La reforma y la elección judicial en perspectiva histórica. Entrevista a Pablo Mijangos y González

En esta conversación, Mijangos y González acude a la historia jurídica del país para poner en contexto, explicar y hacer una crítica puntual de los cambios que se avecinan con la actual reforma judicial.
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Pablo Mijangos y González es doctor en historia por la Universidad de Texas en Austin y especialista en historia del derecho mexicano. Autor, entre otros libros, de la Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México (El Colegio de México, 2019), actualmente ocupa la cátedra Edmund J. and Louise W. Kahn en el Departamento de Historia de la Universidad Metodista del Sur, en Texas. En esta conversación, Mijangos y González acude a la historia jurídica del país para poner en contexto, explicar y hacer una crítica puntual de los cambios que se avecinan con la actual reforma judicial.

Se ha dicho que la actual reforma destruye la independencia judicial. ¿Hasta qué punto el poder judicial era independiente y qué tipo de mecanismos poseía para garantizar esa independencia?

No se puede responder esta pregunta sin partir de una definición mínima de independencia judicial: este principio se refiere a las condiciones que hacen posible la imparcialidad de un juzgador. Un juez no puede ser imparcial si carece de estabilidad laboral, seguridad financiera o protección institucional frente a presiones políticas o de grupos criminales. En esa medida, la construcción de un poder judicial independiente ha requerido históricamente de mecanismos complementarios, como la permanencia en el cargo con independencia de cambios en el sistema político (o después de un cierto número de evaluaciones de desempeño profesional), la protección de las remuneraciones (de modo que sean atractivas y no puedan ser modificadas en represalia por decisiones políticamente incómodas), e incluso garantías de seguridad personal, sobre todo para los jueces que se dedican a la materia penal. Entendida de esta manera, la independencia no necesariamente significa que los jueces sean ideológicamente neutros: los miembros del poder judicial también forman parte del Estado, comparten experiencias formativas y lazos personales con miembros de la clase política (desarrolladas en ese calmécac del sistema político mexicano que son las facultades de derecho, un territorio prácticamente desconocido para los historiadores y politólogos), y suelen tener más coincidencias que diferencias con los gobiernos, aunque los medios se empeñen en resaltar únicamente las últimas.

En términos prácticos, esto significa que la independencia nunca ha sido (ni podrá ser) absoluta, y que los avances históricos hacia la independencia judicial han sido más bien graduales. En el caso del periodo que va de 1995 a 2025, yo me atrevería a decir que la gran apuesta del Estado mexicano fue impulsar la profesionalización del poder judicial federal como garantía de imparcialidad en un entorno político plural y cambiante. La idea era que los ministros de la Corte fueran personas de alta competencia técnica y con una trayectoria destacada en el gremio, y que los jueces y magistrados ascendieran gradualmente en un sistema de carrera profesional que les ofrecía excelentes condiciones de trabajo. Creo que la apuesta fue correcta y se logró construir una judicatura federal mucho más profesionalizada que la que existía antes de 1994, aunque claramente insuficiente para las necesidades del país. Sin duda hubo algunos casos o personajes bastante cuestionables, ministros que prestaron oído a conjuras políticas o que soñaban con acompañar al presidente en su helicóptero, pero no fueron necesariamente la regla. Yo invitaría a los detractores del poder judicial a que lean no una sino muchas sentencias, que traten de entender los argumentos de los jueces y el marco normativo en el que deben tomar sus decisiones, y que revisen a fondo la evolución de cada caso en sus distintas instancias. Se toparán con un universo mucho más complejo que el que se han construido a partir de la sabiduría de Twitter.

Algunos analistas han afirmado que con un poder judicial alineado a los poderes ejecutivo y legislativo volveremos a “los tiempos del PRI”. Pero atendiendo al rigor histórico, ¿qué diferencias y coincidencias existen entre el poder judicial en tiempos del priismo clásico y lo que ahora tendremos?

Comenzaré con una aclaración: voy a referirme a la situación del poder judicial federal durante el periodo que va de 1944 a 1994. Las décadas anteriores al sexenio de Ávila Camacho fueron bastante más complicadas, pues los constituyentes de 1917 (reaccionando contra la experiencia porfiriana) trataron de establecer un poder judicial muy independiente, cosa que no fue del agrado de Álvaro Obregón y sobre todo de Lázaro Cárdenas, quien en 1934 impuso una reforma que subordinaba completamente al poder judicial frente al ejecutivo. En el periodo que algunos llaman el “priismo clásico” existió una Suprema Corte que gozaba de ciertas garantías institucionales de independencia pero que en la práctica estaba subordinada al ejecutivo y que, de manera abierta y militante, buscaba contribuir a la realización de las grandes metas del régimen. Los ministros no se entendían a sí mismos como un contrapeso político del presidente, sino como sus aliados. ¿Qué obtenían a cambio de su lealtad política? Para muchos, esta lealtad les abría eventualmente la puerta a cargos más influyentes o lucrativos. Pero el premio principal era el control interno: los ministros de la Corte tenían un enorme poder discrecional para gestionar el funcionamiento del poder judicial federal, es decir, colocar, ascender o disciplinar a jueces y magistrados, lo que les permitió crear una complejísima red de clientelas sintetizada en la expresión “la familia judicial”.

Con el sistema creado por la reforma de 2024, indudablemente veremos la restauración de una Corte absolutamente alineada con el partido gobernante (ojo: no necesariamente con el ejecutivo, pues en el régimen morenista, a diferencia del priismo clásico, el liderazgo del partido no le pertenece a la presidencia de la república). Los nuevos ministros llegaron al cargo gracias a la movilización de las estructuras clientelares de Morena, y no han ocultado su afinidad con el discurso de la Cuarta Transformación. El fenómeno más interesante, sin embargo, será la presencia del Tribunal de Disciplina, que será independiente de la Suprema Corte y gozará de un poder directo, discrecional y omnímodo sobre los jueces y magistrados federales. Este tribunal es una novedad peligrosa dentro del sistema constitucional mexicano, ya que está diseñado para ejercer un tipo de control político aún mayor que el que la Corte ejerció históricamente. Si a esto le añadimos, como ha observado Jacques Coste, que los nuevos jueces y magistrados federales llegaron al cargo gracias al patrocinio electoral de un amplio abanico de poderes fácticos –desde gobernadores hasta grupos empresariales, sindicatos, el ejército e incluso el crimen organizado–, lo que veremos es un sistema mucho más fragmentado, disfuncional y politizado que el del priismo clásico, donde las ventanas para la corrupción serán mucho más amplias que en el pasado.

Hemos escuchado temores fundados acerca de la hiperpolitización de los juzgadores. ¿Hay ejemplos en la propia historia del poder judicial que nos den luces sobre los peligros de tener juzgadores con ese grado de politización?

En la medida en que el poder judicial es un poder del Estado, la labor de los jueces siempre ha tenido (y tendrá) una dimensión política. Los juzgadores no son sabios de la montaña alejados del mundanal ruido: son actores muy relevantes de un sistema político complejo. Dicho esto, también es claro que el prestigio social de los jueces depende de la calidad (y no solo el sentido) de sus sentencias: el juzgador debe respetar religiosamente los procedimientos legales y las garantías procesales de las partes en un juicio, y debe fundar y motivar cuidadosamente sus decisiones. No es fácil construir y mantener ese equilibrio indispensable entre política y derecho: el exceso de política convierte al juzgador en un diputado más (y lo condena a sufrir los vaivenes de la política ordinaria), y la ceguera técnica puede tener consecuencias políticas desastrosas. En la historia del poder judicial, el ejemplo paradigmático de los peligros de la hiperpolitización es el del ministro presidente José María Iglesias, en tiempos de la República Restaurada. Recordemos que la Constitución de 1857 hacía del presidente de la Corte el sustituto del presidente de la república, y que los ministros eran designados mediante una elección popular indirecta, es decir, eran personajes con carrera e intereses abiertamente políticos. En el famoso “amparo Morelos”, uno de los casos más fascinantes de la historia judicial mexicana, el ministro Iglesias defendió la posibilidad de que la Suprema Corte se involucrara en la revisión de las elecciones locales y juzgara si las autoridades habían llegado correctamente al cargo. Esto era una bomba política porque significaba que el principal suspirante a la silla presidencial podía revisar y destruir los arreglos políticos locales del presidente de la república (su adversario natural). La bomba estalló gracias a la reelección del presidente Sebastián Lerdo de Tejada en 1876, que fue desconocida por el ministro Iglesias invocando el precedente del “amparo Morelos”. Esta crisis constitucional, como sabemos, facilitó el ascenso a la presidencia del general Porfirio Díaz. ¿Cuál es la moraleja del caso? Cuando los juzgadores se despojan de su función arbitral y entran de lleno a la competencia electoral, el sistema político pierde un punto de equilibrio y estabilidad, que puede ser fácilmente aprovechado por actores (en este caso el ejército) que ejercen un poder de facto.

Como has mencionado, hubo muchos momentos en la historia de México en los que, para efectos prácticos, no existía una división de poderes efectiva y el poder judicial estaba subordinado al ejecutivo. Aun así, el juicio de amparo siguió existiendo y el Estado mexicano invirtió recursos para consolidar y profesionalizar al poder judicial. ¿Qué ganaba el régimen autoritario teniendo una judicatura funcional? ¿Para qué le servía el juicio de amparo?

Este es uno de los fenómenos más interesantes en la historia judicial de México y peor comprendidos por nuestra clase política. ¿Para qué ha servido históricamente el juicio de amparo? ¿Por qué fue preservado y respetado aun por gobiernos claramente autoritarios? Una respuesta fácil sería decir que, pese a todo, siempre ha existido un sustrato liberal en la tradición política mexicana y que incluso a los políticos más rapaces les interesa contar con algún tipo de protección judicial en el caso de que caigan en desgracia. Puede ser, pero creo que la respuesta no va por ahí. Tratemos de observar el bosque primero. ¿Cuál ha sido la queja prevaleciente en los juicios de amparo desde su creación en 1847? Dejando a un lado casos llamativos, pero poco frecuentes sobre grandes principios constitucionales, lo que se reclama en la inmensa mayoría de los juicios de amparo es que las autoridades han actuado de manera arbitraria, ignorando las leyes vigentes, o que han tomado decisiones (contra la libertad, el patrimonio o los intereses de cualquier persona) sin seguir un debido proceso. La gente acude a la justicia federal para protegerse de una detención arbitraria, una sentencia injusta, una multa o una carga fiscal indebida, un despojo o un despido injustificado, cosas así. Y lo que se pide esencialmente es que las autoridades hagan bien su trabajo y procedan como corresponde conforme a la ley. Sabemos también que el juicio de amparo fue diseñado para proteger exclusivamente al “quejoso”, lo cual deja en indefensión a muchas personas sin los recursos o la oportunidad de acudir ante un juez. Pese a su sencillez y limitaciones, sin embargo, el juicio de amparo ha sido históricamente una válvula fundamental para desahogar conflictos sociales que los gobiernos no podían o no lograban procesar mediante la negociación política, y permitió a los sucesivos regímenes mantener un piso mínimo pero indispensable de legalidad. Sin esa pequeña válvula, los millones de personas que acudieron ante los jueces federales –y obtuvieron “el amparo de la justicia de la Unión”– solo habrían tenido la opción de someterse o recurrir a la violencia. De igual manera, el juicio de amparo fue (y sigue siendo) un instrumento fundamental para garantizar un mínimo de uniformidad en la interpretación y aplicación de un sistema jurídico enormemente complejo, y, sobre todo, para disciplinar a poderes locales y autoridades intermedias. Cada vez que un juez de amparo dicta una sentencia contra un gobernador, un alcalde, un tribunal local, o incluso una autoridad federal intermedia que opera de manera autónoma, contribuye a fortalecer la primacía de los poderes federales y evitar que todas estas autoridades se salgan de control.

Bajo esa perspectiva, ¿cuáles son los riesgos de la reforma judicial en curso para el propio régimen morenista?

Al destruir la inamovilidad judicial y sujetar a todos los jueces del país a los incentivos y presiones de una carrera política ordinaria, el régimen morenista ha creado un sistema altamente disfuncional que, en un contexto político desfavorable para el ejecutivo, puede amenazar la gobernabilidad del país. Recordemos primero los incentivos con los que actuarán los jueces mexicanos a partir de ahora: si quieren hacer carrera en el poder judicial y mantenerse en el cargo, deben estar en buenos términos con los cinco miembros del Tribunal de Disciplina (que, en mi opinión, gozará de un poder aún mayor que el de la Corte), pero sobre todo con los poderes que les pueden garantizar la reelección, ya sea los líderes de las distintas facciones de Morena, el ejército, los gobernadores, los empresarios locales o el crimen organizado. Tal como está diseñado el sistema, es posible que el Tribunal de Disciplina tenga la última palabra y actúe conforme a las instrucciones y mejores intereses del gobierno federal. Pero eso presupone un régimen –y un partido gobernante– más bien unificado, vertical y disciplinado, similar al priismo clásico. Sabemos que Morena no encaja en esa definición, pues se trata de una coalición política muy amplia y desordenada, cuyo principal factor de unidad es un liderazgo carismático que hoy no ocupa formalmente la presidencia y que se despedirá algún día de este mundo. ¿Qué va a pasar el día en que ese liderazgo desaparezca? El escenario previsible es que los distintos liderazgos de Morena se disputarán la supremacía dentro del partido (como ya lo están haciendo) y que se repartan entre sí, de manera provisional y condicionada, todos los cargos de elección popular, dejando al ejército como el último garante de la estabilidad del Estado. Volvamos a los jueces. En ese escenario, es muy probable que las disputas al interior de Morena se manifiesten dentro de la propia Corte y del Tribunal de Disciplina, minando su capacidad de control sobre el sistema judicial, y que entonces los jueces federales opten por alinearse con los poderes más inmediatos que les garanticen su permanencia y reelección. Esto significa que, en lugar de disciplinar a los poderes intermedios y favorecer la primacía del gobierno federal, los jueces federales se convertirán en un instrumento para apuntalar a su propia facción local, en detrimento de la propia presidencia. Si algo enseña la experiencia boliviana es que un poder judicial hiperpolitizado puede terminar jugando en contra de las aspiraciones políticas de quien lo construyó.

El discurso oficial ha señalado la reforma de Zedillo de 1994 como un antecedente para justificar la actual, en virtud de que ambas buscaron cambios de gran calado. ¿En qué contexto se dio aquella reforma? ¿Qué tan exitosa fue en atender los problemas que quería resolver?

Hay varias diferencias importantes entre la reforma judicial de 1994 y la de 2024. Recordemos rápidamente algunos puntos fundamentales. La reforma de 1994 fue concebida por el entonces candidato Ernesto Zedillo en el contexto de la enorme crisis política provocada por el estallido de la rebelión zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio. La lectura de Zedillo fue que el sistema político priista necesitaba una legitimidad constitucional más robusta y que la presencia opositora en el poder legislativo y los gobiernos locales había llegado para quedarse. Un punto muy importante es que Zedillo no necesitaba remover a la Corte para deshacerse de jueces incómodos y colocar a sus afines: ningún ministro de la Corte estaba enfrentado con el nuevo presidente y este seguía contando con el poder y las mayorías legislativas necesarias para controlar al poder judicial. ¿Cuáles eran entonces los objetivos de su reforma? Zedillo buscaba tres cosas esencialmente. Primero, transformar a la Corte en una instancia arbitral del sistema político, que mediante las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad pudiera procesar legalmente los eventuales conflictos entre el partido gobernante y sus opositores. Segundo, para que la Corte pudiera ser un árbitro respetado por todos los actores políticos era indispensable mejorar su imagen pública, que estaba profundamente dañada por su histórica falta de independencia y por varios escándalos de corrupción en años recientes. A diferencia de lo que sucedió en 2024, nadie, ni en la oposición ni en los medios, salió en defensa de la Corte que fue disuelta con la reforma. Para lograr este objetivo era necesario renovar al tribunal con perfiles menos políticos y que gozaran de un mayor respeto dentro del foro mexicano. Y tercero y no menos importante, la reforma buscaba fortalecer la profesionalización del poder judicial federal mediante la creación del Consejo de la Judicatura, cuya tarea fundamental sería la de sustituir mecanismos clientelares de ascenso por una verdadera “carrera judicial”.

En términos generales, la reforma de Zedillo cumplió su cometido. La Corte se convirtió efectivamente en la principal instancia arbitral del Estado, al menos hasta 2018, y el poder judicial federal alcanzó niveles de institucionalización y desarrollo profesional que eran inimaginables en 1994. Esto no quiere decir, sin embargo, que todas sus resoluciones fueron adecuadas o aplaudidas, o que la Corte lograra evitar la crisis del régimen de la transición democrática. Por la propia naturaleza de sus instrumentos jurisdiccionales (el juicio de amparo, la controversia constitucional y la acción de inconstitucionalidad), la Corte tenía el poder para frenar, corregir e incluso orientar ciertas decisiones de gobierno, pero no para impulsar transformaciones sociales a gran escala. La nueva Corte se quedó chiquita para un país con problemas mayúsculos de violencia, corrupción y desigualdad. Asimismo, los pocos pero ampliamente visibles casos en que la Corte ejerció su antigua “facultad de investigación” (que le permitía “investigar” hechos pero no imponer sanciones en ciertos casos especialmente graves, como los de Lydia Cacho, Atenco y la guardería ABC) afectaron notablemente la imagen social de la Corte. Y por último, el Consejo de la Judicatura no logró enfrentar adecuadamente el escándalo social por el nepotismo en la asignación de cargos administrativos o la venta de exámenes de oposición. Si a esto sumamos la lucha feroz entre los ministros por conquistar la presidencia del tribunal (y del Consejo) cada cuatro años, tenemos a una Corte que llegó dividida y debilitada al sexenio de López Obrador, un presidente que, por primera vez desde 1997, no tuvo que enfrentar una oposición significativa en el Congreso y estaba dispuesto a imponer su agenda a cualquier costo. La Corte diseñada como instancia arbitral y “tribunal constitucional” en 1994 estaba condenada a enfrentarse con un presidente que se veía a sí mismo como encarnación de la Historia Patria, Voz autorizada del Pueblo e instancia última de todo el sistema político, al estilo de la tradición priista.

Para alguien, como tú, que ha revisado la historia del poder judicial, ¿cuál era la reforma que se necesitaba en estos momentos?

A nadie le pasa desapercibido que México necesitaba (y sigue necesitando) una reforma judicial significativa. Los niveles de impunidad, violencia y corrupción en México son francamente escandalosos, y para la gran mayoría de los ciudadanos el sistema de justicia sigue siendo excesivamente lento, oneroso y opaco. Estos problemas, desafortunadamente, no se van a solucionar con elecciones judiciales, ni con la llegada de jueces más politizados y con menor experiencia profesional, por más que repitan discursos huecos de justicia social o cercanía al pueblo. El país necesita una reforma diseñada con conocimiento de causa, basada en una identificación precisa de los problemas concretos que se presentan en las distintas instancias del sistema y de los instrumentos más adecuados para enfrentarlos: hay problemas que requieren más presupuesto, otros necesitan el rediseño de la legislación procesal, otros tienen que ver con la formación de los abogados y los espacios de actualización profesional, otros más con la implantación de mejores mecanismos de transparencia y anticorrupción. De manera particular, el país necesita enfrentar la profundísima corrupción y arbitrariedad de las fiscalías, que curiosamente no fueron tocadas por la reforma, así como los problemas de la justicia local, que son mucho más graves que los de la justicia federal y afectan a un universo más amplio de personas. De nueva cuenta, estamos frente a una reforma basada en el principio de construir la casa empezando por el techo y en la creencia en el poder mágico de la política para transformar la realidad.

El contexto en el que se realiza la reforma judicial es el de un Estado que se militariza. La elección popular de jueces y ministros ¿abrirá la puerta para que el ejército se inmiscuya en las decisiones del poder judicial?

Este es un tema importantísimo que no ha sido suficientemente analizado. Como sabemos, la reforma judicial vino acompañada de otras reformas constitucionales de gran calado, como la reforma energética, la desaparición de organismos autónomos y, sobre todo, la destrucción de un principio fundamental introducido por la Constitución de 1857, preservado en el antiguo artículo 129. Según su vieja redacción, en tiempo de paz, ninguna autoridad militar podía ejercer más funciones que las que tuvieran “exacta conexión con la disciplina militar”. Tras la última reforma, sin embargo, el Congreso puede facultar al ejército para realizar prácticamente cualquier tarea de gobierno, aunque no tenga conexión alguna con la defensa nacional, la seguridad pública o la disciplina militar. Esta reforma, claramente, fue diseñada para legitimar retroactivamente la expansión de las fuerzas armadas a una multitud de áreas propias del gobierno civil durante la administración de López Obrador. ¿Cuál será la consecuencia previsible de esta reforma? Apoyándose en la cláusula habilitante del nuevo artículo 129, las fuerzas armadas se harán cada vez más presentes en distintos ámbitos de la administración pública y la conducción política del país a todos los niveles (ya vimos la inédita presencia de miembros del ejército en la sesión del Consejo General del INE el día de la elección judicial). En el tema que nos ocupa, esta reforma significa que, inevitablemente, durante los próximos años se multiplicará el número de juicios de amparo en los que la autoridad responsable sea un miembro o una corporación de las fuerzas armadas, con todo lo que ello implica. ¿Qué va a hacer un juez federal en ese tipo de casos, tomando en cuenta que su independencia será mínima y su estabilidad laboral dependerá de sus buenas relaciones con los poderes de facto? ¿Apelar a su mandato popular para corregirle la plana al ejército, pedirle consejo al Tribunal de Disciplina, o simplemente huir de la controversia y dejar al quejoso en la intemperie? La militarización del Estado mexicano es el legado más problemático y la transformación estructural más profunda promovida por la Cuarta Transformación. La reforma judicial no servirá para remediar este problema sino para potenciarlo. ~


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