En los últimos años, el campo artístico de la Ciudad de México padece una fiebre de celuloide. La exposición de Tacita Dean en el Museo Tamayo y sus actividades paralelas, los ciclos y las proyecciones de cine experimental y expandido de colectivos como Luz y Fuerza y Anarchivia y del Laboratorio Experimental de Cine son síntomas del animado interés por un medio cuya muerte se ha declarado demasiadas veces. Siguiendo este fervor, el pasado noviembre se inauguró la exposición Las superocheras en el Museo Universitario del Chopo bajo la curaduría de Regina Tattersfield.
Queda clara la estrechez de recursos a la que debió enfrentarse la curadora, situación similar a la muestra Estallar las apariencias: Teo Hernández (Centro de la Imagen, 2018) que reseñé en el número 234 de Letras Libres. La crítica de cine y de medios necesita atender las condiciones institucionales de su producción para juzgar las empresas de curadores, programadores y museógrafos en su dimensión más apropiada.
Dicho lo anterior, se salvan las distancias entre esta iniciativa y otro proyecto de mayor envergadura, al cual, implícitamente, Las superocheras responde. Me refiero a El cine súper 8 en México 1970-1989 (Filmoteca unam, 2012) del historiador Álvaro Vázquez Mantecón. Las semillas de este libro se remontan a La era de la discrepancia (muca, 2007), para la cual realizó la investigación y curaduría del movimiento superochero en México –la Filmoteca unam fue responsable de la digitalización del material y de su edición parcial en un dvd titulado Superocheros: antología del súper 8 en México (1970-1986)–. Si bien Vázquez Mantecón ha ido resarciendo las omisiones de sus primeras investigaciones, propias de todo trabajo que inaugura líneas de estudio, Tattersfield recupera un corpus de piezas hechas por mujeres que ofrecen un valioso contrapeso. El enfoque primordial de Vázquez Mantecón abarca los imaginarios subalternos (de la contracultura, del cine militante, del cine directo, etc.) en México. En Las superocheras, con un rango temporal y geográfico mucho más ambicioso, e inconcebible para una monografía de historia, el interés se encuentra en las “formas radicales de habitar el cuerpo” social, psíquico, político y cinemático (en términos del aparato fílmico) a través de veinte artistas de seis países latinoamericanos y cuarenta obras realizadas de 1968 a 2015.
Dos núcleos ordenan la exposición. El primero, de carácter primordialmente documental, al exterior de la Galería Sur, reúne textos impresos y materiales gráficos diversos: un artículo sobre súper 8 publicado en Artes Visuales y correspondencia de su directora Carla Stellweg, fotografías, una manta con consignas, carteles, entre otros. Al fondo del corredor se encuentra Comunicando con tierra de la argentina Marta Minujín, una suerte de nido a escala humana (que remite a las chullpas bolivianas) con dos monitores mostrando filmes de súper 8, con cámara de Claudio Caldini, digitalizados. Autogeografía y Autogeografía (con máscaras), ambos de 1976, en conjunto con el nido evocan la última pieza de la exhibición: Volcán (1979) de Ana Mendieta. En ella la tierra adquiere también un carácter ritualístico, pero la escala se invierte: el volcán al que hace alusión el título es un pequeño montículo donde arde el fuego que vemos consumirse en una toma larga y fija.
La pieza de Mendieta pertenece al segundo núcleo: una caja negra dedicada a la exhibición de otras veintiséis piezas, casi todas videoproyectadas. El espacio de la galería se organiza en siete salas, delimitadas en su mayoría por telas traslúcidas que permiten a las imágenes desbordarse de un lugar a otro, ser observadas en juegos de constante estratificación. Siete son también los ejes temáticos: autogeografías, performance, cámara espejo, subir el volumen, situar lo cotidiano, de las artistas sobre el arte y apropiación documental. Este último quizá sea el más desafortunado, pues agrupa La vida de una familia ikoods de Teófila Palafox, referente del cine y video indígena, con Sin título (película porno intervenida) (1976-2018) de María Eugenia Chellet y una versión adaptada de Una curva tan gigante que parece recta (2006) en que la argentina Leticia Obeid recupera películas industriales encontradas.
Los temas y las salas no coinciden de manera esquemática; las piezas están dispuestas de forma que el recorrido del espectador coordina su relación con los ejes; a veces se encuentran montadas por sí solas o compartiendo sala con piezas de otros ejes. Las proyecciones, además, son asincrónicas: las piezas en cada sala no pueden visionarse al mismo tiempo y tejen correspondencias, imagino, al coincidir a través del espacio unas con otras. Si el lector estima insuficiente esta descripción no culpe por entero a mis limitaciones como escritor. El dispositivo museográfico, impresionante en sí mismo para ser fotografiado, no ofrece demasiados asideros. Escucho decir a uno de los asistentes, ignoro si con asombro o ironía, que parece una mezcla de las instalaciones del cineasta experimental estadounidense Stan VanDerBeek con las del artista coreano Do-ho Suh.
Considero acertada la inclusión de Dalia Huerta Cano, con su excelente corto El fin de la existencia de las cosas (2013), a la par de otras figuras esperadas como Ximena Cuevas, Sarah Minter y Silvia Gruner (una de las dos artistas mejor representadas). También agradecí la rara oportunidad de apreciar la obras de la brasileña estadounidense Vivian Ostrovsky y de la argentino-alemana Narcisa Hirsch (aunque Retrato de una artista como ser humano no sea un filme en súper 8 mm sino en 16 mm), referentes obligados del cine experimental latinoamericano. Si bien la osadía tiene méritos –pienso en la solución de proyectar el material del evento De mugir a mujer (1983-1984) de Lourdes Grobet sobre una superficie irregular que evoca los cuerpos que participaron en la performance original–, me cuesta trabajo entender de qué forma “la experiencia de ser visto y revelado al mismo tiempo” del visitante, como señala Tattersfield en entrevista, ahonda la comprensión de las obras, muchas de ellas creadas para otros contextos bien específicos de exhibición.
Ni la intervención acerca de los feminismos ni la intervención acerca del súper 8 en la región se encuentran plenamente desarrollados. La muestra se desprende, informa el comunicado de prensa del museo, de una investigación académica en proceso. La crítica de esbozos y bocetos anda siempre a ciegas. Habrá que esperar su conclusión para emitir juicios más definitivos. Mientras tanto la única alternativa es regresar una y otra vez a la exposición para apreciar pieza por pieza a la espera de que se revelen a plenitud su orden y sentido incipientes. ~
Escritor, editor y crítico de medios.