Fotografía: Mathieu Asselin

Entrevista a Jonathan Haidt. “Enfatizar las identidades tribales es una idea muy mala en una democracia diversa”

Jonathan Haidt (Nueva York, 1954), profesor de la Stern Business School en la Universidad de Nueva York, estudia la psicología moral y la polarización: escribe sobre el tribalismo, sobre el asco y lo sagrado en política, sobre distintas actitudes ante lo extraño o la libertad de expresión. Deusto publica en enero un ensayo influyente, La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, un estudio sobre cómo funcionan la mentalidad conservadora y progresista. Acaba de editar en inglés The coddling of the American mind, escrito con Greg Lukianoff, un ensayo que tiene algo de advertencia sobre una hipersensibilidad contemporánea, especialmente visible en la sobreprotección de los alumnos y los hijos, y sus consecuencias en el debate político y en nuestra forma de enfrentarnos a las dificultades.
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Define The coddling of the American mind como un “relato de detectives de ciencias sociales”.

El origen principal del libro es que Greg Lukianoff descubrió que en 2013 y 2014 los alumnos universitarios empezaban a utilizar las mismas distorsiones cognitivas que él había aprendido a evitar cuando seguía la terapia cognitiva-conductual por depresión. Vino a verme, porque yo soy psicólogo y él había leído mi primer libro, The happiness hypothesis, y quería hablar de su teoría psicológica sobre lo que estaba cambiando en las universidades. Pensé que era una idea estupenda y le ayudé a escribir en 2015 el artículo original, “The coddling of the American mind”. Era un proyecto muy estimulante para mí porque The happiness hypothesis trataba de diez antiguas ideas que son profunda y universalmente ciertas, como que lo que no te mata te hace más fuerte. Aquí Greg había encontrado pruebas de que se extiende la idea de que lo que no te mata te hace más débil. Desde el principio, nos preocupaba que se popularizasen ideas que son lo opuesto a la sabiduría.

Otra observación interesante que aparece en el libro es el concept creep, una especie de “deslizamiento de concepto”.

Se trata de una idea brillante de un psicólogo australiano, Nick Haslam. Su observación es que muchas palabras del ámbito de la psicología, como trauma, bullying, prejuicio o abuso cambian de significado con el tiempo. Por supuesto, esto no es malo en sí: todas las palabras se van moviendo. Pero en este caso tienden a moverse en una dirección: hacia abajo. La barra se hace más baja, abarcan cada vez más áreas. Tienden a deslizarse en formas que ayudan a algunos movimientos de política identitaria a impulsar sus agendas. Si extiendes el significado de trauma y bullying puedes acusar a más gente de insensiblidad y crueldad. Es lo que vemos en los campus universitarios. Los alumnos dicen que las palabras pueden ser traumáticas pero no suelen decir que lo sean para ellos. Dicen que pueden serlo para otros. Y por eso, prosigue su razonamiento, debemos impedir que se produzca este discurso. No se trata de proteger tu ser o tu ego sino de ayudarte a ser mejor fiscal de tus enemigos.

Diferencian dos tipos de política identitaria. Una más inclusiva y otra que llaman la del enemigo común.

Mi área de investigación es la psicología moral y, en concreto, por qué buenas personas están divididas por razones de política y religión. Intento partir de la premisa de que hay algo bueno y verdadero en todo movimiento. También en la política de la identidad hay algo bueno, correcto y verdadero: necesitamos que haya gente que busque injusticias e indignidades que sufren algunas personas a causa del grupo al que pertenecen. No hay nada intrínsecamente incorrecto en un movimiento político que luche por la dignidad política de un grupo, de hecho deberíamos empezar con la asunción de que este movimiento está moralmente justificado y es noble. Pero todo depende de cómo lo haga. La verdad más básica de la psicología social es el proverbio beduino que dice: “Yo contra mi hermano. Mi hermano y yo contra mi primo. Mi hermano, mi primo y yo contra el forastero.” La gente es muy buena a la hora de unirse para combatir al enemigo. Hay una forma de política de la identidad que intenta unir a la gente en el odio a un enemigo. Pero cuando eso se hace en una institución como la universidad y el enemigo son los hombres blancos, en general es difícil ver cómo esto puede funcionar alguna vez, cómo puede hacer algo más aparte de crear división. Y tampoco queda muy claro cómo puede ser justo: demonizar a un tipo de gente por su pertenencia al grupo es una gran injusticia y un acto suicida en una democracia multiétnica. Enfatizar las identidades tribales es una idea muy mala en una democracia diversa.

El enfoque alternativo es trazar un círculo en torno a todo el grupo para señalar qué tenemos en común y luego argumentar la necesidad de cambio para conseguir que los miembros del grupo tengan iguales derechos y dignidad. Esto es exactamente lo que hacía Martin Luther King Jr. Hablaba infatigablemente de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros hermanos y hermanas blancos. Hablaba de lo que era bueno de Estados Unidos, utilizaba el lenguaje de América y del cristianismo para trazar un círculo en torno a esta comunidad que hacía que la gente de esa comunidad estuviera más abierta al cambio. La política de la identidad no es algo malo, pero cuando se hace uniendo a varios grupos contra otro grupo es algo malo.

En La mente de los justos y en otros de sus ensayos estudia la polarización y el tribalismo.

Los problemas de la democracia que tenemos en Estados Unidos ahora no son únicos. Vemos menos confianza en la democracia, y el ascenso de autoritarismo en países como Turquía. Los dos candidatos más claros para explicarlo son la globalización y las redes sociales. La globalización ha tenido efectos similares en muchos países occidentales: incrementa enormemente la riqueza de aquellos cuyo trabajo gira en torno al procesamiento de símbolos y la creación cultural, que tienden a vivir en ciudades importantes. Estos se han vuelto globalistas. Generalmente pertenecen a la izquierda, pero ahí también está la derecha partidaria del libre mercado. Frente a ellos, la gente que hace cosas físicas en fábricas o en la agricultura son los perdedores en Occidente. La globalización ha trasladado la producción a lugares donde se puede hacer por menos dinero. En muchos países la división izquierda-derecha se reorienta para convertirse en una división entre la élite globalista de las ciudades frente a personas de mentalidad más tradicional, más nacionalistas y menos educadas que viven en la mayor parte del país. El segundo elemento son las redes sociales. Cada vez que hay una nueva tecnología de diseminación de la información, desde la imprenta a la televisión, la televisión por cable, internet o las redes, cambia el equilibrio de las relaciones sociales y se forman grupos de maneras más nuevas y más rápidas. Somos muy propensos al tribalismo y a creer cualquier cosa que nos haga a nosotros buenos y a los otros malos, e internet y las redes sociales han permitido a la gente que crea cualquier cosa horrible sobre el adversario. Esto contribuye a crear un odio y miedo hacia el otro lado, a desarrollar una cultura emergente que a veces llaman de la posverdad. No tenemos buenas formas de limitar o examinar información que se extiende ampliamente.

Ha escrito e investigado sobre la libertad de expresión. En el libro hablan de la idea de que las palabras son en sí violentas. También señalan un cambio: si durante mucho tiempo la izquierda tendía a defender la libertad de expresión, ahora no siempre sucede lo mismo.

En La mente de los justos concluía que para entender cualquier grupo tienes que entender qué es sagrado para ellos. Alrededor, hay un espacio de ignorancia motivada. La izquierda solía defender los derechos de los trabajadores y la clase obrera, en los años treinta, cuarenta y cincuenta. La nueva izquierda cambió el foco a asuntos de injusticia racial y de género, a denunciar otras desigualdades, a defender los derechos de las minorías sexuales. Son causas importantes, buenas y nobles. Pero en cuanto conviertes una cosa en algo sagrado estás dispuesto a pisotear o descartar otros valores. Lo que ocurre ahora en las universidades no es que la izquierda esté en contra de la libertad de expresión. En Estados Unidos todo el mundo dice que está a favor de la libertad de expresión. Pero partes de la izquierda académica han elevado la lucha contra el racismo y el sexismo a un estatus casi religioso, que implica que cualquier cosa que se pueda presentar como algo opuesto a ese objetivo debe ser rechazado. Y si la libertad de expresión significa que puede ir al campus un ponente que hable de diferencias sexuales o incluso raciales, debe ser evitado del modo en que sea posible. Y eso incluye gritos, silbatos, bloquear puertas y en algunos casos incluso violencia física. No es que no valoren la libertad de expresión, es que han construido un mundo moral para ellos mismos donde todo debe sacrificarse en aras del objetivo de la igualdad racial.

Hace unos meses John Gray hablaba de hiperliberalismo con respecto a esa tendencia de los campus.

Durante un tiempo dejé de usar la palabra liberal, porque en Estados Unidos hemos estropeado la palabra haciendo que signifique izquierda. Liberal tiene que ver con la libertad, un compromiso con construir una sociedad que garantice a los individuos la máxima libertad para construir la vida que elijan. Yo soy un liberal a lo John Stuart Mill. La izquierda era liberal en muchos asuntos, en especial en la libertad personal. Pero cada vez más partes de la izquierda se han vuelto iliberales a causa de su devoción por luchar contra el racismo y el sexismo. Son objetivos nobles, pero si dices a otra gente qué debe decir, cómo puede vestir o bailar, te vuelves iliberal. Y en Estados Unidos hay un gran énfasis en estos aspectos en las universidades, con asuntos como la apropiación cultural. Según ese punto de vista, los blancos no deben llevar ropa de otras culturas, ni cocinar comida de otras culturas. Es un enfoque iliberal de la vida en una sociedad diversa.

En La mente de los justos, publicado originalmente en 2012, usted hablaba de lo que separa a liberales y conservadores, y trataba de algunos de los temas que ahora parecen estar en el centro del debate.

Mi primer libro, The happiness hypothesis, trataba de diez ideas antiguas. El segundo trataba de la psicología moral y la psicología del tribalismo. Cualquiera podría pensar que en algunos campus o departamentos la gente ha leído los dos libros y se ha propuesto hacer exactamente lo contrario de lo que yo recomendaba. Se han dedicado a enseñar a los alumnos lo contrario de la vieja sabiduría. Por ejemplo, enseñan que hay que confiar siempre en tus sentimientos o que la vida es una batalla entre buenos y malos. Es lo contrario de lo que enseñaban Buda, Jesucristo o muchos de los estoicos. La mente de los justos trata de cómo tener menos superioridad moral y ser más comprensivo. Los estudiantes y profesores universitarios, en campus de élite, se vuelven más intolerantes y desarrollan una mayor percepción de superioridad moral. Me preocupa mucho el estado actual de la política estadounidense y temo que cuando esta generación llegue a la vida política en diez o veinte años sea todavía peor a la hora de dirigir el país que nuestros líderes actuales.

Hablan de la generación iGen: dicen que es muy sensible y frágil. Y apuntan que, aunque hay que ser cautelosos, puede haber un efecto de las redes sociales.

Los cambios generacionales son normalmente lentos. Es difícil encontrar líneas claras. 1946 es una. Los niños que nacieron justo después de la Segunda Guerra Mundial fueron una oleada enorme en un país que cambiaba rápidamente. 1946 fue una línea muy clara en la demografía. Parece que 1995 puede serlo. Lo aprendí leyendo iGen, un libro de Jean Twenge que muestra que hubo un cambio brusco en comportamientos y actitudes sociales entre los jóvenes nacidos después de esa fecha. Es importante darse cuenta de que al menos en Estados Unidos la generación millennial solo incluye a los nacidos entre 1982 y 1994. Es un punto de inflexión. Hay varias razones posibles. Twenge cree que la principal es que el iPhone salió en 2007. Muy pocos lo tenían en 2009, pero en 2011 la mayoría sí. La naturaleza de sus interacciones diarias en la adolescencia ha sido radicalmente distinta a la de anteriores generaciones. Afecta sobre todo a las chicas: utilizan las redes sociales de maneras que tienden a afectar más a otras chicas. Los chicos las utilizan sobre todo para jugar a videojuegos, lo que no es muy dañino. Pero mostrar dónde estás, con quién estás y con quién no parece tener un efecto algo más grande y totalmente negativo que se nota más en las chicas. En Estados Unidos se han detectado aumentos en ansiedad, depresión, autolesión y suicidio en las adolescentes. No sabemos con seguridad si las redes sociales eran la causa principal, pero es la más probable. Hay también muchos cambios en la forma de criar a los hijos. A finales de los noventa dejamos de permitir que los niños salieran sin vigilancia. Los niños en Estados Unidos ahora apenas tienen algún tiempo no supervisado. Sufrimos por una ilusión paranoide masiva que dice que si nuestros hijos no están supervisados serán secuestrados. Privamos a nuestros hijos de la oportunidad de aprender a ser independientes, y probablemente eso ha contribuido a que aumenten los índices de depresión y ansiedad.

Critican el safetyism, una obsesión con la seguridad. ¿Ve diferencias entre Europa y Estados Unidos al respecto?

En otros países se anima a los hijos a jugar sin vigilancia, a salir a la calle, caminar por el bosque, jugar con herramientas. En muchos otros países se da más libertad a los niños de la que les damos en Estados Unidos o el Reino Unido. Lo curioso es que esta extraña costumbre del culto a la seguridad comenzó en Estados Unidos, en los campus, pero se extendió muy rápidamente al Reino Unido y Canadá y ahora también a Australia y Nueva Zelanda. No veo muchos signos de eso en Europa o España. Hay corrección política en muchos países, pero lo nuevo es la teoría de que palabras o ideas odiosas causan un daño físico a personas vulnerables, como si fuera un puñetazo: la creencia de que la gente puede resultar herida por palabras que no son siquiera un insulto. Palabras que son consideradas una microagresión y que a veces incluso son elogios pueden interpretarse como una agresión y ser equivalentes a la violencia. Es algo que se extiende desde Estados Unidos, pero no ha llegado a Europa.

Explican que hay un cambio profundo: lo que cuenta no es la intención, sino cómo se percibe su efecto.

Es una línea muy importante. La psicología moral normal juzga a la gente por sus intenciones. Si alguien se choca contigo sin querer por la calle, no creemos que sea agresivo, que deba ser castigado. Solo debe pedir disculpas y ya está. Si es intencional, si alguien te empuja, pensamos que es más grave. Pero en este cambio del lenguaje para ganar batallas retóricas, algunas subculturas políticas han desarrollado la idea de que no importa la intención sino el impacto. Si un miembro de un grupo demográfico protegido se siente incómodo por algo que se dice, la persona que ha dicho esas palabras ha cometido un acto de agresión, aunque las palabras sean un elogio o una expresión de curiosidad por el origen de alguien. Puedo entender que algunas preguntas pueden ser molestas. Por ejemplo, un estadounidense de origen asiático al que le pregunten todo el tiempo de dónde es, o de dónde son sus padres. Pero enseñar a tus alumnos asiáticos que tomen esas preguntas como un acto de agresión es muy dañino para ellos.

El debate recuerda en algunas cosas al que teníamos hace unos veinticinco años.

Hay olas periódicas de protesta. La protesta de la izquierda tiende a centrarse en asuntos de desigualdad. Es frecuente que temas similares surjan a menudo. Esta ola empezó quizá en 2012-2013. Hay un eterno equilibrio entre izquierda-derecha. Lo diferente ahora es el elemento de safetyism y el énfasis en la fragilidad. Una cosa es plantear el debate en términos de quién es bueno y malo, pero si además dices que uno causa sufrimiento y violencia, peligro y daño, eso requiere intervención de las autoridades. No se puede permitir que haya violencia en el campus. Si algunas palabras son violencia, es tarea de los administradores universitarios impedir su circulación. Esta es al menos la propuesta que se debate en muchas universidades.

¿Hasta qué punto hay una desconexión entre el mundo académico y el exterior?

En 2015, cuando publicamos el artículo, mucha gente dijo: son solo universitarios, cuando trabajen en una empresa tendrán que cambiar. Pero no es así. Algunas industrias reclutan a tanta gente de las universidades que han adoptado esas normas. Es especialmente claro en el periodismo y la tecnología. En ambos campos los graduados recientes, los empleados más jóvenes, traen estas normas de palabras y discurso y microagresiones y safe spaces. Las reglas en esos sectores cambian muy rápidamente y mucha gente mayor, sea de izquierdas o de derechas, está muy alarmada porque estas normas son muy poco liberales y nadie quiere que sus nuevos empleados le digan qué puede y no decir, o que actúen como si pudieran ser fácilmente heridos por ideas que no les gustan.

¿Les preocupa que pueda impulsar una reacción en sentido contrario?

Nuestro libro es totalmente pragmático. No culpamos a la gente, intentamos entenderla. Aspiramos a la igualdad racial y de género, pero entendemos que lograr eso en una democracia diversa requiere políticas consistentes con la psicología humana. Hay que convencer a la gente para que renuncie a las afiliaciones tribales, enseñarles a conceder el beneficio de la duda, la capacidad para hablar con quienes son diferentes. Si sabemos hacer eso, la diversidad es una verdadera bendición. Pero si no, solo trae sospecha mutua y odio, se convierte en una maldición.

Escribió un artículo sobre el nacionalismo y el globalismo. Allí hablaba de la “amenaza normativa”.

Sí, es una idea de Karen Stenner, y se refiere a que la “experiencia o percepción de la desobediencia a autoridades del grupo o autoridades que no son dignas de respeto, disconformidad con respecto a las normas del grupo o normas que resultan discutibles, falta de consenso en los valores y creencias del grupo y, en general, una diversidad y libertad que se han ido de las manos activarían la predisposición y el incremento de la manifestación de estas actitudes y comportamientos característicos”. Mi artículo trataba de entender por qué el nacionalismo supera al globalismo. Concluyo, a partir de una mirada histórica, que las tensiones actuales fueron esencialmente creadas por los globalistas. El globalismo es lo nuevo: la moral cambiante de los habitantes de las ciudades. Esto ha ocurrido en Estados Unidos y el Reino Unido. Nuestras grandes ciudades tenían una variedad de visiones políticas y morales. Se han purificado políticamente. Apoyan políticas que son buenas para la élite globalista pero quizá no tan buenas para los de las zonas rurales. Los cambios económicos produjeron cambios culturales que se notaron primero en las ciudades. Algunos de esos cambios implicaban cierto desprecio por la gente rural. Creo que esto es una parte crucial para la elección de Donald Trump. No es que les gustara Trump o sus políticas sino que odiaban a Hillary Clinton, y la élite costera de Nueva York y California y Washington con la que la asociaban.

Usted viene del centro izquierda. ¿Cómo reciben su trabajo desde distintos lugares del espectro ideológico?

A la gente de centro izquierda, centro derecha y los libertarios suele gustarle lo que hago. Suelen ser más pragmáticos que ideológicos. Ven que Estados Unidos tiene problemas. La extrema derecha no me conoce o me odia porque soy profesor universitario y, bueno, ellos odian a los profesores universitarios. Generalmente la extrema izquierda no ha leído mi obra, pero ha leído que no odio a la derecha, y por tanto soy malo. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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