¿Qué puede llevar a una persona como yo a leer una novela como Crepúsculo de Stephanie Meyer (Hartford, 1973) y a que esa persona como yo, incluso, a priori se plantee, también, leer sus secuelas Luna nueva, Eclipse y Amanecer?
Hay varias respuestas posibles que van de lo público a lo privado.
Una posibilidad tiene que ver con que las cuatro partes de la ahora conocida como Saga Crepúsculo (publicadas entre el 2005 y el 2008, todas traducidas por Alfaguara) son bestsellers planetarios con millones de lectores y uno (que en su momento leyó las primeras tres aventuras de Harry Potter antes de comprender que todas contaban, siempre, la misma trama con ligerísimas variaciones) tiene cierta curiosidad de saber de qué se trata.
Una certeza pasa por el hecho de que Drácula de Bram Stoker ha sido una de mis novelas formativas (o deformativas), leída a los siete años (primer libro al que recuerdo haberme arriesgado “en versión completa”, sin ilustraciones que refrescaran tantas páginas de negro sobre blanco) y en buena parte culpable de que yo ahora esté escribiendo todo esto y desde entonces no haya dejado de leer novelas vampíricas intentando recuperar aquella emoción iniciática, aquella primera mordida.
Recuerdo mi descubrimiento de Drácula como algo, sí, atemorizante y terrorífico pero, también, como puerta de castillo o tapa de ataúd hacia un mundo nuevo. Hoy –tantos años más tarde– puedo encontrarle encantos más sofisticados y así lo hice saber cuando tuve la suerte de ser invitado a prologar una nueva edición del mito y del monstruo: “En Drácula –en su vertiginoso acontecer– lo que más se practica, por encima de toda acción física, es el acto de la lectura y de la escritura. En Drácula, todos leen (especialmente el Conde, dueño de una admirable biblioteca con volúmenes en inglés, según reporta Harker), todos recortan artículos de periódicos, todos graban impresiones por el solo placer de transcribirlas más tarde, todos envían cartas y consumen journals. De este modo, Drácula –máquina de leer plagada de máquinas de escribir– se propone como un ingenioso ingenio literalmente literario donde no sólo la sangre es vida: también lo es la tinta. Y esta compulsión se traslada al lector –al invitado– quien procesa todo este material con voracidad pendular sin tener muy en claro si lo que desea es la derrota o la victoria del vampiro. Drácula es transfusión y succión. Leer Drácula –uno de los libros más extraños jamás escritos– es, también, una de las experiencias más extrañas para todo lector […] Con Drácula, Stoker consigue lo que muy pocos escritores han conseguido. Stoker –al igual que Proust y Joyce y Mann, cumbres novelísticas del siglo XX—construye a su lector ideal a la vez que ese lector avanza por su libro. Es decir: el mismo libro es la herramienta imprescindible para la lectura del libro. Es un proceso extraño y poco común. Decir que la lectura de Drácula vampiriza es algo tan obvio como inevitable”.
Lo que también comprendí en esa relectura es que Drácula no está muy bien escrito porque, sencillamente, Bram Stoker nunca fue un gran escritor. Lo que sí fue Stoker –utilizando todos los lugares comunes del folletín gótico decimonónico– fue un gran descubridor. Stoker bajó a los sótanos de criptas, se internó en sus cavernas, e hizo suya la veta inagotable de Drácula. Y luego salió de allí y la entregó a un mundo sediento de sangre.
Así, en su nombre propio e inolvidable memoria, se escribieron grandes novelas de vampiros a las que yo no pude resistirme. Soy leyenda de Richard Matheson, Some of My Blood de Theodore Sturgeon, Salem’s Lot de Stephen King, The Vampire Tapestry de Suzy McKee Charnass, Entrevista con el vampiro de Anne Rice (ignorar sus demasiadas secuelas), La fuerza de su mirada de Tim Powers, Fever Dream de George R. R. Martin, Carrion Comfort de Dan Simmons y Anno Dracula de Kim Newman, son algunas de ellas. Y así se produjeron también –los iconos no son culpables de la catadura moral y artística de sus aduladores– cantidades industriales de mamarrachos impresos y cinematográficos (fue la viuda de Stoker quien, apenas catorce años después de la muerte del escritor, intuyó que la criatura tendría un inmenso atractivo visual y vendió sus derechos de imagen a la Universal Pictures por 40.000 dólares) donde chupasangres de diversa calaña luchan contra el Vaticano, Sherlock Holmes, El Santo, Abbot y Costello, hasta llegar a burdos pastiches como La historiadora de Elizabeth Kostova, sátiras sociales más o menos logradas como las novelitas sureñas de Charlaine Harris (llevadas con gracia a la hbo por Allan “Six Feet Under” Ball como la muy exitosa serie True Blood), o –tuve que atarme las manos para no arrojarme sobre ellas– las recientes novelitas porno-soft de un tal Mario Acevedo con títulos como The Undead Kama Sutra y héroe vampiro, chicano, veterano de Irak y detective privado.
Pero ahora vivimos en la Era de Crepúsculo donde se lee poco (por ahí se menciona a Cumbres borrascosas) y se escribe lo justo para conseguir un aprobado.
Mucho peor escrita que Drácula y sin nada de su gracia fundante. Tampoco el desparpajo de Buffy o de los vampiros punkies de Poppy Z. Brite. Pero –reconozcámoslo y hagámosle una vencida reverencia– con una gran idea sosteniendo todo el torpe andamiaje: combinar el mundo pasteurizado y light de High School Musical con las sombras prohibidas y la primera sangre debutante y sexual del vampirismo. Así, Crepúsculo y sus secuelas no hacen otra cosa –y lo hacen muy bien– que reclamar al joven lector desocupado y en el paro que se ha quedado sin su pupitre en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. A Stephanie Meyer –quien ha admitido sin problemas que jamás ha leído Drácula “porque me dan miedo esas cosas” y que prefiere a Shakespeare, Jane Austen y a las hermanas Brönte como influencias– no le interesa la revolución o la evolución del género sino, simplemente, el vampírico y zombi mundo de los adolescentes. Esos seres moviéndose, siempre, entre la vida en suspensión y la muerte apasionada de sus sentimientos. Así, las desventuras de la adolescente Isabella “Bella” Swan (primero nerd y enseguida Hembra Alfa), perdidamente enamorada del guapísimo vampiro Edward Cullen, no hacen otra cosa que retratar, apenas velados, los ritos de pasaje de la pubertad en clave sobrenatural. Los horrores de esa sociedad de castas que es la escuela, la relación con los mayores, la ciclotimia de los sentimientos, sabiendo que, para los jóvenes, la realidad es y será, inevitablemente, algo siempre monstruoso. De ahí, también, las incontables descripciones de peinados, ropas, color de ojos, modelos de automóviles, fugaces roces de piel con piel, y el espanto para un lector adulto (y, supongo, atractivo para los contemporáneos de Bella y Edward) de un ritmo lentísimo, inocurrente y previsible que refleja, cabalmente, el tempo dramático –elástico, eterno– del aburrimiento juvenil. A nadie extrañe –llegué hasta allí casi arrastrándome bajo la luz del sol– que, al final de Crepúsculo, Bella sólo quiera ser convertida en vampiro lo más rápido que se pueda.
Un rápido repaso vía Wikipedia de las sinopsis de las novelas restantes (que, me temo, no leeré, la vida de los mortales es tan corta; mejor esperar a las películas que, por una vez, serán, seguro, tanto mejores que los libros) no hace más que confirmar mis sospechas: fiesta de dieciocho para Bella, problemas con la “familia” del novio, pretendiente normal que resulta ser un hombre lobo, malentendidos romeojulietescos en cuanto a quién está muerto o no, Bella por fin haciendo realidad su sueño de ser vampira, debut sexual (no antes de estar casados, exige Edward), luna de miel en paradisíaca playa brasilera, embarazo relámpago, velocísimo parto complicado y final muy feliz.
Y es entonces cuando se comprende que Meyer, involuntariamente, sí es una gran innovadora que ha conseguido lo que se suponía imposible: la novelística de vampiros neo-conservadora y políticamente correcta.
Mientras tanto –mientras los demás leen Crepúsculo– los verdaderos monstruos adolescentes se enchufan a sus ordenadores y compran armas online mientras sueñan con su propio Columbine.
Más información –con el caer de las sombras y el despuntar de los colmillos– en el telediario de las nueve. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).