Lecciones venezolanas

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He dedicado los pasados nueve meses a la concepción, gestación y parto (psicoprofiláctico, naturalmente) de un libro sobre Hugo Chávez, su dominio sobre Venezuela y su influencia en América Latina. Se titula El poder y el delirio. Mi interés primordial ha sido acercarme a la circunstancia de aquel país para intentar comprenderla en sus propios términos, pero desde el comienzo advertí que la experiencia venezolana arroja luz sobre la mexicana, y viceversa. “Quien sólo conoce España no conoce España”, me dijo alguna vez Hugh Thomas, el gran historiador de Cuba y de la Guerra Civil Española, mientras preparaba su obra sobre la Conquista. Lo mismo cabe decir en el caso mexicano: al ignorar a América Latina nos ignoramos a nosotros mismos.

De las numerosas lecciones que podemos extraer de la historia contemporánea venezolana hay una que me parece fundamental porque resume todo lo que los mexicanos no debemos hacer si queremos preservar nuestra bisoña democracia.

En febrero de 1959, Venezuela dio inicio a la etapa democrática más fecunda de su historia. Su primer período (1959-1974) fue en verdad extraordinario. En un país con el trasfondo tiránico más persistente y violento de América, en un país con escasísima tradición democrática (las primeras elecciones se habían llevado a cabo en 1947), las principales fuerzas políticas (Acción Democrática de Rómulo Betancourt, COPEI de Rafael Caldera y Unión Republicana Democrática de Jóvito Villalba) habían llegado a un acuerdo (el famoso “Pacto de Punto Fijo”) mediante el cual respetarían escrupulosamente el resultado de las elecciones y el estado de derecho en un marco de insólita convivencia política. Ese pacto anticipó por casi 20 años al de la Moncloa y 42 años a la transición mexicana.

El primer gobernante del nuevo orden fue Rómulo Betancourt, a mi juicio el demócrata más notable de la historia latinoamericana y cuyo centenario en 2008 ha pasado casi desapercibido. En su quinquenio, Betancourt enfrentó golpes militares de derecha, un brutal atentado ordenado por Trujillo y varios movimientos insurreccionales orquestados por Cuba con guerrilleros cubanos y venezolanos. No sólo libró esos escollos con éxito sino que echó las bases de un crecimiento económico continuo que se consolidó en las administraciones siguientes de Raúl Leoni y Rafael Caldera. Ese avance se logró más con la creatividad y el trabajo de los venezolanos que con el petróleo, y se acompañó con un progreso social indiscutible.

Los siguientes quince años fueron más desiguales. Entró a gobernar una nueva generación que desmereció con respecto a la anterior. Carlos Andrés Pérez (1974-1979) gobernó -como José López Portillo- durante la bonanza petrolera pero -a pesar de algunos aciertos como el manejo altamente profesional de la nacionalizada PDVSA y su apoyo a la cultura- fue igualmente incapaz de administrar la súbita riqueza con responsabilidad, eficacia y pulcritud. Sus sucesores, Luis Herrera Campins (1979-1984) y Jaime Lusinchi (1984-1989) ahondaron la corrupción y no supieron encarar la cruda realidad ni pagar los platos rotos de la fiesta petrolera. Cuando Carlos Andrés Pérez (el populista convertido en neoliberal) asumió el poder por segunda ocasión en 1989, sometió al país a un tratamiento de shock sin anestesia: una serie de reformas destinadas a modernizarlo de golpe. En febrero de 1989, las alzas de tarifas de transporte fueron la chispa de un incendio que no ha cesado: sectores populares saquearon tiendas y el Ejército los reprimió con un saldo de más de 200 muertos.

A esas primeras moralejas (atender afanosamente a los sectores marginados, combatir el peculado, lograr un amplio consenso antes de introducir reformas, evitar a toda costa la represión), siguieron durante los años noventa una serie vertiginosa de hechos aleccionadores. Los empresarios, siempre miopes, siempre atentos a sus intereses de corto plazo y a las concesiones del Estado, dieron la espalda al gobierno lo mismo que los sindicatos, convertidos en poderosas maquinarias corporativas. Los grandes medios de comunicación estaban empeñados en una guerra a muerte y para lograr más concesiones presionaban al gobierno hasta el límite. Cuando en 1992 sobrevino el fallido golpe de estado de Hugo Chávez, una de las cadenas discurrió la brillante idea de trasmitir una telenovela titulada “Por estas calles” en la que el protagonista (un gendarme asqueado de la política y los políticos) decide tomar la justicia en propia mano. La telenovela se convirtió en un éxito sin precedente y fue un aval de legitimidad para el Teniente Coronel Chávez, preso en la cárcel de Yare.

El lento suicidio de la democracia incluyó otras pociones que las clases rectoras de Venezuela apuraron con extraña fruición: abandonado a su suerte por los empresarios y los sindicatos, repudiado por influyentes intelectuales que ostentaban un olímpico desprecio no sólo hacia él (cosa comprensible) sino hacia la democracia representativa, hostigado por los medios masivos e impresos, desdeñado por los partidos, Pérez tuvo que enfrentar el paredón. El descubrimiento de una transferencia (no ilegal) de cerca de 17 millones de dólares a la candidata Violeta Chamorro para apoyar su cuerpo de seguridad provocó un juicio para removerlo, alentado desde el Congreso y la Judicatura. Comparada con la munificencia de Chávez con gobiernos afines, esa cifra resulta ahora ridícula, pero a Pérez le costó el puesto. En 1993, Venezuela rompió su continuidad institucional.

Había triunfado la antipolítica. En un marco de empobrecimiento general y sueños rotos, amplios sectores de la población habían dejado de creer en los partidos políticos, que entraban en una crisis terminal. El propio Caldera, fundador de COPEI, liquidó a su partido y creó uno nuevo, que lo llevó a la presidencia. Los políticos se avergonzaban de serlo. No había líderes civiles (salvo la miss Universo Irene Sáez). Las clases medias observaban los hechos con estupefacción pero permanecían pasivas. Los estudiantes, por una vez, callaron. La mesa estaba puesta para el advenimiento del caudillo.

Ésa fue, en una nuez, la historia. Saque el lector mexicano sus conclusiones.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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