L. M. Oliveira
El oficio de la venganza
Ciudad de México, Alfaguara, 2018, 264 pp.
L. M. Oliveira (Ciudad de México, 1976) es un explorador de los infiernos humanos. En ocasiones, su pluma hurga en los avernos mediante la narrativa: la paternidad mezquina del altanero Sebastián, por ejemplo, en Bloody mary (Literatura Random House, 2010), su primera novela; o ese tabú de la clase media, el fracaso, en la caída y frustrada redención del médico Pablo, de Resaca (Literatura Random House, 2014), la segunda. En otros casos, la lente con que asoma al abismo es reflexiva: ha estudiado la genealogía de la intolerancia en el ensayo La fragilidad del campamento (Almadía, 2013), y el camino que conduce de la humillación histórica del mexicano a la hiperviolencia nacional en otro ensayo, brillante, titulado Árboles de largo invierno (Almadía, 2016). Incluso su obra más burlona a la fecha, la novela Por la noche blanca (Ediciones B, 2017), sigue esa línea y presenta el hundimiento, casi fatal, de Otelo, un adolescente que combina la manejada de un Uber con la distribución de cocaína en una Ciudad de México aviesa, arrabalera y lujuriosa a la vez, dominada por la precariedad, el hampa y el reguetón. Ahora, en su más reciente novela, El oficio de la venganza, Oliveira suma sus procedimientos, es decir, la observación de las fragilidades y tormentos de sus personajes, la meditación de sus actos y la ironía sobre sus flaquezas, para construir un texto implacable en torno al desquite, a la revancha, esa arma de variados y temibles filos.
La novela abre de modo singular con una seguidilla de veinte epígrafes, tomados lo mismo de nombres fundamentales de la literatura (Shakespeare, Dumas, Melville, Conrad, Dostoievski, Pound) o el pensamiento (Confucio, Russell, Burke, Weil) que de santones de las letras populares (King, Waltari). El preludio funciona, en realidad, como un breve estudio liminar. A la manera, podría decirse, de las oberturas de ópera o de esos prólogos aclaratorios en ciertas novelas por entregas. Pero, antes de que un hipotético lector avant-garde frunza el labio y recurra a los antidepresivos al enterarse de esto, cabe puntualizar que Oliveira aprovecha, sí, la estructura episódica de la narrativa tradicional, la de los dramas con tesis y las aventuras repletas de sucesos y personajes, así como el vasto aparato de referencias asociadas, fatalmente, al tema que vertebra su relato, el de la venganza. Pero no se limita a mimetizar los ilustres ejemplos que invoca: los repasa y, a la vez, los renueva.
La historia arranca, desde la primera letra, con el pie en el acelerador. Un secuestrado recobra el sentido en una camioneta que da brincos por un camino, en lo profundo de Michoacán. Luego, mientras yace en una habitación inspirada en la cámara de una pirámide, el hombre, Aristóteles Lozano, recordará el torvo camino que lo llevó hasta allí. Lozano, en el pasado, fue un bon vivant más o menos desquehacerado, un cínico por comodidad y, por tedio, un pseudointelectual chilango. Vivía de sus rentas y sus actividades recurrentes eran escribir poesía y crítica literaria (con seudónimo) y disfrutar de Julieta, su chica, escritora, “la niña de oro de la literatura mexicana”, ambiciosa e hipócrita, y Jamón, su bulldog francés. Pero esa estabilidad salta por los aires cuando Cristóbal San Juan, un estafadorcillo carismático, reaparece en su horizonte. Entre memorias, cocteles, presentaciones, restaurantes y copas, San Juan se las arregla para escaparse con Julieta y hasta con Jamón. Y la vida simple y vacua que Lozano ha sobrellevado, no sin placer, se llena, de pronto, de ira. Y adquiere un sentido distinto y contundente: la vendetta. Y, así, el personaje empieza un periplo en pos de San Juan, reconstruyéndose por el camino como alguien más: un hombre con una misión, un sabueso, un vengador. Pero uno que duda, que vacila, y que es capaz de asociar la velocidad física de sus traslados con el fuego de sus cavilaciones. Lozano no se detiene nunca, ni cuando piensa, ni cuando viaja, ni cuando maquina, ni cuando come o bebe. Tampoco lo hace la prosa de Oliveira, riquísima en fraseo, en evocaciones, en saltos temporales y vuelcos de enfoque. El descripcionismo, la ocasional pedagogía (o la abierta moralina), el ritmo habitualmente grave y pausado de la vieja novela episódica dan paso, en esta reinvención, a un discurso enérgico, inteligente, sintético. Si alguien sostiene que la narrativa contemporánea es un mero sucedáneo de la decimonónica es porque no entiende las distancias abismales que separan a una de otra en cuanto a lenguaje y construcción dramática, marcos referenciales, estructura narrativa y, sobre todo, en cuanto al manejo del tiempo (y si alguien no entiende que la narrativa se trata de manejar, organizar y desenmascarar el tiempo, mejor que se dedique a la filatelia).
La aventura y la desventura son filos del mismo cuchillo. Lo preconizaron Defoe, Stevenson y también Camus o Coetzee. Lozano es convertido simultáneamente en un Edmond Dantès fascinado con la fantasía de su desquite, y un Meursault en espera de ejecución. Recorre mundo y va de Nueva York, Barcelona, Chicago y Londres a Guanajuato, Isla Mujeres y Morelia y de allí a los bosques michoacanos, en donde el elusivo Cristóbal ha dado su golpe maestro. Reconvertido, transfigurado, el estafador es ahora el sincero y orate gurú de una secta localizada en un poblado al que llaman, cómo no, Utopía.
La resolución formal del texto es plena. La acción cierra poco después de donde comenzó, en un éxtasis de delirio, pesar y, finalmente, de violencia y aniquilación. Y el ritmazo de este estudio móvil (porque la narrativa es muchas cosas y también reflexión en movimiento) sobre el desquite se detiene apenas en el punto final, como un corazón que se para. El vértigo que deja tarda en disiparse.
El oficio de la venganza, pues, con su dinámica narrativa, con la agudeza de su mirada (muy suculenta, por cierto, en los atisbos que ofrece del “mundillo” literario, pero no menos penetrante en los vislumbres del quiebre de la convivencia en México), y, sobre todo, con su apuesta por desentrañar los vericuetos éticos, pero también sensoriales y simbólicos de su tema, es una gran novela de aventuras al modo clásico o, mejor aún, la versión contemporánea y renovada de una. Y también, y esto resulta abiertamente inusual en esta época de narrativas que piensan poco y farolean mucho, una novela filosófica. Por derecho propio y en el siglo XXI mexicano. ~