En pocas semanas desde su llegada al poder, Donald Trump ha abierto las puertas a un nuevo mundo. Como ha señalado Ivan Krastev, no estamos ante un mero cambio de orientación política, sino ante una revolución, es decir, un asalto al orden establecido con el fin de derribarlo por completo y sustituirlo por otro.
Su intento puede triunfar en parte o en su totalidad. Que lo haga tendrá graves consecuencias para el resto de las democracias liberales, pues –como escuchamos en el discurso que pronunció el vicepresidente J. D. Vance en la Conferencia de Seguridad de Múnich el pasado mes de febrero– las nuevas élites estadounidenses no se conforman con proclamar la validez de esos principios como nuevas guías para el gobierno de Estados Unidos, sino que consideran que su particular cruzada debe ser el nuevo credo que Washington predique y disemine por el mundo.
En su intento por demoler el orden existente, Trump, Musk y el vicepresidente J. D. Vance dejan claro su rechazo frontal al orden liberal basado en reglas. Los teóricos de esta revolución, influidos por las nuevas teorías autoritarias surgidas en Silicon Valley, lo desprecian calificándolo como “Antiguo Régimen”.
Más allá de sus fronteras, los nuevos revolucionarios americanos quieren instaurar un orden internacional a su imagen y semejanza, con tan pocas ataduras afuera como las que están dispuestos a aceptar en casa. Eso significa un orden internacional en el que la soberanía no esté limitada por el derecho, sino solo por el poder relativo de los Estados.
Trump nos dirige a un mundo de grandes potencias, áreas de influencia y vasallajes. Por eso no debe extrañar su ensañamiento con la Unión Europea, el otrora aliado que representa todo aquello que los nuevos revolucionarios odian del viejo orden liberal: sociedades y mercados abiertos gobernados por sistemas políticos democráticos que comparten soberanía, se someten a instituciones supranacionales, y se rigen por el derecho internacional y el multilateralismo en sus relaciones con terceros.
Los revolucionarios americanos no se conforman con el sometimiento europeo a los dictados de Estados Unidos. Pretenden que los europeos se alineen a esa revolución también dentro de sus casas, de ahí su promoción de fuerzas extremistas como Alternativa para Alemania y la caracterización de Europa como un territorio donde se limita la libertad de expresión. Por tanto, si Europa quiere tener una relación pacífica con Estados Unidos, no solo tendrá que cambiar su política exterior de acuerdo con las líneas que Washington dicte, sino adoptar la visión estadounidense sobre la democracia, la regulación de los mercados, la libertad sexual o la inmigración.
El embate estadounidense contra Europa se desarrolla en tres frentes: político, económico-comercial y de seguridad. En el ámbito político, su objetivo es apoyar a las fuerzas y gobiernos europeos que comparten su agenda y se alinean con los revolucionarios americanos. En el frente económico, la estrategia incluye la imposición de aranceles a las importaciones europeas, junto con amenazas en caso de que la UE sancione o regule a las grandes tecnológicas estadounidenses. Finalmente, en el ámbito de la seguridad, buscan reducir o retirar el apoyo militar de Estados Unidos a Europa, desvinculándose así de su defensa.
De los tres frentes, es en el económico y comercial donde la UE tiene menos que temer ya que posee instrumentos de defensa. Por eso, si la UE maneja bien sus cartas, logrará que, con la imposición de aranceles, Estados Unidos se inflija más daño a sí mismo que a ella. En el frente tecnológico, sin embargo, las empresas estadounidenses prestan servicios esenciales que los europeos no están en condiciones de asegurar por sí mismos. Pero es en el tercer frente, el de la seguridad, donde Europa enfrenta un desafío existencial, pues Trump aspira a restaurar las relaciones de Estados Unidos con Rusia a costa tanto de sacrificar a Ucrania como de dejar a los europeos a cargo de su seguridad.
Trump quiere invertir los términos de la relación con una Europa a la que acusa de “esquilmar” a Estados Unidos por una triple vía: el déficit comercial; las regulaciones y multas a sus compañías tecnológicas, y la provisión de seguridad vía la OTAN. De los tres argumentos, los dos primeros son claramente falsos. Estados Unidos tiene un déficit comercial con Europa en comercio de bienes, pero no de servicios, lo que implica que la balanza por cuenta corriente está prácticamente en equilibrio. Y en materia tecnológica, las compañías estadounidenses no solo obtienen inmensos beneficios en Europa, sino que –como ha señalado Enrico Letta en su reciente informe– los ahorradores europeos envían cerca de trescientos mil millones de dólares anuales a Estados Unidos para financiar todo tipo de inversiones.
En el tercero, sin embargo, los europeos no tenemos excusa. Si estamos en una posición de debilidad ante Trump y Putin, es nuestra responsabilidad. Las razones por las que la UE carece de una política de defensa común son históricas y complejas, y tienen mucho que ver con que el paraguas de seguridad estadounidense ha facilitado la desmilitarización de Europa. Con todo, los europeos son víctimas de sus no decisiones en la última década, que los han llevado a no escuchar a las sucesivas administraciones estadounidenses, comenzando por la de Obama y terminando en la de Biden, que repetidamente han pedido a Europa que se responsabilizara de su propia seguridad, ayudando a Estados Unidos a pivotar hacia Asia para disuadir más eficazmente a China, su nuevo rival global.
En la última década, los europeos han cometido tres errores, que ahora se muestran muy difíciles de corregir. Primero, han evitado aumentar su gasto en defensa hasta el 2% (algo a lo que se habían comprometido ya en 2014). Eso ha dejado a sus fuerzas armadas sin músculo para proveer una garantía de seguridad efectiva a Ucrania –ni en 2014, al concluir la primera guerra con Rusia, ni ahora–. Segundo, ignoraron las señales de un Kremlin inmerso en una política revisionista del orden posterior a la Guerra Fría, confiando en que la interdependencia energética con Rusia disuadiría a Putin de atacar a Ucrania. Tercero, no han construido un pilar europeo de defensa, ni en el marco de la OTAN ni en el de la UE, a pesar de su evidente necesidad.
El resultado es que no han enfrentado su principal problema, que no es el bajo gasto (los presupuestos de defensa europeos, combinados, siguen superando a Rusia), sino su fragmentación y duplicación, que convierte a los ejércitos de los Estados europeos en fuerzas de defensa territorial solo capaces de asegurar unas fronteras exteriores que, salvo en el caso de los países de Europa central y oriental limítrofes con Rusia, no están en peligro.
Esos tres errores tienen que ser corregidos de forma urgente, aunque los resultados no se vean pronto. Los europeos enfrentan un desafío existencial. Una Ucrania doblegada y sometida al control de Moscú supondría una UE con una extensísima frontera directa con una Rusia crecida por un acuerdo de paz con Trump que le permitiría volver a los mercados energéticos y financiar la reconstrucción de su ejército. Y esa frontera tendrá que ser defendida, muy probablemente, sin una garantía de seguridad estadounidense o con una garantía incierta, al menos mientras Trump siga en el poder. Incluso con esa garantía, la seguridad de Europa requerirá no solo grandes inversiones en defensa, sino avances significativos en la integración. Gastar más en defensa no servirá si no se gasta mancomunadamente para buscar economías de escala en las industrias de armamento y, sobre todo, si no se gasta de acuerdo con una planificación estratégica común. Todo ello exige, como ha señalado el canciller in pectore Friedrich Merz, pensar en términos de la independencia de Europa.
En Bienvenido, Mr. Marshall (1953) de Berlanga unos obsequiosos españoles se afanaban en adular al amigo americano para que Estados Unidos incluyera a España en las ayudas del Plan Marshall. En una escena memorable, los nativos de esa España empobrecida y devastada por la Guerra Civil soñaban con ese maná americano en forma de vacas que eran arrojadas en paracaídas. El paraguas de seguridad estadounidense ha permitido a Europa disfrutar de los mejores ochenta años de paz, seguridad y prosperidad de su historia. Pero ha generado prácticas, hábitos y mentalidades de vasallaje a las que debemos poner fin.
Europa enfrenta una clara disyuntiva: convertirse en un vasallo (de Estados Unidos o, en su zona oriental, de Rusia) o lograr su independencia. Aunque los obstáculos son enormes, tanto materiales como psicológicos, el vasallo europeo debe hacer el hatillo y marcharse. Si las cosas salen bien, tendremos una renovada relación transatlántica, basada en la igualdad y el respeto mutuo. Si las cosas salen mal y acabamos en un mundo puramente transaccional, sin reglas ni valores liberales, la decisión de ganarnos la independencia habrá estado más que justificada. En un escenario no descartable, Trump no solo podría debilitar a Estados Unidos y erosionar su influencia global, sino, paradójicamente, impulsar la consolidación de la Unión Europea. Así, la (nueva) revolución americana no traería la independencia de Estados Unidos, sino la de Europa. ~