-Witold Gombrowicz-

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Ante todo, aclarar la forma ridícula en que surgió mi fascinación por la literatura de Gombrowicz. Surgió mucho antes de leerle. Nació exactamente de la visión de una fotografía que acompañaba a la entrevista que le hacían en el número uno de la revista española Quimera. Gombrowicz posaba con una gorra, muy altivo en lo alto de lo que parecía un carruaje, en Tandil, Argentina. Tenía lo que yo entendía que había que tener, un arrogante rostro de persona inteligente. Aún no sabía que él había escrito: “Cuanto más inteligente se es, más estúpido.”
     Aún no sabía esto ni otras muchas cosas, pero me pareció intuir que en la entrevista Gombrowicz decía cosas geniales o enrevesadas. Las frases enrevesadas acabaron pareciéndome incluso mejores que las geniales. Quiero ser como él, pensé inmediatamente. No quería ser como Juan Benet o Sánchez Ferlosio. Quería ser un escritor no-español, y a ser posible raro y del país más extraño que encontrara. Y cuando fuera maduro, quería escribir sobre la inmadurez, como Gombrowicz, y tener un rostro tan orgulloso como él. Como digo, fue un amor a primera vista a través de una fotografía y de unas palabras dichas en una entrevista que leí apresuradamente. Un comienzo de enamoramiento algo ridículo. Claro está que es bien evidente que siempre por algo se empieza. Del mismo modo que —otra evidencia— el amor es ciego. De repente, todo lo de Gombrowicz empezó a parecerme fascinante. Pero la irradiación del encanto, durante mucho tiempo, provino sólo del espacio de las entrevistas y de las fotografías que encontraba de este escritor. Me faltaba ponerme a leer los libros del tal Gombrowicz. Me faltaba nada menos que eso. Pensaba yo de todos modos que esas lecturas podían esperar, pues, a fin de cuentas, aún era joven e inmaduro. Es evidente que tenía una buena y tierna coartada. ¿O no?
     Lo primero que hice fue leer su vida. Voy a volver a hacerlo a lo largo de estas seis horas y cuarto (simbólicas, no asustarse) que vamos a dedicarle a Gombrowicz. ¿Fue interesante su vida? Lo fue, pero no la envidio. Eso me permite entrar en materia sin demasiados ahogos y con un cierto relajamiento, producto tal vez también de la hora. Estoy escribiendo esto a las seis y cuarto de la mañana, en Barcelona. Llueve. Y me acuerdo de la madre de Gombrowicz, esa madre que, con su discurso aburrido y su tendencia a creer en la realidad, explica el lenguaje vanguardista y provocador del hijo, que siempre entendió que una madre con un sentido normal de la realidad era como un pez que muerde el cebo y no ve el sedal.
     El mundo está lleno de madres realistas, pero no todas tienen hijos como Gombrowicz. El futuro escritor nació un 4 de agosto de 1904 en el señorío de Maloszyce, propiedad de su padre, situado a unos doscientos kilómetros al sur de Varsovia. A partir de los seis años comenzó a hacer un viaje anual con su madre realista, iban a Austria y Alemania preferentemente. “Artista lo soy por mi madre”, le decía Gombrowicz a Dominique de Roux en una de las entrevistas que éste le hizo en Vence. Abolir la tradición, el convencionalismo, el engaño de la forma, todo esto le llegó a Gombrowicz procedente de la rebelión que tan tempranamente inició contra su bendita madre. A ella le fascinaban los médicos eminentes, los profesores, el mundo real, los grandes pensadores, la gente bien educada, y en general las personas decentes y serias. Y fue ella la que, sin desearlo, empujó al hijo al más puro desatino, a esos tintes del Absurdo que dominarían años más tarde el colorido artístico del excéntrico Gombrowicz.
     Hacia 1914 descubrió el escritor la manera ideal de atormentar a su rígida y realista madre. “Consistía en afirmar sistemáticamente lo contrario de lo que ella pudiera decir.” La madre decía, por ejemplo: “Llueve.” Y efectivamente, llovía en Maloszyce. Pero el hijo decía lo contrario: “¿Cómo que llueve? Luce un sol espléndido.” La madre se desesperaba. “Llueve, estoy viendo que llueve.” De esa técnica de decir lo contrario, es decir, de esa impagable escuela alimentada por la madre, surgió en el joven Gombrowicz su futura obcecación en el desatino. En esa escuela materna aprendió a decir lo contrario de lo que de él se esperaba, aprendió a ser un adolescente profesional, a analizar el tema siempre fascinante de la inmadurez, a boicotear la forma nacional polaca (“cuando escribo no soy ni chino ni polaco”), a celebrar piadosamente la majadería, a alzarse contra los que lanzaban anatemas contra el yo, a proclamar que el arte goza de mejor salud cuando no surge directamente del medio artístico: “Esa facultad de sumergirme en la sandez es a mi madre a quien se la debo.”
     En 1926 se licenció en Varsovia de la carrera de Derecho. Al año siguiente, viajó a Francia, donde se rodeó de amigos que se dedicaban a la trata de blancas. Cincuenta meses después, de regreso a su país, comenzó a sentar la cabeza y también a sentar el culo, es decir, a frecuentar los cafés literarios de Varsovia. En 1936 tuvo amoríos con su cocinera, muchas relaciones con las criadas y, según sus propias palabras, “un flirt con una bella poetisa”. En 1937 apareció en las Ediciones Roj de Varsovia una de sus obras más famosas, Ferdydurke, una importante payasada, un tratado sobre la inmadurez cuya sombra se proyectó sobre el Mayo del 68 y ha terminado por convertir a su autor en lo más parecido —sobre todo para la juventud francesa de hoy— a una estrella del pop (ver el número que le dedicaron en la revista Les Inrockuptibles, por ejemplo).
     En 1938 pasó una larga temporada en la montañosa región polaca de los Tatras, donde se repuso de problemas físicos. Al año siguiente, fue invitado por la compañía de navegación polaca al viaje inaugural del barco Chorbry. Salió hacia Buenos Aires el primer día de agosto, y durante su breve estancia en Argentina estalló la Segunda Guerra Mundial. Ocupada Polonia, su estancia en Buenos Aires se prolongará hasta 1963, es decir, durante veinticuatro años.
     En Argentina notó que había pasado de su madre polaca realista a un concluyente mundo de vacas que espiaban. Es imprescindible leer sus reflexiones existencialistas en torno a su desazonante y proverbial encuentro con la mirada de una vaca. Aunque se puede leer en unos segundos, se recomienda emplear un cuarto de hora en la lectura de ese encuentro, rumiarlo pues, como si fuéramos nosotros mismos una pobre y vulgar vaca. Estamos tal vez ante un texto fundamental de Gombrowicz:

Estaba paseando por la avenida bordeada de eucaliptos, cuando se me apareció de repente, detrás de un árbol, una vaca. Me detuve y nos miramos en el blanco de los ojos. En este punto su bovinidad sorprendió mi humanidad y me sentí confuso en tanto que hombre, es decir, en mi humana especie […] Yo había permitido que la vaca me mirara y que me viera —esto nos hizo iguales— y de golpe yo mismo me convertí en animal, pero un animal extraño, casi diría prohibido…

A veces pienso que leer a Gombrowicz es como continuar aquel humano paseo suyo interrumpido por el ojo bovino, pero sintiéndonos “incómodos […] en la naturaleza que nos asedia por todas partes, como si […] nos contemplara”. En fin. Por falta de espacio y otras causas, los veinticuatro años que pasó Gombrowicz en Argentina se pueden leer aquí en unos cuantos minutos, siempre que después volvamos con más paciencia a pensar en la experiencia argentina del escritor. Y no hay mejor manera de pensarla que hacerse con los dos volúmenes de sus Diarios, donde el lector encontrará con gran profusión de detalles los momentos más brillantes —no en vano se encuentran ahí los retratos de momentos, relatos de instantes de deslumbramiento, de momentos en que nace un pensamiento en relación muy estrecha con contenidos casuales procedentes del ambiente—, los más esplendorosos momentos alcanzados por Gombrowicz a lo largo de toda su escritura, no sé si decir también a lo largo de su carrera.
     Fue un maestro en retratos de momentos. Pero sigamos. ¿De qué carrera hablamos cuando hablamos de Gombrowicz? Seamos justos. En realidad, cuando le llegó el éxito —lo que vino a coincidir con su regreso a Europa en 1963— no pareció éste hacerle demasiada gracia. Entendió muy bien que el éxito apetece mientras no se tiene. Una vez alcanzado, puede ser un gran engorro que la carrera de uno vaya bien:

¿Y qué puedo hacer yo? ¡Estoy en el ajo! Desde que ejerzo la literatura, siempre he tenido que destruir a alguien para salvarme a mí mismo. Si en Ferdydurke me he acogido a la crítica, ha sido por eliminarme del juego, por estar a un lado. Mis agresiones contra los poetas y los pintores también estaban dictadas por la necesidad de ponerme a un lado. Me moría de vergüenza sólo de pensar que algún día también yo sería un artista como ellos, que me convertiría en ciudadano de esa ridícula república de almas cándidas, un engranaje de esa máquina horrible, un miembro del clan. ¡Por nada del mundo!

Mientras no le llegó el éxito, estuvo en la suave Argentina. Ajedrez, vacas y pornografía. En 1941, experiencias homosexuales con muchachos de los barrios bajos bonaerenses. En el 42, billar y muchas conversaciones en el Café Rex. En el 43 ve cómo se va formando en torno a él un pequeño círculo de amigos y ve también cómo mujeres que creen en su obra le dan dinero. En el 44 comienza a escribir su drama La boda en las montañas de Córdoba. En el 47 inicia la redacción de Transatlántico. Diez años después, al producirse el deshielo político en Polonia, comienzan a editarse todas sus obras en su país. Al mismo tiempo, en París aparecen entusiastas críticas a Ferdydurke, lo que hace que comience a ser traducido a todas las lenguas, con la excepción de las de los países del Este. Del 58 es la foto en la que se le ve con una gorra sentado en un carruaje en la ciudad de Tandil, la foto que yo vería años después y que me llevaría a admirarle por su presencia física y por lo que decía en las entrevistas, la foto que hizo que sintiera hacia él momentos de una ciega atracción. Aunque leerlo, lo que se dice leerlo, no lo leí hasta el 93. Lo leí pues muy tarde y convencido de que mi escritura se parecía mucho a la suya. La sorpresa fue grande cuando en esos días, en mayo del 93, en un viaje en autobús a Teruel, leí el primer volumen de Diarios y vi con gran asombro que no se parecía en nada, pero es que en nada, a lo que yo escribía. Durante años había estado copiándole imaginariamente y eso me había servido para, sin saberlo, crearme un estilo propio.
     Queriendo parecerme a él, había acabado por parecerme a mí mismo. Al comentárselo al genial Sergio Pitol —traductor y gran admirador de nuestro escritor—, se limitó a decirme que había una aspiración de Gombrowicz con la que se identificaba por encima de cualquier otra y ésa no era otra que la voluntad de ser uno mismo a pesar del conocimiento de que son los demás quienes nos crean. Seguramente estaba refiriéndose a una frase clave en los Diarios de nuestro escritor: “No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman, eso es todo.”
     A mí me pasa lo mismo ahora. Creo que a lo largo de estos últimos años he hecho muy bien en decir que no sé quién soy —soy, en todo caso, cualquier escritor menos Gombrowicz—, pero que pido que no me expliquen los otros quién soy, pues para eso prefiero ser Gombrowicz. Volvamos a él. En el 63 deja Buenos Aires para siempre, se embarca en el Federico. “¡Maten a Borges!”, les grita a sus amigos bonaerenses desde lo alto del barco. Sabe muy bien lo que se dice, es un consejo enormemente sensato, al que no van a hacer caso sus pobres discípulos, que quedaron desolados para siempre andando por las carreteras más llanas de la Pampa.
     Tras un cuarto de siglo en Argentina (“Allí se siente la presencia de Europa con mucha más intensidad que en Europa, y al mismo tiempo se es exterior a ella. Además, en aquel territorio de vacas no se aprecia la literatura”), el 22 de abril llega a Barcelona. No baja del barco porque, según he podido averiguar hablando con Rita Gombrowicz (la joven canadiense a la que conocería en ese viaje definitivo a Europa y con la que se casó), no tenía dinero y tal vez la Barcelona de 1963, además, no le interesaba nada. Rita, en cualquier caso, está segura de que no puso el pie en esa ciudad y que esperó al día siguiente, esperó a que el barco atracara en Cannes para pisar Europa. Ese día 22 de abril yo fui a una matinal de música muy moderna, de música de Los Pájaros Locos. Así lo anoté en mi diario recién inaugurado, tenía entonces yo quince años y me habían regalado lo que se conocía por agenda americana. Fui a escuchar a Los Pájaros Locos sin, por supuesto, tener ni la más remota idea de que aquel sería el día en que más cerca en toda mi vida estaría de otro pájaro loco, el gran Gombrowicz.
     Al día siguiente, yo seguía siendo, claro está, un colegial. Gombrowicz, por su parte, tomaba en Cannes el tren Mistral, directo hacia París. Allí, en una habitación de hotel, cerca de la Ópera, tuvo que abrir una ventana porque le faltaba aire y respiraba cada vez peor. Empezó a comprender que Europa, para él, suponía la muerte: “Me dije, has llegado hasta el fin del camino, estás acabado.”
     Días más tarde, llegaba a Berlín, donde le habían concedido una beca de un año. Seguía respirando mal. Se hallaba por fin en ese lugar demoniaco (según sus propias palabras) de donde antaño partiera la Gran Ruina, la suya incluida. Esa ruina fraguada por el ardor guerrero que le dejó un cuarto de siglo en Argentina: “Resistí en Berlín un año justo, con una sonrisita ambigua en los labios, a un paso de Polonia, taciturno y con la voz cenicienta.” Allí en Berlín no tardó en coger una gripe, una gripe de nada que por muy poco no le dejó muerto. Le dieron el premio Internacional de Literatura y con él llegó por fin una cálida oleada de lectores y también un discreto bienestar económico que comentó cínicamente: “Un pequeño piso, un cochecito, una mujer, una vida familiar. Heme aquí pues, escritor, y cumplidos los sesenta, puedo decir lo que cualquier estudiante tras haber obtenido el título de médico o de ingeniero: soy alguien, me he hecho a mí mismo.” Parecía tener muy en cuenta una sentencia de Robert Walser: “Que un escritor se convierta en alguien no hace sino degradarlo a la condición de limpiabotas.”
     En efecto, ya era alguien, no como en Argentina donde hasta las vacas —con las honrosas excepciones de sus amigos Virgilio Piñera, Juan Carlos Gómez (El Goma), Mariano Betelú, Alejandro Russovich y algunos otros— despreciaban su literatura. En Europa sí que era valorada, pero tal vez el reconocimiento le llegaba demasiado tarde, porque Europa —ahora podía verlo— era una ventana de hotel, junto a la Ópera, sin aire alguno. Ya lo había advertido en su momento Nabokov al repetir una y otra vez en sus novelas una estructura argumental según la cual el protagonista que viaja permite que se apodere de él la destrucción y que eso ponga en marcha el mecanismo que desencadenará el final de la historia. Y es que la nostalgia de un lugar sólo enriquece mientras se conserva como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte.
     A pesar del reconocimiento, ahora todo parecía indicar que la Mano (así llamaba a su destino, tan gentil con él cuando le depositó en Argentina al estallar la Segunda Guerra Mundial y tan esquivo después) había dejado de serle propicia. La misma Mano que le había situado en el país de las vacas que no apreciaban la literatura, se las había ahora arreglado para que no pudiera saborear las alegrías sino a través de un cristal hecho de una carencia, de una suprema carencia de aire: “La Mano me impuso la ascesis, y yo la acepté sin rechistar. Siempre estuve convencido, desde mis comienzos, de que la literatura no podía promocionarme ninguna ventaja material. De hecho nunca había contado con ello. Decidí trabajar como trabajaba antes. Y me dediqué a Cosmos, que terminé en Vence.”
     En Vence, su última residencia, se hizo una fotografía en la que aparecía como “gárgola” de su casa y que hoy en día es un documento —me lo pasó Rita Gombrowicz— que aprecio mucho más que la tonta fotografía de Tandil. En Vence respondió a las preguntas de un nuevo amigo, Dominique de Roux. Preguntas todas bienintencionadas, especialmente una, la que se interesaba en saber por qué, al terminar la Segunda Guerra Mundial, esa Mano que le protegía no le había depositado, por ejemplo, en Europa occidental. Ignoraba pues De Roux lo peligroso de las corrientes de aire europeas, particularmente las parisinas. Gombrowicz, que había intuido ya cuál era su destino real, vio cómo le brindaban en bandeja una respuesta largo tiempo meditada: “Porque un día u otro habría terminado en París, y eso, evidentemente, la Mano no lo deseaba.”
     París —estaba en realidad diciéndole a Dominique De Roux— le habría ahogado antes de tiempo, se habría pasado los días con el pedante Sartre en el café de Flore, no habría respirado el bobo aire vacuno de esa Argentina europea que le hizo libre. A veces me pregunto si, al hablar con De Roux, no estaría él recordando en todo momento esta frase de Malraux que tanto apreciaba: “En París los intelectuales, con frecuencia, son incapaces hasta de abrir un paraguas.” Miro ahora, por cierto, a través de mi ventana, y veo que sigue lloviendo sobre Barcelona. Y me acuerdo de que no tengo paraguas. Si sigo escribiendo sobre Gombrowicz, no me mojaré. Es la única certeza que me llega ahora mientras me pregunto si soy yo el que, hace un momento, ha mirado por la ventana y el que no tiene paraguas. “Me creo a mí mismo a través de mi obra. Primero combatiré, y después sabré lo que soy”, le oigo decir a Gombrowicz.
     Sé el tiempo empleado en leerla, pero no el que tardé en comprender esa vida, que en realidad es esencialmente una obra. Pero sí sé que un día le oí decir a Christopher Domínguez Michael que aún no sabía si Gombrowicz fue un genio que sólo el nuevo siglo comprenderá o una extraña criatura de la vanguardia que incubaban en la gran Polonia escritores como Schulz y Witkiewicz. Y también sé que le oí decir que había cruzado con muy poca gente palabras en torno a la obra de Gombrowicz (citaba a Pitol y Manjarrez entre otros), “pues entre las características que delatan a este misántropo es que poco puede decirse de él”.
     Creo que sólo se puede decir de Gombrowicz que sus temas preferidos eran la forma y la inmadurez (“En todo lo que escribo, uno de mis objetivos es estropear el juego, porque en el fondo somos todos unos eternos mocosos”), que hay que leer su obra (que es su vida), y sobre todo que lo más recomendable para saber algo de él y de su gran valía literaria es acudir a sus Diarios, una de sus dos obras maestras. La otra me temo que ya no la podemos apreciar en todas sus dimensiones, la dejó escrita en el wáter de un café de la calle Callao de Buenos Aires. Encerrado, aislado, con la seguridad de que nadie iba a verle (en esos tiempos aún no había cámaras ocultas), en una sosegada intimidad y con el murmullo del agua que le decía “hazlo, hazlo”, sacó un lápiz y lo ensalivó y escribió en español, en lo alto de la pared para que fuera difícil borrarlo, algo, oh, algo absolutamente vulgar, nada genial: “Señoras y señores, para nuestro beneficio, / No lo hagan en la tapa, sino en el orificio.”
     Guardó el lápiz. Abrió la puerta. Se mezcló de nuevo con la multitud. Se quedó pensando que nunca en la vida se le había ocurrido que algo así podía resultar tan fascinante. “Había en ese algo… algo extraño y embriagador, debido probablemente a la terrible evidencia de la inscripción unida a la absoluta ocultación del autor, al que es imposible descubrir. Y también al hecho de que se trata de algo absolutamente inferior al nivel de mi creación.”
     ¿En el placer de ocultarse en las regiones inferiores residió paradójicamente la aristocrática creatividad de Gombrowicz? Tal vez esto explique que, con tanto ocultamiento, poco pueda decirse de él, salvo tal vez ese egotista “Lunes Yo. Martes Yo. Miércoles Yo. Jueves Yo” con el que comienzan sus Diarios y, seamos sinceros, con los que comienza todo en esta vida. En la vida de Gombrowicz, para empezar. En esa vida a la que nos hemos acercado a lo largo de estas seis horas y cuarto, que aquí terminan. Guardo el lápiz, abro la puerta, estoy seguro de algo y no sé de qué. Ah, sí. De que son las ocho y veinte de la mañana. De eso estoy tan seguro como de que Gombrowicz tenía la convicción de que la vida y la obra son una misma cosa. En él cada palabra se encarnaba en su vida, trabajó mucho sobre sí mismo creando su propio estilo. Su obra —oscura, sonámbula y extravagante— era la reencarnación de su propia personalidad. De eso estoy tan seguro como de que sigue lloviendo en Barcelona y llueve, además, con gran crueldad sobre toda la costa catalana. De eso estoy tan seguro (que no venga ahora la madre de Gombrowicz y me desmienta) como de que nuestro escritor le insufló humor e inmadurez a la Revolución, palabra que hasta el 68 había sido totalmente sagrada. El otro día, aún le oía yo decir a Cohn-Bendit (discípulo confeso de Gombrowicz) que la rebelión de Mayo había sido, en efecto, sólo un juego y un combate de la inmadurez contra la impresentable madurez. Y añadió (eso me pareció nuevo y más gombrowicziano y ferdydurkiano imposible): “En realidad, si quiere que le diga la verdad, nuestra Revolución se sublevó contra el matrimonio De Gaulle, eso fue todo.”
     Estoy mirando ahora una foto del matrimonio De Gaulle. Se les ve de espaldas a la cámara, románticamente abrazados, sentados en el rellano que hay en lo alto de una tapia de su jardín. Dos gruesos culos. Ahora comprendo a la Revolución. Y de paso a Gombrowicz. –

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