El martirio de Alejo Garza

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Desde hace años hemos tratado de eludir la posibilidad de que una parte de México ya no sea nuestra: ya no se rija por nuestras leyes ni ofrezca a quien vive en esas zonas la protección y las garantías más elementales del Estado mexicano. Tras el martirio de Alejo Garza, la conclusión es ineludible. Hay compatriotas indefensos. Trabajan todos los días con la repugnante posibilidad de que ahí, a la vuelta de la esquina, aparezca una caravana de extorsionadores que, cobijados en la impunidad, exijan lo que ningún hombre en un país medianamente civilizado debería tener que ceder: propiedades, dinero, bienes, los frutos del esfuerzo cotidiano.

Eso fue precisamente lo que le ocurrió a Alejo Garza hace poco más de tres semanas. Un grupo de hombres armados le exigió que entregara su propiedad a cambio de esa tranquilidad sucia que venden los chantajistas. El viejo se negó. Después de anunciarle a los criminales que la propiedad —y su dueño— se quedaban tal y donde estaban, Garza debe haber enfrentado una pregunta dramática, cada vez más común en esas partes de México que, hay que aceptarlo, ya no son México: ¿qué puede hacer un ciudadano ante la ausencia o la inoperancia del Estado? Sentado en su rancho, Garza podría haber optado por recurrir a las autoridades; pedir protección a la Marina, tratar de hablar con la policía local. Pero, como tantos otros, él también perdió la fe en el Estado hace tiempo. Quizá sospechando que no encontraría solidaridad alguna en los nidos de complicidades que suelen ser las autoridades, tomó una decisión radical: buscaría impartir justicia (o algún tipo de justicia) por mano propia. Le dijo a sus empleados que se fueran, algo le adelantó a la familia y se aprestó a morir bajo la ley del talión.

Lo primero que habría que reconocer de la trágica historia de Alejo Garza es la valentía de su protagonista. Todo hombre tiene derecho a defender lo suyo. Es imposible saber si Garza hizo lo que hizo solo para liberar a su rancho de los extorsionadores o si pensó en las consecuencias sociales de su martirio, en la posibilidad de que su suplicio provocara un cambio en el país que, a todas luces, quiso profundamente. En cualquier caso, la muerte gallarda de Alejo Garza ha generado una ola de simpatía que merece un análisis profundo.

Hay quien dice que el señor Garza es un héroe. No sé si comparto la palabra. Es aún temprano para saber si su decisión tendrá las consecuencias que buscaba. Se sabe que su familia está aterrada, tratando de decidir qué hacer con el rancho que su padre trató de defender. No es para menos: Garza pudo haberse llevado consigo cuatro sicarios, pero la lucha desigual se ha quedado en el mundo de los vivos. Y, por desgracia, la familia Garza (como tantas otras en México) no se ha ganado, por arte de martirio, la protección súbita del Estado. Ellos lo saben: tras la muerte de su padre —o quizá por la muerte de su padre— el riesgo que hoy corren es mayor. Por otro lado, me resisto a aceptar que el camino elegido por Alejo Garza sea moralmente ejemplar. Incluso en un Estado cerca del colapso, el único camino para restaurar lo derruido es la apuesta por las vías institucionales, no por contrarrestar los márgenes del horror con una dosis similar de violencia, por más conmovedora y comprensible que resulte.

Por todo esto, prefiero pensar en Alejo Garza como el epítome de la desesperación ante el desamparo en el que, por corrupción, temor o desidia, ha dejado el Estado mexicano a un buen número de sus ciudadanos. ¡Qué trágico es que un hombre no encuentre otra salida para defender lo suyo que desempolvar los rifles de caza guardados en el armario! Al final, el viejo tamaulipeco asesinado entre granadas de fragmentación es una víctima de un Estado que, si no es fallido, sí ha fallado. No un héroe, pero sí un mártir del México más triste del que se tenga memoria.

– León Krauze

(Imagen tomada de aquí)

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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