El vino del verdugo

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Los letrados franceses tuvieron, durante el siglo xvii, su querelle entre los Antiguos y los Modernos. A manera de eficaz solución de compromiso, alguien repitió una vieja frase: los Modernos pueden mirar el porvenir gracias a que viajan sobre los hombros de esos gigantes, los Antiguos. Imagino a Vladimir Nabokov, el niño cazador de mariposas a quien la Historia expulsa de un cuento de hadas, como la creatura que emprende esa travesía, llevado a buen recaudo gracias a la literatura rusa, esa gigantomaquia.
     Nadie leyó con más pasión a sus clásicos que Nabokov. Incluso al referirse a su bestia negra, dejó la frase perfecta o la crítica ejemplar: "Dostoievski nos recuerda siempre de algún modo una habitación donde arde una lámpara durante el día."
     Así dice en La dádiva, la última novela que escribió en ruso, redactada en Berlín entre 1935 y 1937. Sólo hasta 1952 apareció en Nueva York una edición digna. Los emigrados habían censurado, tal y como lo preveía la propia novela, todo el capítulo iv, una decapitación de Nikolai Gavrilovich Chernischevski (1828-1899), el último padre de la progresía decimonónica rusa.
     Briand Boyd, el competente biógrafo de los años rusos de Nabokov, enumera los variados caminos que el lector puede seguir tras La dádiva, desde la autobiografía formativa del joven escritor hasta la búsqueda del padre perdido del personaje en una expedición entomológica al Asia Central, pasando por el primer y único amor de Nabokov (Vera, la insoportable) o la emulación creativa de Joyce.
      Preso en mi historicismo, sólo me ocuparé de un aspecto, releyendo La dádiva como la comedia que narra un parricidio intelectual. Chernischevski fue el ídolo de los demócratas, los radicales y los socialistas rusos cuando éstos eran la oposición, tan variada como firme, al zar. El más inesperado de los dictadores, Lenin, utilizaría, para nombrar uno de sus aberrantes panfletos, el título de una seudonovela didáctica firmada por Chernischevski, ¿Qué hacer? (1864). Pero, a diferencia de otros adversarios inconmovibles del comunismo soviético, Nabokov vio esa tiranía, cuyo fin no conoció, como una grave responsabilidad de la intelligentsia rusa, antes que como una inoculación catastrófica de los virus germánicos de Hegel y Marx en la cándida y robusta alma eslava. El idealista Chernischevski predicó un materialismo chato cuyo optimismo debería contrarrestar la amanerada nostalgia de Turgueniev o la bilis negra de Dostoievski. Esa buena fe cayó en manos de los bolcheviques.
     Nabokov no olvidaba que su propio padre, liberal constitucionalista asesinado en 1922 al interponerse entre unos sicarios y el ex ministro Miliukov, era también un heredero de Chernischevski, como todos quienes lucharon contra el zarismo. Compartir esa herencia con los bolcheviques acaso llevó a Nabokov a cuestionar en La dádiva esa hermosa y dramática frase del crítico Belinski: "La literatura rusa es mi vida y es mi sangre". Esa sentencia dicta que, en una nación de esclavos, el Escritor era la única voz fiable entre las tinieblas, el oráculo.
     Más que tener una visión política de la literatura, la intelectualidad rusa transmitió a sus lectores una noción de santidad: la literatura es la política. Provocar esa separación fue una de las empresas más arriesgadas y geniales de Nabokov. Esa rebeldía culminó con La dádiva cuando su protagonista, el joven escritor Fiodor Godunov-Cherdintsev, decide escribir esa biografía altanera y cómica de Chernischevski que lo conducirá a conocer el infierno de la crítica. En ese punto, como sus maestros Flaubert y Tolstoi, Nabokov utiliza la historia sólo como un camino doloroso para llegar a la consumación de la forma artística. Así, en cada una de las reseñas negativas que Fiodor recibe de los emigrados rusos en Berlín, Nabokov recrea una doble inverosimilitud.
     Cada una de las reacciones descompuestas ante la iconoclastia del artista adolescente amplifican la fábula del malentendido entre la historia y el lenguaje o, si se quiere, de la crítica y de la creación. Un polo espera del arte la verdad y aquél responde con la mentira. La respuesta de Nabokov me parece enigmática:
 
     Y mientras leía esto, Fiodor recordó haber oído decir a su padre que es innato en todos los hombres el sentimiento de algo insuperablemente anormal en la pena de muerte, algo parecido a la misteriosa acción invertida de un espejo, que convierte en zurdo a todo el mundo: no en vano todo se invierte para el verdugo: la collera está puesta del revés cuando llevan al bandido Razin al cadalso; el vino del verdugo no se sirve con un giro natural de la muñeca, sino con el revés de la mano; y si, de acuerdo con el código suavo, a un actor insultado se le permitía buscar satisfacción atacando a la sombra del ofensor, en China era precisamente un actor —una sombra— quien desempeñaba el papel de verdugo, relevando así de toda responsabilidad al mundo de los hombres y transfiriéndola al interior del espejo.

Al ejercer la historia, el verdugo invierte los términos de lo humano pero libera a Nabokov de toda responsabilidad, viajando a través del espejo, donde lo espera la redención del lenguaje. En ese sitio, entre recuerdos de nieve y mariposas, la memoria habla pues ha recibido la dádiva. Al decapitar a Chernischevski, suponemos que La dádiva permitió que, junto con la lengua rusa, el exiliado abandonara la mente de los verdugos, aquella donde la buena fe de la intelligentsia seguía ordenando el crimen y el castigo, el purgatorio de las almas muertas tanto como su resurrección.
     Sólo negándose a predicarla, la literatura rusa podía ser salvada de la destrucción. No podía repetirse el ridículo peregrinaje del conde Tolstoi tras una falsa muerte piadosa en Iasnaia Poliana. Huyendo de los endemoniados, Nabokov pudo hablar y escribir en inglés para rescatar a Gogol y a Pushkin, cuya paráfrasis abre y cierra La dádiva.
     A Vladimir Nabokov le interesó el ajedrez, la más sofisticada de las idioteces. Odiaba la música. La mejor de sus novelas es la que uno acaba de releer o de descubrir. En el siglo xix nacieron, milagrosamente, dos nuevas literaturas: la rusa y la estadounidense. Un segundo milagro fue que ambas confluyeran en Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreaux,1977).
     Ahora él es uno de los gigantes en cuyos hombros viajamos. –

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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