Muertes de Laura Palmer

Lo propio de Lynch no es dar soluciones, sino estremecimientos; lo que los tratadistas clásicos de la estética llamaban “sensaciones”.
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Las diecisiete horas que dura la tercera entrega de la serie Twin Peaks. El retorno no forman una película televisiva sino una instalación permanente del museo virtual de la historia de la vanguardia. Y del mismo modo que en una colección de obras de los maestros antiguos el sentido radica en cada cuadro y no en la totalidad donde conviven los bodegones barrocos más apetitosos con las más marciales escenas de batalla decimonónica, El retorno de Lynch carece de continuidad, de marco semántico, y por tanto de lógica, algo para lo que ya estábamos preparados, sabiendo desde sus comienzos a fines de la década del sesenta (los cortos animados Six men getting sick y The alphabet, las piezas seminales de los primeros setenta, The grandmother y The amputee) que al cineasta lo que le inspira es el puro non sequitur, y si este viene tocado por la deformidad y bañado en sangre, mejor todavía.

Retrotraerse a los orígenes de su filmografía no parece, en tan dilatada trayectoria, una irrelevancia historicista. Al autor nacido en Montana le caracterizan el talante caprichoso, la fijación carnal, descarnadamente orgánica, las sonoridades estridentes, a lo largo de una carrera en la que ha cumplido encargos de las majors (Dune por ejemplo) y también hizo películas tenues, de un hermoso, contemplativo realismo pastoral, como Una historia verdadera. Pero esas muestras de aplicación industriosa hechas con gran estilo no le distraen nunca demasiado; su mirada fílmica vuelve una y otra vez a lo que le motiva y le seduce, y así en su vejez sigue pergeñando alucinaciones inconexas, caprichosas algunas, subyugantes la mayoría.

Lo propio de Lynch no es dar soluciones, sino estremecimientos; lo que los tratadistas clásicos de la estética llamaban “sensaciones”. Laura Palmer sigue siendo el fantasma fundacional del pueblecito del estado de Washington, compartido en esta tercera temporada con un paisaje urbano muy variado (Dakota del Sur, Miami, Nuevo México, Filadelfia), pero no hay que ser extraordinariamente perspicaz para inferir que la enigmática muerte de la joven tampoco esta vez quedará vengada ni explicada, y los cabos sueltos de las dos primeras entregas –más de uno con el mismo rostro restaurado por la cirugía o los afeites del actor y la actriz de entonces– seguirán coleando en el magmático hechizo del sinsentido. Balancearse en el espacio infinito de la ficción y errar entre imágenes de portentosa potencia plástica es el leit motiv –de estirpe musical– de Lynch, más persistente y más melódico que los legendarios acordes del sintetizador de Badalamenti. Claro que a la libertad desaforada del narrador cinematográfico que se ha concedido a sí mismo diecisiete horas de recreo, nosotros, que pagamos por ver tanta secuela, respondemos con la propia rebeldía o apetencia. Entramos en su peripecia aunque sea deslavazada, la acompañamos en los desvíos que se pierden en el camino, y vitoreamos con júbilo cuando el mago nos arrebata, por ejemplo en las secuencias hipnóticas y extraordinariamente bellas (de siniestra belleza) del estudiante que vigila el artilugio mecánico, vigilado a su vez por un guardián superior en un hangar desolado al que llega, como una Ninfa condescendiente o peligrosa Némesis, la muchacha de los cafés, y aparece al fin transistorizada una de las personas del agente Cooper (capítulos 1 y 2). Cuando ese frente narrativo y otros de igual altura se cierran sin más explicación, y son continuados por aburridas o fáciles tramas subsidiarias (como las del sheriff y sus acólitos pueblerinos), nos acordamos de que en nuestras manos está la justicia suprema del espectador que ha de pronunciarse ante el tribunal del gusto, y el veredicto no admite apelación; si el gran artista al que le permitimos divagar tantas horas no cumple el pacto sagrado de mantener nuestra atención en vilo y nos cansa o nos decepciona, puesto que estamos en casa y no en un cine, el espectador, sin necesidad de apagar el aparato trasmisor, se pone a leer un libro. Yo lo he hecho de manera enfadada en más de un pasaje del capítulo 4, en todo el desastroso capítulo 5, y en gran parte del 6. El maestro, que escribe (con Mark Frost) y dirige personalmente todos, acusa la fatiga o su diseminación artística, pues Lynch también actúa con extenso papel y se ocupa del importante diseño de sonido.

Pero volvamos a la sustancia de su propósito, que ya hemos dicho que no es contar ni aclarar ni convencer, sino ofuscar, maravillar, divertir por todo lo alto. Más allá de los recovecos y las barrabasadas del argumento y los diálogos, a Lynch lo que le importa es darnos un contenido formal tan elevado, tan exquisito, tan insospechado en sus mezclas –Kafka con Mario Bava, James Bond con Bob Wilson, Pina Bausch con Tony Oursler– que, ganando de modo irresistible nuestra curiosidad, se permite dejar insatisfecha nuestra razón. Innumerables son los momentos de fulgor de El retorno, tanto en la filigrana manierista como en la plasmación robusta de la violencia (el duelo, en el capítulo 13, de Mr. C, el agente Cooper melenudo y embutido en cuero, con Ray y sus matones, víctimas de una matanza coreográficamente inolvidable). No se puede dejar de destacar la totalidad del capítulo 8, que, aparte de su desbordante riqueza formal ofrece, creo, la vía más firme de acceso al decodificador del conjunto formado por las tres temporadas (y adherentes fílmicos) de Twin Peaks. En el 8 prima lo sobrenatural, pero su metafísica es patafísica, además de granguiñolesca; el capítulo supone, justo en la mitad del metraje total, la apoteosis de las metamorfosis, tema recurrente de El retorno. Se produce la explosión atómica en el desierto de Nuevo México, se atomizan las percepciones, se pasa del color al blanco y negro, y se hace un muestrario comprimido del sector más visionario de lo sublime, que va desde las suntuosas apocalipsis de la pintura de William Blake y John Martin a las síncopas del cine abstracto centroeuropeo del periodo de entreguerras; de nuevo el compendio de lo exagerado y lo discordante. La deflagración crea muchos pequeños orbes formales, que sacan de Lynch lo mejor de sí mismo como artífice: la gasolinera en medio de la nada, el baile de las figuras metalizadas, los lóbregos espacios domésticos (tan similares a las instalaciones corpóreas de Edward Kienholz), la montaña con su falansterio o templo civil, la noche abierta, el teatro vacío, el hombre esquelético vestido de etiqueta, la desmadejada heroína operística. Una historia del mundo de las imágenes que va desde la figura opulenta al mero signo cifrado.

Para no ponernos demasiado trascendentales hay que insistir en el constante aire gamberro de El retorno. La comedia del tipo slapstick llega de la mano de los hermanos Mitchum, gerifaltes torpones del Gran Casino, con sus conejitas eternamente risueñas y dadivosas; la astracanada se la reserva a sí mismo el director al encarnar al alto mando del fbi Gordon Cole, sordo chillón siempre pasado de rosca y elevando, con su desgobernado aparato auditivo, el nivel sonoro de la farsa. Es una treta cómica fácil, pero también, no se puede dejar de lado, una remembranza de las decrepitudes. Pues este Twin Peaks del 2017 funciona asimismo como el memorándum del envejecimiento, la cabalgata triunfal y todavía picante de las viejas glorias. Hay tantas en el reparto. Aparte del difunto David Bowie, quizá recuperado en holograma, tenemos en carne y hueso a Don Murray, Jim Belushi, Piper Laurie, Russ Tamblyn, Richard Beymer, Harry Dean Stanton, Laura Dern. Entre otras. ¿Los reconoce alguien no tan anciano como son ellos, como lo es David Lynch?

Termino con lo inexplicable, que llega sin apenas variaciones desde 1990, cuando surgió el cadáver de Laura Palmer envuelto en plásticos y capítulo a capítulo se advertía en el autor la voluntad de decir y no de explicar. Ya entonces, en la temporada inicial, el espectador accedía, con los personajes, a la dimensión ultraterrena, franqueando la Caseta Blanca y la Caseta Negra hasta llegar a la Habitación Roja. El rojo es la base movediza del relato, su exaltación o apogeo, su imagen cenital. Ondea intermitentemente el cortinaje sedoso, pisan los elegidos –y no cualquiera– las moquetas de rombos en zigzag carmesí, hallando breve refugio en la estancia sagrada donde los espíritus comparecen y desaparecen, mientras el Gigante o Manco de voz rayada hace preguntas carentes de respuestas. “¿En qué año estamos?”, exclama al final Diane (Laura Dern). Imposible saberlo. Tan imposible como saber si lo que el Manco inaudible le dice a Dougie, el tercer agente Cooper, en el capítulo 3 de El retorno, es profético, metafórico o solo humorístico: “Alguien te ha manufacturado con una intención que no ha alcanzado.” ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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