Al margen de las instituciones

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Las llamadas culturas populares han tenido, a lo largo de siglos, una vida independiente de las instituciones. Sobreviven testimonios y reportes del Virreinato que dan cuenta de las prácticas culturales de los grupos marginados, considerados entonces transgresores de los ideales y la moral cristiana. A pesar de múltiples prohibiciones, los indígenas y quienes pertenecían a las “castas” fueron creando sus propias expresiones culturales. Se puede incluso retroceder al periodo prehispánico y encontrar la configuración de culturas complejas porque abrevan y mutan ante los movimientos, invasiones y conquistas que se han sucedido por milenios.

Sin embargo, después de la Revolución, Vasconcelos concibió a la raza cósmica como la fusión de los orígenes indoamericanos, europeos y asiáticos de la población, y propuso al “mestizo” como la esencia de la cultura nacional. En los hechos, fue una nueva forma de imposición, pues mantuvo la premisa de que “el indio era un problema” e hizo de su asimilación una política cultural. Si bien hubo un importante esfuerzo, en las políticas públicas de las primeras décadas posrevolucionarias, de investigar y dignificar la riqueza de las artes populares, las bellas artes permanecieron como paradigma de lo sublime, la alta cultura siguió siendo el modelo aspiracional por excelencia. De ahí que el plan de acción de distintos gobiernos se haya basado en cultivar al pueblo –“llevar cultura”–, partiendo del supuesto de que el nuestro es un pueblo inculto.

Con todo, a través de los siglos es posible rastrear, como hilo conductor, la resistencia de diferentes sectores de la población. Este es el sustento del marco teórico, surgido en las décadas de 1970 y 1980, que identificó y describió a las culturas dominantes, las subalternas y la cultura de masas. La primera es una cultura de élite, que se aprecia en la promoción, difusión y formación en danza y música –en el caso de ambas, clásica y contemporánea–, artes plásticas y visuales, literatura y teatro. Estas disciplinas aún son el fundamento de la política cultural a nivel nacional, estatal e incluso municipal: las instituciones y programas del Instituto Nacional de Bellas Artes –y sus versiones estatales y municipales– reciben el 80% de los recursos dedicados a la cultura, aunque apenas el 20% de la población las practique. En tanto que las culturas populares e indígenas viven la paradoja de representar el 80% de las expresiones culturales del país y recibir un presupuesto casi veinticinco veces menor (el 1.16% del presupuesto público en cultura).

((A ellas les corresponde la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas (DGCPIU), la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart) y el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali), y sus versiones estatales.
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En cambio, la cultura de masas es responsable de promocionar, en los medios de comunicación y gracias a la publicidad, mercancías que uniforman los gustos con el propósito de crear una base numerosa de consumidores acríticos. En México, muchas empresas fomentan la discriminación y el racismo contra grupos culturales marginados, que no entran en su esquema salvo que se puedan apropiar de sus ex- presiones, sacándolas de contexto. Esto ha ocurrido de manera contun- dente en la música y la gastronomía indígena y regional. Los “ballets folclóricos” promovidos por el Estado también son un ejemplo de la apropiación por parte de las élites.

El investigador Néstor García Canclini enriqueció el marco teórico acerca de las culturas (dominantes, subalternas y de masas) cuando identificó tendencias nuevas que ocurrieron en la década de 1990 con la firma del TLCAN. El inédito movimiento migratorio de distintos sectores poblacionales y los procesos de globalización tuvieron un impacto singular en las ideas y expresiones culturales. Al respecto, García Canclini elaboró el concepto de culturas híbridas que resultan de la circulación internacional. La exportación e importación de elementos culturales da pie a la aparición de expresiones híbridas que fusionan objetos y aspectos que en apariencia no tienen una tradición en común. Las instituciones y las políticas van a la zaga de estos acontecimientos.

Por si fuera poco, el Estado ha tenido que atender a las regiones y zonas rurales y urbanas inmersas en violencia extrema por medio de programas culturales “para la armonía y la paz” que buscan “recomponer el tejido social”. La apuesta es formar sitios de interacción donde la comunidad encuentre maneras de mejorar las relaciones personales, en las que también se valoren el respeto y la convivencia pacífica. Ante esta urgencia, los gobiernos apoyan algunas expresiones artísticas, en particular, la música sinfónica y coral, la danza o el teatro inspirados en ejemplos y modelos latinoamericanos. Sin embargo, en nuestro país, estos programas aún no han madurado lo suficiente como para que se apliquen criterios de evaluación de impacto. Además, surgen varias dudas: ¿el gobierno impone los programas o estos se implementan después de un diagnóstico en que participa la comunidad?, ¿se justifican en necesidades sentidas?, ¿son coyunturales?, ¿son acciones aisladas y sin continuidad o consiguen arraigarse y la comunidad se apropia de ellas?

Con el paso de las décadas hay cada vez más notas periodísticas sobre la extinción de las prácticas y expresiones de las culturas populares. Destacan las lenguas e identidades indígenas –cerca del 30% están en algún grado de riesgo–, las técnicas y materias primas artesanales, los cultivos y el manejo del medio ambiente, los embates de la industria médica contra la medicina tradicional. Los programas de “rescate” son apenas líneas de acción aisladas que carecen de recursos económicos suficientes (no se planean, por ejemplo, con esquemas de financiamiento multianual). Pese al reclamo por mecanismos de protección para las creaciones colectivas, se avanza a paso de hormiga, y se privilegia a quienes se apropian de estas expresiones.

Son, por ello, paradójicas las reformas a la Constitución que reconocen los derechos culturales y humanos de acuerdo con los tratados e instrumentos internacionales (suscritos por México ante la UNESCO). Quizás el hilo conductor que explica la omisión de una política cultural que reconozca plenamente los conocimientos y aportaciones de las culturas populares sea la discriminación y el racismo de la sociedad contra los pueblos originarios y las culturas populares. Quizás aún se les considera ejemplo de “atraso”. De ser así, nuestras instituciones seguirán apostando por un país uniforme y excluyente. ~

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es antropóloga, especia- lista en textiles tradicionales mexicanos y curadora del Centro de Estudios de Arte Popular Ruth D. Lechuga del Museo Franz Mayer.


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