Vivir del miedo

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Ocurrió el pasado mes de febrero. En el sureste de Caracas, en un sector popular llamado La Matanza. Una versión afirma que una mujer dio la voz de alerta. Ahí está, dicen que dijo. ¡Ahí va el sádico!, dicen que gritó. Otro testigo asegura que el sospechoso estaba a punto de acosar a una niña que iba camino de la escuela. Todos los vecinos estaban pendientes. Ya habían presentado varias denuncias ante las autoridades. Lo único que sucedió fue que el número de niñas violadas siguió creciendo. ¡Es él!, gritó la mujer. Lo persiguieron. Lograron detenerlo en una avenida cercana. Lo cazaron. Y, entre varios vecinos, lo llevaron de nuevo hasta el barrio, hasta lo más profundo del barrio, hasta su nombre. En el camino, cada vez se sumaba más gente. Cada quien quería lo suyo. El crimen y la justicia se hicieron tan semejantes. La sangre fue una fiesta.

En las primeras páginas de Vigilar y castigar, Michel Foucault rescata la descripción de una “retractación pública” ordenada por la justicia francesa en 1757. El condenado, según reza en los textos legales de ese tiempo, tenía que ser castigado, mutilado y, después, su cuerpo debía ser “estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento”. Lo que pasó en el barrio La Matanza está más cerca de estas comillas que del siglo XXI.

Lo rodearon. Lo golpearon. Por turnos, con el orden que puede tener cualquier estallido. Le dieron con todo, con cualquier cosa. Puños, tablas, piedras, metales diversos. También hubo tiros. Unos dicen que antes. Otros dicen que durante. Otros que después. Ya poco importa. También le dispararon. Luego amarraron el cuerpo vencido a una motocicleta y lo pasearon arrastrado por las calles del barrio. De la misma manera, lo llevaron de regreso a la avenida. Ahí le prendieron fuego. Hubo niños que, con sus celulares, filmaron la fogata. Cada vez que llegaba un canal de televisión a grabar las imágenes para su noticiero, la comunidad volvía a encender el cadáver. Que nadie se quede sin primicia. El fuego siempre es inédito.

Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), Venezuela es el país de mayor y más rápido crecimiento de violencia en la región. Según los datos que maneja, basados en informes oficiales, en los últimos diez años la tasa de homicidios ha subido a 48 por cada cien mil habitantes, cifra sólo superada en el continente por El Salvador. Nada más el año pasado hubo en Venezuela más de catorce mil homicidios. Se trata de una estadística que pone en jaque la prédica que siempre ha sostenido el gobierno sobre la relación directa entre pobreza y delincuencia. No es posible que la llamada revolución bolivariana haya reducido la miseria, tal y como lo publicita Hugo Chávez públicamente, y al mismo tiempo los índices de violencias se hayan incrementado en tan altos porcentajes. Es una paradoja que no le conviene a la épica revolucionaria.

Otra explicación posible la ofrece Roberto Briceño León, criminólogo, director del OVV: “El exceso de homicidios en Venezuela tiene que ser explicado por factores políticos e institucionales; pero sin duda que el lenguaje presidencial, de elogio de la violencia y de los violentos, estimula la inseguridad.” Ciertamente, es probable que ningún otro país de América Latina tenga, como Venezuela, una pugnacidad interna tan trepidante, unos niveles de crispación cotidiana tan altos. Es una temperatura que, voluntaria o involuntariamente, se ha venido promoviendo desde el poder. La naturaleza esencialmente militar de Hugo Chávez ha ido sudando y contagiando todas las esferas de la vida social. Nos encontramos ante un gobierno que está secuestrando y militarizando, cada vez más, los espacios y las experiencias públicas, civiles, ciudadanas. Existe en este proceso una organización, una distribución distinta de la violencia, que se desarrolla con maneras supuestamente ajustadas al derecho, pero que también amenaza y agrede las libertades del otro. Ya se sabe: la legalidad de un Estado puede ser tan implacable y brutal como un balazo.

En los últimos meses, Chávez se ha dedicado a tomar, amparado en la fuerza del Estado y de las instituciones, aquello que no pudo obtener por la vía electoral. Usando distintos vericuetos legales, el gobierno ha ido imponiéndole al país el proyecto de Constitución que el mismo país rechazó en el referendo de 2007. De igual forma, ha iniciado un ataque frontal contra cualquier forma de diversidad pública. Han sido despojadas de casi todo poder las entidades federales que fueron ganadas por la oposición en las elecciones de noviembre de 2008. El caso más emblemático, y también más patético, es el de Antonio Ledezma, alcalde del Distrito Metropolitano de Caracas, a quien, por vía de una decisión de la Asamblea Nacional, se le eliminó del cargo, creando de inmediato una nueva figura cuyo funcionario debe ser designado directamente por el presidente de la República. Es un procedimiento perverso que metaboliza las formas de exclusión y pretende desconocer descaradamente a –por lo menos– los cinco millones de venezolanos que rechazaron la propuesta de reforma y votaron por los políticos de la oposición. La arremetida ha incluido también procesos judiciales viciados en contra de líderes fundamentales que se oponen al gobierno, como Manuel Rosales, alcalde de Maracaibo, y el general Raúl Isaías Baduel, ex ministro de la Defensa y compadre de Chávez. El primero se encuentra en la clandestinidad, o fuera del país. El segundo ha sido detenido y está en prisión, esperando un juicio. La revolución está dejando de vivir de la esperanza para comenzar a vivir del miedo.

El discurso oficial, además, no esconde estas intenciones. También forma parte del lenguaje castrense, de guerra, que desde hace años se ha instalado en el país. Todo este movimiento, donde el Estado se ha convertido en un ejército enemigo que acorrala a un grupo de ciudadanos, ha sido denominado “la ofensiva revolucionaria”. La explicación más potable parece encontrarse en el afán de un gobierno dominado por los militares: el guión es una estrategia de batalla, el plan de campaña de aquel que desea “pulverizar” al enemigo, antes de que lo alcancen las consecuencias económicas de estos tiempos de barriles flacos.

La violencia está en todos lados. Es nuestro clima. Vivimos siempre a punto de. Con la rara sensación de que las formas ya no existen, de que ya nada es seguro. En cualquier momento algo puede estallar.

“Estamos haciendo nuestro trabajo –dijeron los vecinos del barrio La Matanza, cuando impidieron que la policía interviniera en el linchamiento–. Váyanse de aquí.” ~

 

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(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).


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