El ángel y la mosca

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Rubén Bonifaz Nuño

Poesía completa

Prólogo de Luis García Montero, México, FCE, 2012, 4 vols.

La tarde que releía sus primeros poemas para esta reseña recibí, como todos, la noticia de la muerte del poeta. La coincidencia (seguramente vivida por muchos a propósito de esta Poesía completa) no dejó de tener algo de melancólica, pero el valor de la paradoja es obvio: el poeta ha muerto, pero la obra vive y, en cierto modo, comienza apenas su segunda y más perdurable vida, la que trascenderá, por mucho, los límites de una vida humana. El poeta lo sabía desde joven: “Adviene callada la muerte; / nada prolonga al instante caduco / sino el canto perfecto, que presta / tiempo sin tiempo a la vida.”

La obra de Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, 1923-ciudad de México, 2013) forma parte de la educación sentimental y poética de un sinnúmero de lectores de poesía en México. Su caso, me temo, es cada vez más raro: un poeta dotado de una formación clásica, traductor de latinos y griegos; enraizado en la mejor tradición de la poesía en lengua española (desde Garcilaso y la poesía áurea hasta el siglo xx), y con un fino oído para la lengua coloquial y sensibilidad para la cultura popular. En su poesía, Catulo y Propercio cantan con mariachi, y Manrique y Quevedo se dan la mano con las calaveras de Posada.

La obra poética de Bonifaz Nuño es vasta y conoció diversos registros. Comenzó, clásicamente, con una serie de sonetos en los que predomina, a la manera de Rilke, el ángel como imagen de la poesía. Su poesía fue siempre alada, pero con el tiempo se hizo evidente que no solo los ángeles tienen alas. Tras un libro de aprendizaje y estudio (entendidos en el sentido clásico de imitación) como Imágenes (1953), vino el primer gran poemario, ya plenamente bonifaciano: Los demonios y los días (1956). Es la poesía de un mundo gris, árido, rutinario, de horarios burocráticos y tedio dominical, al que solo la poesía redime parcialmente. Lejos parece haber quedado la heroica lucha con el ángel; aquí lo que hay son moscas: “una llamarada de moscas verdes / ha nacido encima de la tierra, / encima del agua que bebemos, / ha poblado el aire que respiramos”. En las antípodas del ángel, la mosca será a partir de ahora la criatura emblemática del mundo poético de Bonifaz Nuño. Esta tesitura se prolonga en Fuego de pobres (1961), en el que la desazón de la monotonía y la miseria encuentra una salida en la solidaridad humana: “Tú, compañero, cómplice que llevo / dentro de todos, junto a mí, lo sabes. / Hermano de trabajos que caminas / en hombres y mujeres, apretado / como la carne contra el hueso, / y vives, sudas y alborotas / en mí y conmigo y para mí y contigo.” En el medio, El manto y la corona (1958), uno de los grandes cancioneros de amor de la poesía mexicana. En “Amiga a la que amo: no envejezcas…” se dan cita sus dos temas básicos, ya observados en su momento por Octavio Paz: el amor y el paso del tiempo, y, agregaría, el canto, pues el poeta sabe, desde luego, que la belleza y el amor son transitorios, y que su única posibilidad de trascendencia está en la poesía.

Bonifaz Nuño amaba las imágenes del juego y el azar (las figuras de la baraja, los lances, el albur). Tenía conciencia de que la vida es, más que juego de ajedrez, partida de póquer, y que es preciso apostar y arriesgarse: “a lo mejor le atinas, suerte, / y el as de oros de la noche abismas, / y la cama de amor…”, Siete de espadas (1966). Esta conciencia es parte de una actitud vital más amplia (particularmente mexicana, nos guste o no) que reivindica, no sin ironía, la figura del macho, cosa que en nuestros delicados tiempos de corrección política no faltará quien censure, indignada o condescendientemente, pero de la que esta poesía extrae parte de su fuerza: “hiel del macho hasta el fondo… / Resquemor mexicano en las espinas / de lujo. Si me viene guango. / Si te fuiste. Si me importa madre”.

El manto y la corona habría bastado para ganarle a Bonifaz Nuño un lugar de privilegio en la poesía amorosa en lengua española, pero a este agregó dos libros más con los que formaría una especie de tríptico: Albur de amor (1987) y Del templo de su cuerpo (1992). Tal vez su mejor registro erótico sea el expresado en ellos, un registro oscuro, bilioso, pasional. En el primero prevalecen el despecho y un deliberado patetismo, ranchero y de cantina (baste recorrer algunos de los primeros versos: “Aunque sé bien que no me extrañas…”, “No es en mi año. Alguien te tiene…”, “Mal me pagaste; malamente…”, etc.); en el segundo, la pasión sexual, la codicia física, el resentimiento que nace del deseo, los celos y el abandono. En Del templo de su cuerpo, el poeta canta una pasión postrera: “yo, vestido y viejo, carcomido / y ciego, me arriesgo a tus veinte años; / la imprudencia ejerzo del que, a tientas, / ensangrienta espinas, pretendiendo / gozar la flor de la biznaga”. Pocos poetas habrán rendido un homenaje tan alto a lo femenino: aquí, la mujer es, conjuntamente, divinidad, oficio y templo, y el agente que deshace, en la cópula, la antigua oposición platónica y cristiana: “Y comprendes, comprendiendo el mundo, / y carne y alma son un solo / prodigio de ser: tu alma es tu cuerpo.”

En el 2003, al cumplir ochenta años, el poeta publicó su último libro, Calacas, que se inscribe en la tradición fúnebre de la poesía mexicana (hay ecos paródicos de Muerte sin fin: “tin tin está llamando ahora”) y, más allá, en toda una actitud mexicana frente a la muerte que de tan trillada a veces olvidamos la verdad que encierra. La muerte de Calacas es la Pelona, la Dientona, la Calavera de la sonrisa azucarada del Día de Muertos. El poeta la amonesta cariñosamente, la tutea (“ya ni la amuelas, Flaca; embistes / en guerra contra un montón de harapos”), se burla de ella, la reta, y, macho impenitente, la desdeña hasta el último momento: “Hay una mujer, quedan amigos / y el desprecio, Flaca, a lo que dueles. / No sé si habré de morir todo; / no todo he muerto; mientras vivo, / me vienes guanga, compañera.” Naturalmente, la muerte, tarde o temprano, nos ajusta a todos, eso el poeta lo sabe, pero no a su obra: a la poesía –a la gran p0esía– la muerte le viene guanga. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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