Bestias parlantes (1)

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Asegura Herodoto: “Fueron ellos [los egipcios] los primeros que dijeron que era inmortal el alma de los hombres, la cual, al morir el cuerpo humano, va entrando y pasando de uno a otro cuerpo de animal que entonces vaya formándose, hasta que recorrida la serie de toda especie de vivientes terrestres, marinos y volátiles, que recorre en un tiempo de tres mil años, torna a entrar por fin en un cuerpo humano que esté ya para nacer. Y es singular que no falten griegos, cuál más pronto, que adoptando esta invención se la hayan apropiado, cual si fueran ellos los autores de tal sistema, y aunque sé quienes son quiero hacerles el honor de no nombrarlos”.

Los pitagóricos son los aludidos. De ellos hablaremos más adelante. Por ahora habría que dudar, como siempre, de lo dicho por Herodoto: la creencia en la transmigración de las almas debe haber brotado en la insondable antigüedad del Indostán, cuyo pueblo se ha dado con frenesí a estas fantásticas mutaciones.

Ante la metempsícosis vienen a la mente de inmediato toda clase de objeciones. La primera es, desde luego, el asombro de que las variadas y poderosas capacidades del alma humana puedan tener cabida en la simplicidad del caparazón de un pulgón o de la obstinación de una garrapata. Porque, recordemos, esta doctrina da por sentado que estos animalillos tienen alma.

Los animales son un límite humano: no podemos imaginar la realidad interna, no ya de un gusano, ni siquiera de un perro. ¿Qué ve el perro al mirar una silla? No podemos vivenciarlo: no ve una silla, de seguro, la ausencia de lenguaje le cierra el camino, y nosotros no podemos imaginar una silla sin identificarla como silla. ¿Cómo luce un universo en el que no podemos identificar nada? Omitamos la discusión de las identificaciones olfativas que el animal realiza sin parar.

Otro argumento viene de que parece que se precisa el cuerpo para establecer la identidad personal. Ya Santo Tomás, es fama, cuando su madre vino de ultratumba a visitarlo aprovechó su presencia para indagar con cierta ansia: Mamá, explícame, ¿cómo conocen las almas separadas?Esto es, ¿cómo sabe el alma sin cuerpo que en la mesa hay un vaso si no tiene ya sentidos y no puede verlo ni tocarlo?

Sin cuerpo, ¿cómo sé que el alma sobreviviente y viajera es la mía? (Porque en la migración el cuerpo no puede contar al establecer la identidad.) En alguna variante del budismo indostano, que desconfiaba de la transmigración, se propuso un símil en este sentido: si enciendo una llama con otra llama, ¿las dos llamas son la misma llama o son llamas diferentes?De este modo se afirma que no hay criterios para resolver la cuestión.

Se puede pensar que sé que el alma es la mía por los recuerdos que guarda, como pensaba Locke, pero el alma que transmigra no conserva los recuerdos del alma que deja atrás.

Una última perplejidad. Si un alma está en un cuerpo porque ha migrado de otro cuerpo, ¿cómo se origina la serie? Tendría que darse un alma original que no proviene de ninguna migración y esta alma ¿de dónde sale?

Pero ninguna de estas dudas conmueve al crédulo en estas cosas.

Empédocles, el dios supuesto del relato de Schwob, revelaba que había sido “un niño, una niña, y un arbusto, y un pez que al nadar salta fuera del mar”.

La lista es enigmática: ¿Por qué dice “un niño”? ¿Se implica que no llegó a adulto? ¿El arbusto discrepa, sale de la serie? ¿El árbol no puede tener alma y el piojo sí? Si ya se admite la espiritualidad de una planta, ¿por qué no la de una piedra, una nube, el arcoíris, la mesa?, ¿por qué no admitir el alma en todas las cosas? ¿No dijo el filósofo que “todo está lleno de dioses”? ¿Por qué no puede en ese caso tener alma una cueva, una pieza de música, un incendio?

Pitágoras recordaba, imperfectamente, pero recordaba, sus vidas anteriores, pese a que de los avatares de ordinario no se recuerda nada. ¿Por qué poseía el filósofo esta habilidad? La respuesta figura en este testimonio de Heráclides Póntico: “A Pitágoras que una vez había sido considerado hijo de Hermes, Hermes le pidió que eligiera lo que quisiera, excepto la inmortalidad. Entonces [Pitágoras] pidió que se le conservara, vivo o muerto, la memoria de lo que le sucediera. De ahí que en vida se acordara de todo y, después de morir, conservara la misma memoria. [Y así pudo recordar que] entró en Euforbo, quien fue herido por Menelao. Ahora bien, Euforbo narraba que cierta vez había sido considerado hijo de Hermes…”

Muerto Euforbo, el alma se trasladó a Hermótimo. Muerto este, se convirtió en Pirro, pescador de Delos. Hay quien agrega a esta lista una cortesana, un pulpo y un incendiario, pero se trata de afirmaciones aventuradas, difíciles de corroborar. ~

 

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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