Surinam, allí donde los niños patean una pelota para poder ser holandeses

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La leyenda de Surinam

Surinam es un país. Es lo primero que digo cuando me preguntan qué cosa es Surinam. No está extraviado en las selvas del África salvaje ni escondido como un enano travieso en medio de dos súpergigantes asiáticos. Tampoco es una isla del Caribe, ni de Indonesia, ni de las Antillas, ni de Oceanía. Ni siquiera es una isla. Menos un paisito de Centroamérica cercano a México. A ver, consigue un mapa del mundo. Ubica América del Sur y luego señala Brasil con un dedo. Empieza a bordear, de abajo hacia arriba, su inmensa costa atlántica –Río de Janeiro, Salvador, Fortaleza, Belem–; en algún momento llegarás indefectiblemente a la Guyana Francesa, una suerte de club privado y de ultramar de Francia. Si sigues bordeando esa arqueada costa atlántica, aparecerá de pronto un puntito quizá más chico que la yema de tu dedo: Surinam es casi del tamaño de Uruguay. Es un país. Hay pruebas suficientes para afirmarlo. Por ejemplo, existe el río Surinam, una línea aérea llamada Surinam Airways, la Federación de Fútbol de Surinam, el Banco de Surinam, el mapa de Surinam bajo tu dedo y una ingeniera de la Universidad de Surinam, surinamesa de piel morena y pelo revuelto y descuidado que me dice, en este instante: “Surinam es un país hermoso, pero nadie conoce Surinam”. Ni a los surinameses.

Ella es la primera que he visto en mi vida.

Estamos en el renovado aeropuerto de Maiquetía, Venezuela, sentados en un rincón del Gate-17, al lado de las grandes ventanas que dan a las pistas de aterrizaje. Es de noche. Afuera sólo se distinguen las sombras de las montañas y las luces blancas de los aviones. Adentro se escucha el insoportable volumen de los televisores: el reguetón de moda, el último éxito de Shakira, la voz caribeña del presidente Hugo Chávez que repite, como en una letanía: estos son mis logros, o algo así. La ingeniera Audrey Singh debe hablar en voz alta para contrarrestar la bulla. En inglés. Me dice que no todos los surinameses hablan inglés y casi ninguno español. “Somos de Sudamérica, pero lo siento, no parecemos de Sudamérica”, dice Audrey Singh, ingeniera sanitaria de cuarenta y cinco años que llegó a Venezuela luego un congreso medioambiental en Lima, Perú, hace más de diez horas, y desde entonces espera un vuelo que la lleve de regreso, primero a Puerto España (en la isla de Trinidad y Tobago), y luego a Paramaribo, la capital de su país. Es absurdo que para volar de Sudamérica a Sudamérica, uno tenga que salir de Sudamérica. Perú – Venezuela – Trinidad y Tobago – Surinam. Surinam es un país. Al norte de América del Sur, sólo una panza de océano lo separa de la costa sur de Miami, pero no se puede llegar desde allí. En realidad, el tráfico aéreo no te permite llegar a Surinam casi desde ninguna parte. Sólo desde Puerto España, hacia donde va Audrey Singh. O desde Belem, en Brasil. O desde Ámsterdam, en Holanda. Entérate desde ahora: necesitas visa para llegar a Surinam, y ésta le dará un inusual colorido rasta a tu pasaporte. En un mundo donde las distancias se miden de aeropuerto en aeropuerto, las cercanías de un mapa son pura coincidencia.

–¿Para qué vas a Surinam? –Singh tiene una curiosidad lógica: ¿Para qué (diablos) va uno a Surinam?

El país más nuevo y más chico de Sudamérica, independizado de Holanda en 1975, no llega al medio millón de habitantes. Hay más, pero no viven en Surinam. Unos trescientos cincuenta mil surinameses pasan sus días en Holanda, y en su exilio europeo dejan espacio al pesimismo: más que visitar Surinam, pareciera que lo que busca la gente es irse. Nadie conoce Surinam, porque nadie quiere ir a Surinam. “Nadie”, en todo caso, es una exageración estadística: poco más de cien mil personas visitan el país cada año, mientras que su vecino, Brasil, recibe unos seis millones de turistas. Surinam no tiene un cantante célebre, ni una estrella del cine, ni una Miss Mundo. Sí tiene un nadador famoso, Anthony Nesty, que hasta conquistó la única medalla olímpica del país en Seúl 88. Pero Nesty –y aquí el drama– nació en Trinidad y Tobago. Surinam no tiene un premio Nobel, ni un best-seller, ni una playa para lucir en postales. Ni siquiera el Pontífice más famoso, Juan Pablo II, apodado El Papa Viajero, viajó alguna vez a Surinam.

Aunque existen dos motivos obvios por los que un extranjero iría a Surinam. Primero, para buscar oro en la selva y volverse menos pobre. Segundo (esto sólo si eres holandés y estás aburrido del frío), para tomarte unas soleadas vacaciones haciendo turismo ecológico en tu antigua colonia. La selva cubre más del ochenta por ciento del país. Lo dicen las agencias de turismo en sus panfletos: Suriname, your destination for nature, adventure and culture. Lo que era la Guyana Holandesa aún siente nostalgia de su pasado nada remoto y recibe con los brazos extendidos a los blanquísimos ciudadanos holandeses de mochila al hombro y muchos euros. Luego de pensarlo un poco, le explico a Audrey Singh que quizá exista un tercer motivo para visitar su país, pero entonces un empleado de Aeropostale –la línea aérea venezolana tristemente célebre por sus demoras– interrumpe la conversación y se pone a gritar que el vuelo para Puerto España está demorado. En español. Singh no sabe español pero sospecha lo que está ocurriendo, y en una lengua muy extraña, indescifrable, traduce aquello que no entendió a una amiga suya, surinamesa especialista en el manejo de basura sólida que ahora la mira con estupor. Hay un retraso en el vuelo y ellas no entienden la razón. No entienden lo que la gente comenta a su lado. La gente no las entiende a ellas. Nadie entiende a nadie.

Están desconcertadas.

–En Surinam hablamos sranang tongo –dice Audrey Singh, que luce muy incómoda con el retraso.

–Parece un idioma difícil.

–Más difícil parece llegar a Surinam –se frota con una mano el cabello desordenado de tantas horas muertas, se acomoda una casaca de lana de colores made in Perú, improvisa una mueca de molestia–. ¿Tú para qué vas?

Curiosidad. Quizá esa palabra resuma los motivos de cualquier viaje. Le explico que me gustaría saber por qué muy pocos conocen de la existencia de Surinam y sin embargo, lejos de aquí, pateando una pelota en el estrellato donde brillan las figuras del fútbol europeo, hay nombres famosos como Edgard Davids, Patrick Kluivert, Clarence Seedorf, Ruud Gullit, Frank Rijkaard, que tienen un pasado surinamés pero visten o vistieron la camiseta de Holanda. Surinam no tendrá muchas cosas, pero los dioses de hoy usan shorts y patean una pelota. Hay países que doblan en tamaño a Surinam y que no tienen ni la mitad de apellidos célebres.

–Si vas a Surinam –me decían días antes algunos enterados–, no puedes dejar de buscar a sus futbolistas.

Hay quienes sólo saben de la existencia del país porque en alguna parte escucharon acerca de su principal leyenda: Surinam produce futbolistas así como Venezuela produce petróleo. Días después, en Surinam, descubriría que los surinameses se enorgullecen de hacer algunas preguntas: “¿Sabías que Seedorf es de Surinam?”. Audrey Singh parece estar muy enterada del tema y sólo asiente con la cabeza. El planeta es un balón y se mueve bajo leyes muy extrañas: ¿Por qué Surinam produce futbolistas brillantes? ¿Por qué en Surinam el fútbol profesional no existe? Es extraño. De ser cierta la leyenda, Surinam crea dioses que se veneran en los estadios de Holanda. En casa, sin embargo, se practica el fútbol amateur, y éste es tan desconocido como Surinam. Tal vez ésa sea la máxima paradoja del país: su mejor producto de exportación patea una pelota y consigue el pasaporte holandés. Si estos hijos de Surinam fueran en realidad embajadores de su nación de origen, ésta saldría del anonimato a través de lo que ya no le pertenece.

El vuelo lleva demorado cuatro horas. Singh ya sabe que perdió la conexión en Puerto España y que deberá esperar dos días en Trinidad para encontrar un nuevo avión que la lleve a casa. Es difícil llegar a Surinam. O peor todavía: es difícil regresar. Singh señala otro rincón del Gate-17, donde cuatro personas se ríen cuando no parece haber nada de qué reírse. “Ellos también son de Surinam –dice Audrey Singh–. El hombre del sombrero es muy importante, fue Ministro de Transportes”. El hombre del sombrero que se ríe está vestido con un traje verde oscuro y dos enormes anillos de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Lleva un maletín negro con documentos que parecen valiosos. Por su aspecto y su idioma –un sranang tongo pausado pero gutural–, cualquiera en este aeropuerto de Sudamérica podría pensar que se trata de un líder africano. Su nombre, sin embargo, es Guno Castelen, hermano mayor de Romeo Castelen, “el diamante de Surinam”, ex delantero del Feyenoord de Holanda, hoy en el Hamburgo alemán.

Por fin, se anuncia la salida del vuelo a Puerto España.

 

La isla de Sudamérica

Hay ocho surinameses varados en el hotel Piarco de Puerto España, riéndose de todo, hasta de su mala suerte. Es sábado al mediodía en la soleada capital de la isla de Trinidad y el restaurante del hotel, un lugar de mesitas de madera, un bar de madera y ventanas que dan a una piscina, estaría vacío si no fuese por los surinameses que se ríen todo el tiempo, con estallidos de carcajadas que se oyen afuera en la piscina o en los pasillos del segundo piso. “Así somos en Surinam”, me explica Guno Castelen, a quien todos llaman mister Castelen, y que hoy se ha vestido con un short celeste, el mismo sombrero que llevaba ayer en el aeropuerto, y una camiseta blanca con la bandera de Uruguay.

–¿Uruguay queda por Perú? –me pregunta en inglés uno de los surinameses de la mesa.

Al sur del mismo continente, Uruguay queda casi tan lejos de Perú como de Surinam, pero el dato parece una primicia.

Se ríen. A los surinameses les gusta bromear y carcajearse por casi todo, es lo que mister Castelen quiso decir hace un rato y luego yo comprendería. Han dejado de lado sus dramas aeroportuarios –llegaron ayer, saldrán mañana– y ahora festejan la momentánea felicidad del instante: hacen bromas acerca del clima (“Nos encanta la lluvia, pero sólo si hay una fiesta afuera”); sobre la paternidad responsable (“Yo sólo tengo tres hijos… oficialmente”); sobre sus edades (“Había una vez, cuando mister Castelen era joven”); sobre mi nombre (“El apóstol Daniel está sentado aquí”); sobre el fútbol en su país (“Si vas a escribir sobre eso, sólo tienes que poner muy grande, al centro de la página: ‘Siempre pierden’”). De hecho, hace sólo unas semanas, Surinam perdió 5 a 0 contra sus vecinos de Guyana, otro país enano de la Sudamérica más desconocida, con un fútbol históricamente menor al de Surinam, y confirmó en la vergüenza, que cuando algo anda mal, aún puede estar peor.

–El primer paso es ser el mejor equipo del Caribe –me diría mister Castelen días después, sentado en su espaciada oficina del Puerto de Paramaribo, con aire acondicionado y asientos de cuero.

Mister Castelen es un político importante, que opina de fútbol como cualquier ciudadano lo haría, sólo que él tiene el prestigio de ser hermano de una estrella del fútbol europeo. Por eso lo volví a buscar en Paramaribo y ahora está hablando sobre los pasos que Surinam debe seguir para llegar a un mundial. Primero, dice, hay que ganarle a los del Caribe. Dentro de la FIFA, ese gigante omnipotente que rige el fútbol del planeta, Surinam pertenece a la CONCACAF, igual que Estados Unidos, México o los países del Caribe. Con Guyana sucede lo mismo, pero el resto de Sudamérica juega su partido aparte en la CONMEBOL, con sus propios campeonatos y eliminatorias para los mundiales. Si Surinam participara en la CONMEBOL, contra las deidades de Argentina y Brasil, por ejemplo, sería apabullada como un equipo de niños con los ojos vendados. Lo extraño es que teniendo una leyenda de creadora de estrellas y jugando por la CONCACAF –sin duda, de un nivel menor–, pierda 5 a 0 contra sus vecinos famosos por ser igual de malos. Sin embargo, en Paramaribo siempre habrá espacio para el optimismo: mister Castelen cree que Surinam podría llegar a su primer mundial de fútbol en el 2010, y “el primer paso es ser el mejor equipo del Caribe”. No es fácil.

–Por lo menos seis jugadores deben venir de afuera –dice mister Castelen.

Afuera, en Surinam, sólo quiere decir Holanda.

–¿Si su hermano Romeo tuviese la oportunidad de elegir un equipo nacional [entre Holanda y Surinam], cuál elegiría? –le pregunto.

–Es difícil decirlo por él, pero cuando vino hace como tres años se lo pregunté, y su respuesta fue: por Surinam.

Luego sabría que hay tantos jugadores de Surinam en Holanda que es imposible contarlos con los dedos de ambas manos. Pero la tragedia de los paisanos de Seedorf es que ninguno puede venir a jugar por su país de origen. Sin embargo, aún no es momento para despejar esos enigmas migratorios.

Sí para reír, hasta de la mala suerte. En el hotel de Trinidad estallan las carcajadas. Salen los pollos fritos con arroz, las Coca-Colas heladas y las cervezas Stag. Llueve. Los prodigios del humor están reñidos con la gastronomía: los surinameses sólo dejan de reír cuando están comiendo.

Lo extraño no es que se rían todo el tiempo, sino que muy pocos en esta mesa se conocían antes de quedar varados en Puerto España, y ahora parecen los mejores amigos. A lo largo de este viaje, hay cosas que jamás entenderé de Surinam –y de los surinameses–, y quizá el rasgo que más defina al país, para quienes lo vemos desde afuera, es su imposible comprensión, su prodigioso misterio.

Mister Castelen ocupa uno de los lados de la mesa y es a quien todos se dirigen para hablar y hacer sus chistes. Ayer, cuando recién arribamos al aeropuerto de esta isla, mister Castelen improvisó una junta para decidir qué debíamos exigirle a Aeropostal por su demora. La junta fue en sranang tongo para que el empleado de la aerolínea no se enterase de nada. El sranang tongo sólo se habla en Surinam, parte de
Aruba y de las Antillas Holandesas. Tiene palabras en inglés, español, holandés y lenguas imposibles de descifrar si no tienes el oído entrenado. Cuando por fin tomaron una decisión –habían formado un círculo al que me permitieron entrar–, mister Castelen tuvo la amabilidad de preguntarme si yo estaba de acuerdo. Yes. Así que Aeropostal nos trajo al hotel Piarco, a sólo cinco minutos del aeropuerto. Nada mal. Los pollos fritos empiezan a desaparecer de los platos. En la mesa también están Audrey Singh, la ingeniera sanitaria, y su amiga, especialista en el manejo de basura sólida. Frente a mí hay un hombre muy delgado que parece un monje shaolin y que después se presentaría como miembro de la seguridad del presidente de Surinam. “Otra persona muy importante”, según Singh. En un país que tiene menos de la tercera parte de la población de Manhattan, lo natural es querer conocer a todo el mundo. Al parecer, las buenas relaciones sociales se establecen desde el “hola” y en una mesa de “importantes” es bueno que se acuerden de tu cara. Al lado de Singh está la jefa del Puerto de Paramaribo, de rasgos chinos, que tiene la voz grave y hace sentir sus bromas incluso por encima de las carcajadas ajenas. Hay un abogado negro, hermano de una ministra, que viste una camiseta blanca con cuello y lentes oscuros Ray-Ban; un hombre de rasgos indígenas muy callado y un ingeniero musculoso con pasaporte holandés pero nacido en Paramaribo. Los ocho comensales de esta mesa podrían parecer de distintos países del África, del Asia y hasta de Europa. Pero todos son de Surinam.

Surinam es un país.

Un mundo aparte dentro de América del Sur, habitado por distintas razas. Los surinameses varados en este hotel podrían ser una muestra representativa del ciudadano promedio, y me lo hacen saber. En Surinam hay descendientes de indostaníes, que es como llaman a los que vienen de la India; descendientes de africanos que los mismos surinameses dividen en dos grupos: criollos y marrones; javaneses, como les dicen a todos los que vienen de Indonesia así no sean de Java; chinos; nativos y blancos. No sólo hablan sranang tongo, sino que se comunican en diecisiete lenguas distintas. ¿Por qué son tan diferentes del resto de sudamericanos? Cuando los europeos se repartían el mundo y ganaban territorios o los perdían como si jugaran Monopolio, los holandeses intercambiaron Nueva Ámsterdam (actual Manhattan) por Surinam, ya entonces un territorio frondoso al norte de Brasil, dominado por la marina de Zeeland. Era 1664, y mientras España y Portugal tenían el poder en el resto del continente, Holanda importaba a su nuevo territorio esclavos de sus colonias africanas. Más de doscientos años después, una vez que los esclavos negros dejaron de ser esclavos, los holandeses tuvieron que buscar mano de obra de distintos lugares. No habría sido su intención, pero crearon un lugar único en el planeta: en Surinam la televisión está en holandés, pasan películas de Bollywood, hay animadores criollos y venden productos de belleza para javaneses.

–No vas a entender nada –me dice el ingeniero musculoso con pasaporte holandés–, aunque sólo te tomará cinco minutos conocerlo todo.

Hace un rato, hablando de la cantidad de razas que hay en Surinam, alguien le preguntó a mister Castelen acerca de su origen. La mesa esperaba que él dijera “criollo” o “marrón”, pero el ex ministro prefirió un chiste: “¿No lo ven acaso? Soy chino”. Es imposible reconocer a un surinamés. Los hay hindúes, protestantes, católicos y romanos, musulmanes, judíos. Como en esta mesa del hotel Piarco, todos se llevan bien, parecen grandes amigos. Mientras el resto del mundo dispara sus misiles sólo porque una piel es distinta o porque los dioses no tienen el mismo aspecto, los surinameses viven su anonimato en son de paz. Y se ríen hasta de ser distintos en un continente de iguales.

–En Surinam manejamos con el timón al otro lado.

A los surinameses les gusta repetir sus peculiaridades.

A la noche siguiente, en el avión que nos llevaba a Paramaribo, conversé con el miembro de seguridad del presidente de Surinam. Se llama Mario Sowidjojo, es descendiente de javaneses, y habla algo de español. Dice que estuvo en Venezuela, participando de un congreso sobre trata de gente e intercambio de inmigrantes. Yo estaba leyendo una típica revista de avión donde aparecía un mapa de una parte del Caribe.

–Mira, Mario, la isla más grande es Trinidad –le digo con algo de nostalgia por abandonar la isla.

–No, chico, Surinam –me corrige Sodwidjojo.

–Pero Surinam no es una isla.

–Sí, es isla –dice el miembro de la seguridad del presidente, en español masticado–, sólo que pegada a América del Sur.

Ni en sranang tongo lo hubiese explicado mejor.

 

El drama de los hijos negados

Por fuera, el estadio donde entrena la selección nacional de Surinam parece una fábrica de tornillos abandonada. La imagen de desolación –vigas de metal oxidadas incrustando como colmillos las inmundas paredes bañadas de orines– habla por sí sola. Hacer una metáfora con el fútbol surinamés (“Siempre pierden”) sería redundante. Mario Sowidjojo tiene el cabello muy cortado, estático y puntiagudo como el de un erizo, una camisa celeste, un enorme anillo de oro que son dos manos estrechándose, y una corbata negra con dibujos de automóviles de colores. Ahora estaciona su automóvil “con timón al otro lado” afuera del estadio y ordena que no tome fotografías. “Cuando hables con el presidente de Surinaamse Voetbal Bond sí, antes no. No permitido”, dice. El torpe español de Sowidjojo, aprendido en Venezuela, tiene cierto tono tarzanesco de imposición: tú hacer, tú no hacer. En este caso, no puedo fotografiar el estadio en ruinas porque a él no le da la gana. Todos nuestros países tienen sus propias miserias, y al principio pensé que Sowidjojo no quería mala publicidad para las suyas. Pero era más una deformación profesional: ser miembro de la seguridad del presidente de un país pacífico y anónimo debe ser muy aburrido, y hay que imaginar intrigas hasta debajo de las piedras (más tarde me diría: “Si fotografías cuartel militar, vas a cárcel, chico”). Sowidjojo es una buena persona, pero anda preocupado por nada.

La Surinaamse Voetbal Bond a la que se refiere es la Federación de Fútbol de Surinam. Su presidente es Louis Giskus, un hombre delgado de apariencia tranquila y cabello gris. “El espíritu de nuestro fútbol es amateur”, explicaría un espiritual Giskus días después, buscándole una razón ingenua al pobrísimo nivel de su fútbol. En Surinam no hay una liga profesional, y los pocos clubes que existen –con futbolistas que tienen “verdaderos” trabajos que les dan de comer– arman un campeonato donde el objetivo recuerda a la génesis del deporte: jugar por jugar. Y está bien, pero sus triunfos y derrotas quedan en casa; porque afuera, en el mundo real, no le ganan a nadie. ¿Cómo entender que en Holanda los hijos de Surinam metan los goles que aquí hacen tanta falta? La realidad es cruel y paradójica: el listado de apellidos célebres es bastante más largo de lo que uno puede deletrear de memoria (Davids, Kluivert, Seedorf, Gullit, Rijkaard).

El presidente de la Federación diría luego que hay unos ciento cincuenta jugadores surinameses pateando una pelota en las divisiones profesionales de Holanda. Ciento cincuenta es bastante gente. Mario Sowidjojo por fin ingresa al estadio y contempla las tribunas celestes de madera gastada, las graderías populares que sirven de depósito de basura, el césped mal cortado. Es obvio que el lugar tenga la triste apariencia del abandono: los futbolistas se fueron de allí apenas tuvieron la oportunidad.

–¿Dónde te gustaría jugar? –le preguntaría una noche a Giovani Drenthe, uno de los mejores futbolistas de la sub-17 de Surinam, un muchacho de dieciséis años, negro y flaquísimo como una escopeta.

–Afuera –fue su rápida respuesta.

Es la típica angustia del Tercer Mundo: hay que salir para ser alguien.

Pero ahora es la una de la tarde de un lunes de octubre y el calor agobia: la ciudad-sauna, purgatorio-capital de Surinam, no es apta para la manga larga. Ni para el trabajo. En Paramaribo no es común encontrar una oficina abierta después de la una de la tarde, hora en que el sol despliega toda su fuerza en contra de los seres humanos. Mario Sowidjojo ordena que es hora de almorzar. “Comida javanesa, chico”. Su automóvil “con timón al otro lado” avanza por las estrechas calles de Paramaribo sin señalizar. La única señalización visible son los letreros amarillos con los nombres de las calles. Zwartenhovenbrugstraat, Schimmelpenninckstraat, Onafhankelihkheidsplein. “Es un lugar muy extraño, de gente muy extraña”, me había dicho semanas atrás, acerca de Surinam, una periodista venezolana que trabajó en Paramaribo algunos meses. Lo extraño, en todo caso, es que quede tan cerca de Venezuela y sea tan distinto. Desde el telescopio de Sudamérica, Asia, África, y hasta Norteamérica pueden ser mundos opuestos, pero lo que uno espera de un vecino es encontrar similitudes.

Sowidjojo tenía razón: Surinam es una isla.

En Keizerstraat, una de las calles principales del centro, hay una enorme mezquita al lado de una sinagoga, y no hay hombres disfrazados de bombas que detonan en las esquinas. Hay templos hindúes que nunca terminan de construirse del todo, y música de Naks Kaseko –una mezcla de guitarras tropicales y tambores africanos– que escuchan los taxistas indostaníes. Los indostaníes conversan en sarmani, una variante del hindi. Hay cientos de joyerías manejadas por chinos que hablan en chino, Chan Chi Pin, Li Tak Sing, Liang Lung, y bazares donde puedes comprar desde una peluca dorada hasta falsas camisetas del Barcelona de España y euros de juguete. La mayoría de las construcciones son de viejas tablas de madera, algunas sin pintar, otras deshabitadas que tienen la apariencia de casas embrujadas. “La gente se va, chico”. Y se ríen todo el tiempo. Por Wagenwegstraat avanza un automóvil que tiene una inscripción en uno de sus lados: “Cosmetic for exotic skin tones”. Todos se ven distintos, y sólo en sus anillos, cadenas y pulseras doradas se parecen. Repletos de oro, negros, chinos, indios, javaneses y blancos viven en armonía, haciendo resplandecer en sus cuerpos, con el sol, su máxima semejanza.

El sol achicharra las pistas, donde no hay adoquines. Los motociclistas circulan sin casco, a toda velocidad, y son cientos; los autobuses blancos con figuras del cine indio avanzan vaporosos, repletos de sudores enlatados, zigzagueando entre motociclistas que gritan en sranang tongo, rebasando árboles frondosos y peatones de piel morena que se hacen a un lado en las apretadas veredas. “Coño, es que los negros caminan mucho”, responde Sowidjojo a una pregunta obvia si eres testigo de la calle: ¿La mayoría de surinameses son negros, no? No, es que los negros son los que caminan. Más de una persona me diría lo mismo. No existe racismo en el comentario. Hay javaneses preparando comida, indostaníes que se la llevan a la boca con la mano, negros que caminan, chinos que venden joyas, árabes en el negocio de las telas, brasileros en busca de oro, y cualquier surinamés parece estar obligado de brindarle al forastero ese dato crucial: cada rostro corresponde a una raza distinta, y hay que estar enterado. De pronto, Sowidjojo hace un ruido con la boca (hummm), como si le hubiesen puesto un dulce de chocolate en las narices, y toca el claxon dos veces: “Mira esa indostaní, chico, linda indostaní”. La indostaní pasa por delante del auto, impávida, tal vez anestesiada por el sol: treinta y seis grados centígrados, o más. Bajo este clima infernal, es común ver muchachos jugando fútbol en la calle, pateando una pelota de trapo en algún terral de Paramaribo. La imagen es tierna en el sentido deportivo, pero cruel en cualquier otro sentido. Una pelota de trapo en una cancha de tierra: ¿Por qué las metáforas siguen siendo redundantes?

–Nuestros jugadores con nacionalidad holandesa no pueden jugar por Surinam –diría Louis Giskus, el presidente de la Federación, tratando de encontrarle una razón a tanto descuido.

Teniendo tantos jugadores profesionales en Holanda, las derrotas tienen una explicación sencilla: a los surinameses de allá no los dejan jugar por su país de origen. Es el momento de despejar el enigma migratorio. “El Gobierno de Surinam no acepta la doble nacionalidad”, dice Giskus, como sí sucede en Guyana o en otros lugares del Caribe. En la selección de Trinidad y Tobago, país que clasificó al último mundial de Alemania, hay jugadores con pasaporte inglés que juegan al fútbol en Inglaterra. Según los entendidos, cuyo entendimiento es casi rudimentario: se basan en la obviedad de los resultados, el futuro exitoso del fútbol surinamés pasa por copiar esas reglas. De los ciento cincuenta jugadores allá, “no todos podrían jugar en la selección holandesa, pero sí los podríamos usar en Surinam”, sueña Giskus en voz alta. ¿Y por qué no?

–Es una decisión política –dice el presidente de la Federación.

El periodista deportivo Quaraisy Nagessersing, director ejecutivo de una cadena de televisión que lleva las siglas de su nombre, qn, me había dicho antes que los políticos tienen miedo. “Creen que si cambian la regulación, la gente de otros partidos que está en Holanda también podría postular en las elecciones de Surinam y ganarle al actual partido”. La lógica del poder desbarata las redondas ilusiones. Pan y circo, pregonaban los antiguos romanos para adormecer a su pueblo. El fútbol actual también es un aparato político, pero en Surinam parece funcionar al revés. “A nuestro presidente no le gustan los deportes”, me dijo Nagessersing, y la explicación, aunque es razonable, no se entiende. Sucede en el fútbol como en la vida: una vez que abandonas Surinam es como si perdieras tu derecho al pasado. Decir: “tengo un hermano en Holanda”, es igual a decir: “tengo un pariente holandés que alguna vez fue de Surinam”. Tal vez muy pocos saben de la existencia del país porque su gran producto de exportación –su gente– enseña otro pasaporte en los aeropuertos.

Mario Sowidjojo, por ejemplo, tiene a un hermano en Holanda, dueño de un restaurante de comida indonesia. Lo dice mientras comemos nasi rames, una mezcla de arroces de distintos colores, un spaghetti llamado bami, y una ensalada de pimienta y maní que tiene el nombre de pitjel. Deliciosa y picante. El restaurante se llama Sarinah y queda a cinco minutos del centro de Paramaribo. En realidad, cualquier lugar queda a cinco minutos del centro: el nuevo mall al que todos van el fin de semana, el restaurante `Tvat [barrilito] repleto de turistas holandeses con erisipela, el estadio en ruinas. Luego de almorzar con Sowidjojo, regresaría a ese estadio para ver un entrenamiento de la selección nacional de fútbol (y tomar fotografías). Ya es de noche en Paramaribo y corre una ligera brisa que permite caminar sin sudar. Los jugadores surinameses van de un lado a otro con la pelota, pero sin patear al arco, alumbrados apenas por las luces tenues que disparan las torres. Los titulares visten de amarillo. Los suplentes, de rojo. El entrenador se llama Keeneth Jaliens y es tío de otra superestrella del fútbol holandés, Keyew Jaliens, quien participó, aburrido en la banca de Holanda, en Alemania 2006. El entrenador de Surinam es tan flaco que parece un corredor de Kenia, y lleva puesta una camiseta roja que le queda grande. La práctica de hoy terminó a cero goles y los jugadores de Surinam descansan haciendo bromas, riéndose y arrojándose vasos de agua unos a otros. Tres veces por semana, siempre de noche, practican en esta cancha para jugar un campeonato contra algunas islas del Caribe. Jaliens se ha sentado en una de las tribunas y dice que el fútbol en su país jamás mejorará si antes no se hace algo con la estructura. No se refiere a la estructura del estadio –no hace falta– sino a la de la organización. “Sin liga profesional, los jugadores no tienen oportunidad”, se queja.

–¿Y su sobrino?

–Mi hermano se fue a los dieciocho años. Keyew nació allá –dice, por si algo no me quedó claro.

Allá está el verdadero mundo. Acá, el estadio que parece una fábrica abandonada.

 

La ciudadanía precoz

–No he visto chinos de Surinam que jueguen por el AC Milan –dice Johan Seedorf, padre del jugador del ac Milan de Italia, Clarence Seedorf.

Su testimonio tiene la rudeza de un golpe en el abdomen, pero papá Seedorf no parece preocupado por lo políticamente correcto. Además, en un país que trata de comprenderse como nación, aun marcando las diferencias en la fisonomía de sus ciudadanos, el dato –viniendo de un surinamés de raza negra– suena tan relevante como ordinario. Davids, Kluivert, Seedorf, etcétera, son descendientes de hombres de piel oscura venidos del África. Ni chinos ni javaneses ni indostaníes ni nativos sudamericanos, “los buenos [jugadores] son los negros”, golpea otra vez Johan Seedorf, cómodamente sentado bajo una de las tres glorietas construidas en el inmenso complejo deportivo que lleva el nombre de su hijo más famoso. Hasta allá lo fui a buscar para preguntarle si él también creía, como pregonan sus compatriotas más entusiastas, que hay algo mágico en su tierra, una bendición que los hace reproducir, como en una fábrica de talentos, jugadores excepcionales.

Para llegar al Clarence Seedorf Sport Complex hay que tomar una suerte de carretera de un solo carril, al sureste de Paramaribo, y enfilar primero por la orilla del río Surinam, sinuoso y marrón como una serpiente de chocolate, hasta llegar a una zona boscosa salpicada de espacios residenciales. A la derecha de la pista, lejos ya de la ciudad –aunque la lejanía, en Paramaribo, puede ser de unos quince minutos, o menos– hay una tranquera cerrada y una muralla blanca sobre la que cuelga un cartel con la fotografía de Clarence Seedorf. Aquí es. En la imagen que custodia el complejo, el jugador del Milan tiene la mano derecha sobre el corazón, como algunos devotos a la patria suelen hacer para cantar sus himnos nacionales.

Seedorf es holandés.

Tenía apenas dos años cuando su padre se mudó a Holanda. Ahora, bajo el cielo tropical de Paramaribo, una fotografía suya en blanco y negro lo muestra sonriente, peinado hacia atrás con esas trenzas largas que solían columpiarse con el viento en contra cuando jugaba en el Real Madrid, a fines de los años noventa. En la fotografía, Seedorf también usa un bigote apenas perceptible y unos lentes oscuros que no permiten interpretar su mirada. En todo caso, a veces son las interpretaciones las que generan más preguntas. ¿Por qué Surinam exporta futbolistas tan buenos?

–Hay algo biológico en la gente de Surinam –dice papá Seedorf–, pero no creo que la respuesta sea Surinam.

Él ya fue contundente con su punto de vista –su golpe abdominal–, aunque la verdadera razón obligue a cruzar, imaginariamente, un océano. “El problema de nuestro fútbol es de mentalidad –me dijo el periodista Quaraisy Nagessersing–. Si hace frío, el jugador de Surinam dice no, me quedo adentro. No entrena”. Pero el sol de Surinam contrasta con el frío holandés y las mentalidades tienen la misma temperatura. Los jugadores de Surinam que destacan en Holanda emigraron a una edad que quizá no les permite tener memoria del sol, como Seedorf, o nacieron allá, luego de que sus padres fueran en busca del sueño europeo. Es el caso de Patrick Kluivert, máximo goleador de la historia del fútbol holandés, o de Frank Rijkaard, ex entrenador del Barcelona de Ronaldinho.

–Mi hermano se fue de Surinam cuando tenía nueve años –me contó mister Castelen acerca de Romeo, “el diamante de Surinam”.

Los buenos se marcharon temprano. En ese panorama de exitosas migraciones infantiles, Giovani Drentha, el muchacho de dieciséis años, flaco como una escopeta, ya es casi un anciano para ser apodado El Siguiente Kluivert. ¿Dónde te gustaría jugar? “Afuera”. Desney Romeo, un famoso periodista deportivo de la TV de Surinam que había estado allí para escuchar esa respuesta –y traducirla del sranang tongo al inglés–, me había dicho que Drentha es muy bueno, pero ya no para triunfar en Holanda.

–¿Cómo quién te gustaría ser? –le pregunté a un niño que pateaba una pelota de trapo contra una pared de madera, cerca de las oficinas principales de la compañía telefónica de Surinam.

–Como Clarence Seedorf –respondió, con una sonrisa para dentistas.

En Paramaribo corre el rumor de que Seedorf es el único jugador surinamés en Europa que quiere invertir en su país de origen. Construir un complejo deportivo para que nazcan los futuros futbolistas –y crezcan sin necesidad de mirar a Holanda– es un regalo poco común. Querer ser como él, en una nación pobre como Surinam, es casi como pretender, de grande, ser astronauta o superhéroe. En todo caso, las tres posibilidades son difíciles.

Los niños quieren ser como sus ídolos y crecen bajo la leyenda de que pueden lograrlo. Sin embargo, de los ciento cincuenta futbolistas surinameses en Holanda, el mundo ha tenido noticias de muy pocos. Recítelos de memoria. Si algo se sabe de ellos, es que son holandeses. En eso consiste el fin de la leyenda: Surinam no produce súper futbolistas; en todo caso, Davids, Kluivert, Gullit o Rijkaard no han sido estrellas del fútbol por tener raíces en Surinam, sino que triunfaron como podría hacerlo un ciudadano cualquiera de los Países Bajos. Lo mismo ocurre con Seedorf, así su padre parezca más preocupado por su color de piel. Hay que salir temprano para ser alguien, y ésa es la fórmula secreta del éxito. Cuando Surinam se independizó, unos cuarenta mil surinameses eligieron la ciudadanía holandesa. Pasando en limpio esas cifras: la mitad de la fuerza laboral huyó del país. Lo que pudo parecer una novedad, ya sucedía desde mucho antes.

–Se ha dicho que Rijkaard llevó al fútbol la moda del mestizaje, ¿qué quiere decir esto? –le preguntó un periodista español al ex entrenador del Barcelona.

–¿Yo, mestizo? Sí, de madre holandesa –contestó Rijkaard.

–Acabáramos, entonces es su padre quien llegó de Surinam. ¿Cuándo llegó a Holanda?

–En los años cincuenta.

–¿Tiene aún familia allí [en Surinam]?

–Sí, pero sólo los he visitado una vez que jugamos allí con el Ajax, en los años ochenta.

–O sea que usted no aprendió a jugar en la calle, como los niños de Brasil y Surinam, por ejemplo.

–¿Yo? Sí, sí, en las calles de Ámsterdam.

Hace unos minutos empezó a caer el diluvio en esta otra esquina del mundo, y papá Seedorf –cuarenta y nueve años, Rolex de oro, cadena de oro, un anillo de oro en cada mano– tuvo que refugiarse bajo el techo de una de las glorietas. El Clarence Seedorf Sport Complex tiene más de un kilómetro de largo, y a lo lejos se pierde entre los enormes árboles de maripa y can can trie. En la cancha principal, custodiada por una moderna tribuna para unas cuatrocientas personas, sólo hay unos sabakus blancos y estirados, pájaros que bajo la lluvia se alimentan de las semillas del césped. En la tribuna y al lado de ella hay camerinos y habitaciones que llevan el nombre de los equipos por los que pasó Clarence Seedorf –Real Madrid, Ajax, Sampdoria, Internationale, ac Milan–, construidos con una visión cronológica de la arquitectura. El complejo, dice papá Seedorf, se construyó porque el sueño de su hijo es regresar a su país para ayudar. “Quiero ser como Clarence Seedorf”. Las mejores instalaciones deportivas del país han sido levantadas con dinero que viene directamente desde Milán. “Clarence es deportista y el camino más fácil para ayudar era a través del deporte”, dice papá Seedorf. El complejo, con estadio incorporado, aún no empieza a funcionar como tal, y el patriarca de la familia prefiere no dar fechas, que es la fórmula más inteligente de cumplir objetivos.

–¿Qué piensa del ejemplo de Seedorf de construir un estadio? –le preguntaría al presidente de la Federación, Louis Giskus.

–Ese estadio, en este momento, es privado –sería su lacónica respuesta.

En el Tercer Mundo, lo que no es gubernamental, suele funcionar de maravilla.

Días después, paseando por Paramaribo en el automóvil “con timón al otro lado” de Mario Sowidjojo, el miembro de la seguridad me preguntó si quería entrevistar al anterior presidente del país, Jules Wyjdenbosch, “un hombre que apoyó mucho el deporte”, dice.

–Bueno, hay que llamarlo.

–No, vamos a buscarlo –propuso, como quien pretende hacer una visita inesperada a un viejo amigo.

Sólo que Wyjdenbosch no es amigo de Sowidjojo, así que la propuesta no sonaba muy sensata. Nadie busca a un ex presidente sin una invitación previa. Pero allí estábamos, afuera de la casa de Jules Wyjdenbosch, en el barrio de Geyersvlyt, una zona de gente adinerada al norte de Paramaribo. En su cochera hay tres automóviles de lujo, uno de ellos blindado, y una camioneta blanca doble tracción. Presidente de Surinam desde 1996 hasta el 2000, la gente parece recordar a Wyjdenbosch por dos motivos principales: 1. Construyó el puente más grande del país, que lleva su nombre y que une, a través del río Surinam, Paramaribo con el distrito de Commewijne. 2. “Apoyó mucho el deporte”. También hay quienes dicen que robó, pero el puente, sin duda, parece más importante.

Nunca supe por qué aceptó recibirnos, pero supongo que así se solicitaban entrevistas cuando en el mundo la gente conversaba sin mucha burocracia. Es como si Surinam hubiese hecho pause en el tiempo. Además, ya se sabe, hay cosas muy extrañas en Surinam, y uno no puede pretender encontrarle una explicación a todo. “Regresen en media hora”, fue lo que le dijo alguien a Sowidjojo, y entonces regresamos media hora después. Nos hicieron pasar a una habitación con aire acondicionado, unos muebles de cuero negro, y poca luz, dominada por un cuadro amarillo con un collage de fotografías de Wyjdenbosch acompañadas del escudo de Surinam (dos indios, un barco navegante y una estrella de cinco puntas que representa los cinco continentes de donde provienen los habitantes del país). Wyjdenbosch es descendiente de africanos, un hombre alto de movimientos lentos.

–Escucha –es lo primero que dice luego de sentarse en un escritorio, dándole la espalda al cuadro amarillo–, como presidente de Surinam apoyé el deporte porque creo que es una de las principales cosas en la vida de la gente y de la sociedad.

Su discurso parece memorizado, como si lo hubiese repetido muchas veces. El ex presidente Wyjdenbosch viste una camisa celeste a cuadros y jeans anchos. Estoy algo desilusionado por su aspecto de jubilado con mucho tiempo libre. Tal vez me recibió porque estaba muy aburrido. “Lo que yo quería –dice el ex presidente– es empezar a organizar el fútbol con niños por debajo de los nueve años”. Wyjdenbosch usa el tiempo condicional en pasado para referirse a sus metas incumplidas. Quería. Es decir, quiso, pero no pudo. Los problemas del país fueron más grandes que sus posibilidades: el ochenta por ciento de la población de Surinam vive por debajo de la línea de pobreza y los niños abandonan las escuelas como quien se cambia de zapatos. Al final, el país no es tan distinto a sus vecinos del sur. “Países en desarrollo”, les dicen, para ocultar dramas mayores. Johan Seedorf lo había explicado mejor: “Si un padre está distraído buscando comida, no tendrá tiempo para dedicarse a sus hijos”. Menos para crear estrellas del fútbol. ¿Por qué entonces fue distinto con su hijo?

–Clarence tenía talento –explica papá Seedorf abandonando la glorieta, mientras un tímido sol empieza a evaporar los charcos de agua–, y quién sabe, quizá nació con talento porque se creó en Surinam.

A los pocos minutos vuelve a llover, esta vez con más fuerza.

Es imposible entender a Surinam –y a los surinameses–. Cuando todo parecía más claro, resulta que sigue siendo posible nacer aquí para ser apodado El Siguiente Kluivert. ~

©Etiqueta Negra

 

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