el “arroz bolivariano”, los “plátanos bolivarianos”, el “trigo bolivariano importado” y los frijoles que en el país se llaman caraotas y ahora son “caraotas bolivarianas”. Todo como parte de una reivindicación global en cuya médula se encuentra la “reinterpretación” de su doctrina para cambiar la vida en términos radicales. De acuerdo con un profesor de historia quien actualmente se desempeña como Ministro de Educación Superior, se trata del nacimiento de una “posición ética” cuyo propósito es: “la transferencia del poder de las elites tradicionales a las mayorías destruidas… [la reivindicación] del tercer sector, el sector solidario, formado por mujeres y hombres que se asocian voluntariamente para apoyarse entre sí, el sector donde el pueblo ayuda al pueblo, organizándose en grandes movimientos de indígenas, campesinos, obreros, mujeres, estudiantes, intelectuales, cooperativas, comités de tierras, motorizados, clase media en positivo y nuestros Círculos Bolivarianos”.
     Chávez crea los Círculos Bolivarianos a partir de 1999, advirtiendo que para pertenecer a ellos “sólo se necesita compartir la doctrina bolivariana”. ¿De qué se ocupan esas organizaciones cada vez más usuales? De acciones violentas contra las manifestaciones de oposición, como asaltos con piedras, artefactos incendiarios y disparos de armas de fuego ante marchas pacíficas o contra los reporteros en las calles. Como no hay mayor explicación sobre lo que se entiende por “doctrina bolivariana”, y como en un ambiente tan apegado a la epopeya del grande hombre la alusión remite directamente a sus acciones y a sus escritos, concluiríamos en que la patente para volverse agresivo y para fabricar bombas molotov depende de la familiaridad con textos como la Carta de Jamaica y el Discurso de Angostura redactados por su pluma, o con la emulación de hazañas como la Batalla de Carabobo que sólo podrían encontrar alternativas de reincidencia entre los huéspedes de un manicomio. Sin embargo, la manifestación más preocupante que brota de la huera sacristía se refiere a la elevación de los hombres de armas, entendidos como herederos del Profeta y como regeneradores de la sociedad. La Constitución de 1999 restituye sus fueros borrados de la topografía republicana desde 1830, y permite su beligerancia en los asuntos públicos. Después el teniente coronel machaca sobre la trascendencia de los colegas del cuartel en su proyecto político, debido a que vienen a ser el corolario natural de la primera gesta bolivariana: “Aquellos hombres [los miembros de la generación del héroe] emergiendo como rayo de la más profunda oscuridad, derribando selvas con su furia, llenando de huesos los caminos […] sembraron en el vientre de la patria, con el grandioso amor del sacrificio, al hijo más querido y más glorioso, al hijo tan esperado por la humillada madre, todo lleno de futuro y esperanzas: el Ejército.” De allí un encumbramiento que, aparte de avasallar las representaciones del poder civil establecidas en el siglo xx y de colonizar las plazas principales de la administración, cumple la función de encarecer el personalismo resumido en el Comandante en Jefe.
     ¿UNA IGLESIA CONTINENTAL?
     El desarrollo del culto desde una diócesis opulenta sugiere la posibilidad de que no se contenga en los confines nacionales. A partir de 2002, es frecuente que el Presidente y sus seguidores concluyan las arengas con la siguiente consigna: “¡Alerta, alerta, que camina la espada de Bolívar por América Latina! Bolívar vive, la lucha sigue!” ¿Iniciará la deidad revolucionaria una peregrinación capaz de atraer a los romeros de las vecindades? El soldado devenido Arcipreste posee recursos para la expansión de un dogma que seguramente encontrará resistencias en otras latitudes, que no por nada cuenta cada una con sus lares domésticos y tal vez impedirá la entronización del Zeus tropical. Para los venezolanos será más ardua la condena de la heterodoxia, la contrarreforma del monoteísmo, no en balde levantamos entre todos el santuario para que se sentara Hugo Chávez a la derecha del Padre. –

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