El liberalismo agotado

Las divisiones culturales han llegado a ser tan profundas en las sociedades occidentales que resulta difícil imaginar una forma de liberalismo capaz de responder al malestar de las generaciones más jóvenes y a crisis actuales, como la climática. ¿Será posible, en estas condiciones, llegar a un nuevo consenso?
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El dramaturgo estadounidense Arthur Miller escribió que “se puede decir que una era ha terminado cuando sus ilusiones básicas se han agotado”, y no se me ocurre una forma mejor de resumir lo que se ha venido desarrollando en Occidente y en formas algo distintas en América Latina y el mundo islámico que el apotegma de Miller. Los ejemplos de este fin abundan.

En lo que llamamos anglosfera (Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) la iconoclastia está a la orden del día. Hay una creciente demanda no solo de la destrucción de monumentos que celebran figuras en torno a las que siempre ha girado la controversia –los monumentos conmemorativos bélicos de los confederados en Estados Unidos, estatuas de esclavistas como Edward Colston y de imperialistas como Cecil Rhodes en el Reino Unido, y similares–, sino también de monumentos que celebran las figuras fundadoras de sus naciones, como Thomas Jefferson y Abraham Lincoln en Estados Unidos, el explorador inglés James Cook en Australia y John Macdonald, que fue el primer primer ministro de un Canadá independiente. Algo similar ocurre en muchos países de América Latina, y en particular en México y Chile, donde las estatuas de los conquistadores españoles se ven sustituidas con frecuencia creciente por monumentos que celebran a los conquistados.

Esta iconoclastia material va de la mano de un milenarismo psicológico y lingüístico. Sobre todo, ideas previamente fijas sobre el sexo y el género son desechadas por las clases gerenciales profesionales de la anglosfera, y lo que Baudrillard predijo como posibilidad hace casi cuatro décadas en su libro América es ahora realidad. “Llevado a su conclusión lógica”, escribió, “eso no dejará ni masculino ni femenino, sino una diseminación de sexos individuales que solo tendrán referencia entre sí, cada uno de ellos gestionado como una empresa independiente”. Si miramos la llamada “Bandera del Orgullo”, que, cuando originalmente la diseñó el artista Gilbert Baker en 1978, consistía en las rayas de un arcoíris donde cada color celebraba la maravilla de las cosas –no solo el sexo en general (no se especificaba un sexo en concreto), sino también “la luz del sol”, “la naturaleza”, “el asombro”, “la cura”, “la magia”, “la serenidad” y “el espíritu”–, se ha transformado en una “Bandera del Orgullo del Progreso”, en la que, en el diseño que hizo en 2018 Daniel Quasar, cada barra o triángulo representa una identidad sexual o de género particular, desde lo “trans” y “no binario” a “comunidades de color marginalizadas” y aquellos que viven con sida. Y más tarde se ha rediseñado para incluir a los asexuales, a la sexualidad indígena de “dos espíritus” y a otras categorías identitarias. El rediseño continúa y ahora la bandera recuerda sobre todo a los escudos llenos de infinitas divisiones que aparecían en el Almanaque de Gotha justo antes de la Primera Guerra Mundial.

Algunos europeos pensaban que eso era un fenómeno estadounidense, fácilmente exportable al resto de la anglosfera, y quizás incluso a otros países protestantes, pero al que la Europa católica y América Latina permanecerían en general inmunes. Esta predicción ha resultado falsa. La gente habla con mucha seguridad del declive de Estados Unidos, la llegada de un mundo realmente multipolar, etcétera, pero, por mucho que deseemos que fuera de otro modo, la explosión de la política identitaria no solo en la anglosfera sino, aunque más lentamente, en la Europa continental y en América Latina demuestra la persistente hegemonía de la cultura estadounidense. Las noticias de su muerte, como escribió Mark Twain a un periódico que, para diversión del escritor, había publicado su obituario cuando Twain estaba todavía bastante vivo, eran exageradas. Al mismo tiempo, en el mundo de habla hispana y (más despacio) en Francia, gran parte de la izquierda se encuentra en el proceso de adoptar o al menos debatir sobre adoptar lo que se denomina lenguaje inclusivo, destinado a reemplazar los finales con marca de género de los nombres y adjetivos en masculino y femenino con una letra “sin género”, de modo que en español, por ejemplo, en vez de los morfemas masculino “o” o femenino “a” habrá una “e”.

Sin duda, las lenguas siempre han evolucionado y ningún monumento dura para siempre. La famosa frase de Marx en El manifiesto comunista –“Todo lo que era sólido se desvanece en el aire, todo lo que era sagrado es profanado”– describe a la perfección el momento histórico actual. Pero, mientras que Marx pensaba que eso llevaría a que “el hombre [estará] por fin obligado a afrontar sobriamente sus verdaderas condiciones de vida y sus relaciones con los demás”, en realidad lo que parece ocurrir es una especie de guerra cultural de todos contra todos. Eso era predecible. Porque lo que verdaderamente carecía de precedentes en la izquierda identitaria del siglo XXI es que es la primera izquierda que no tiene ideas con consecuencia alguna sobre la economía, salvo el deseo –o, si se prefiere, la profecía– incoado y generalizado de Mateo 20:16: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos.” Están obsesionados con la raza y el género, e incluso su anticapitalismo está racializado en ese sentido, sobre todo dentro del profesorado contemporáneo, donde se ha convertido en un artículo de fe la idea de que la historia del capitalismo occidental y la historia del racismo blanco son esencialmente la misma.

Por supuesto, al hacer esto, la izquierda identitaria occidental mira por el espejo retrovisor, porque el pasado del capitalismo puede ser europeo y norteamericano, pero el presente es ya tan asiático como occidental, y su futuro es probable que sea genuinamente multipolar y no solo occidental y asiático a medida que África empiece a afirmarse como un poder a tener en cuenta (no conviene olvidar que, según las tendencias demográficas actuales, cuatro de cada diez personas vivas habitarán en el África subsahariana en 2100). En todo caso, no hay razón por la que el capitalismo no pueda proclamarse antirracista; de hecho, muchas corporaciones importantes ya avanzan en esa dirección, demostrando una vez más el gran genio del capitalismo para cambiar de formas ideológicas.

Lo que esto ha creado, en primer lugar y antes que nada, es una crisis de legitimidad moral. El argumento de la izquierda identitaria se resume fácilmente. Dado que nuestros países se fundaron sobre la base de grandes crímenes como la conquista, la esclavitud y a menudo la masacre genocida de los habitantes originales, como en los casos de Estados Unidos, Canadá, México, Perú y Australia, o que nuestras sociedades se volvieron ricas en gran medida gracias a sus imperios coloniales, como fue el caso de Gran Bretaña, España, Portugal, Francia, Holanda y Bélgica, esas sociedades seguirán siendo moralmente ilegítimas a menos que resarzan a los pueblos que esclavizaron o que a menudo intentaron exterminar (a veces con éxito). En 2022 es imposible saber si esta opinión prevalecerá o no. El periodo de Trump en Estados Unidos, y el hecho de que incluso tras su derrota en 2020 una gran cantidad de estadounidenses sigue apoyándolo ardientemente, el persistente éxito de Orbán en Hungría y ahora la victoria de la extrema derecha en Italia dejan claro que, al margen de lo que he descrito –con perdón del presidente Dwight Eisenhower y su formulación sobre un creciente “complejo militar-industrial”– como el complejo académico-filantrópico-cultural, hay una resistencia tremenda a los iconoclastas, una resistencia que puede resultar políticamente exitosa en muchos países. Aun así, que las prolongadas victorias políticas de esta derecha insurgente puedan deshacer la hegemonía cultural de la izquierda identitaria –que ya dura décadas– me parece altamente improbable.

Pero incluso suponiendo que me equivoque, las divisiones culturales en las sociedades occidentales y latinoamericanas son ahora tan profundas que la idea de que un nuevo consenso podría alcanzarse en el futuro predecible es arriesgada. La gran frase de Abraham Lincoln parece adecuada aquí: “Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie.” Y esa es precisamente la situación en la que se encuentra la “casa” occidental. Quien lo dude solo debe hurgar en el montón de residuos tóxicos de las redes sociales, donde el odio es la posición por defecto y la guerra de todos contra todos (por ahora, afortunadamente, en general retórica y virtual) se hace cada vez más intensa. Y una vez que todo se vuelve un juego ideológico y moral de suma cero, a los ojos de quienes ven el mundo de ese modo el rechazo consecuente a escuchar las opiniones con las que uno no está de acuerdo acaba pareciendo la única respuesta éticamente lícita. Los intentos del movimiento trans de sofocar a cualquiera que desafíe su versión de la identidad de género, sea J. K. Rowling o un vulnerable académico júnior, son un ejemplo extremo: insisten en que cuestionar una idea del género basada en los sentimientos en vez de en la anatomía es negar a los trans el derecho a existir, y que por tanto es legítimo considerar que esa posición es exterminacionista. Y, evidentemente, si crees que alguien quiere exterminarte, no tienes ninguna obligación ética de escucharlo.

El resultado es que las sociedades liberales se encuentran en un callejón sin salida. Está muy bien que los liberales citen los famosos versos de Yeats de su poema “La segunda venida”, donde dice: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / están llenos de apasionada intensidad.” Pero no les servirá de nada. Porque, por decirlo claramente, no es probable que haya un nuevo comienzo para un liberalismo que, según el punto de vista que tengas, ha presidido o sido incapaz de evitar el colapso de la clase media en Europa y Norteamérica, ha sido impotente a la hora de amortiguar y a menudo no ha tenido ni el coraje de reconocer el choque cultural que ha ocasionado la inmigración masiva desde el sur global (una negligencia que ha resultado enormemente perjudicial tanto para los nativos como para los migrantes), ha permitido que sus sistemas educativos se desmoronen y que sus sistemas sanitarios dependan del trabajo del sur global y, quizá lo peor de todo, ha permanecido pasivo mientras las personas de clase media y trabajadora y sobre todo los jóvenes eran expulsados de la posibilidad de tener una vida decente en la mayor parte de las áreas urbanas importantes. Está muy bien hablar de Kulturkampf [combate cultural], pero el atractivo del moralismo milenarista y el cambio de formas psíquico, especialmente para los jóvenes, no se puede separar de la situación material en que estos se encuentran, y especialmente del hecho de que, al menos si los comparamos con la generación de sus padres, pocos de ellos poseerán una casa o apartamento. Imagina lo angustioso que debe de ser eso.

En cualquier caso, los jóvenes están aterrorizados, sobre todo por el cambio climático. No me gustan los santos y menos todavía los santos laicos, pero Greta Thunberg tiene una actitud absolutamente correcta al estar enfadada, al ser poco razonable. Porque cada día las sociedades demuestran su falta de voluntad de dirigirse a la que puede ser la mayor crisis de la historia del mundo con una seriedad real. Pero hacerlo es inmensamente difícil: nuestra política, tanto la liberal como la no liberal, simplemente no está configurada para tratar de manera efectiva con problemas a muy largo plazo. Y esto es fundamentalmente un problema cognitivo. No puedes exigir una nueva ética ambiental o una nueva cultura de la solidaridad: esas cosas requieren siglos –otra razón por la que es muy poco probable que cualquier comienzo digno de ese nombre ocurra o, por decirlo de manera precisa, ocurra a tiempo–. Eso es lo que los jóvenes entienden y los está volviendo locos. Lo digo literalmente. Cuando todo está dicho y hecho, la forma más seria y responsable de entender las patologías culturales de nuestro tiempo es interpretarlas como emblemas del miedo al futuro y de la nostalgia de una arcadia perdida (de ahí el éxito, en la izquierda, de libros como El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, de David Graeber y David Wengrow, con sus fantasías del tipo Rousseau conoce a Vandana Shiva sobre las armonías perdidas de un mundo tribal premoderno). ¡Imagina ser joven y temer que ya te estás quedando sin tiempo!

Así, una vez más, ¿cómo sería un nuevo principio? E. O. Wilson dijo que los seres humanos habían “creado una civilización de La guerra de las galaxias, con emociones de la edad de piedra, instituciones medievales y tecnología divina”. Es posible imaginar que surja una nueva forma de liberalismo capaz de abordar estos asuntos de manera seria: el nuevo comienzo. La esperanza es una categoría metafísica y por tanto no necesita una base empírica, pero no veo ninguna prueba de que esté surgiendo un liberalismo que pueda recobrar su legitimidad previa. Tampoco encuentro ninguna razón empírica para pensar eso, y sí incontables razones para sacar la conclusión opuesta precisamente por los motivos que diagnosticó Wilson. Sin duda, la guerra en Ucrania ha inspirado en al menos algunos liberales serios la esperanza de que se pueda revertir el largo declive del liberalismo y se pueda detener el ascenso del autoritarismo. Para Francis Fukuyama, una derrota rusa en Ucrania “perforaría el relato cada vez más común de las ventajas de un gobierno autoritario” y posiblemente conduciría a “una renovación de la confianza democrática”. El argumento de Fukuyama es que para el público de las democracias occidentales ha sido demasiado fácil “dar por sentadas la paz y la prosperidad que han traído el orden mundial liberal”, y ha señalado que “puede que cada generación necesite aprender de nuevo la lección de que las alternativas a la democracia liberal conducen a la violencia, la opresión y en último término al fracaso económico”.

Estuve hace poco en Ucrania, y quiero volver con regularidad mientras dure la guerra. Tengo setenta años, he cubierto muchas guerras, pero solo dos me han parecido totalmente justas: la resistencia del gobierno bosnio frente a la agresión de los serbios y los croatas, y la lucha de Ucrania por la supervivencia. Pero con todo respeto a Fukuyama, a quien me tomo muy en serio, la guerra en Ucrania no tendrá ningún papel a la hora de determinar los destinos relativos de la democracia y el autoritarismo en el sur global, y dudo mucho que desempeñe un gran papel incluso en América del Norte y Europa occidental. La gente no solo votó a Meloni y su coalición de derechas en Italia por Ucrania. El nuevo gobierno tory en el Reino Unido no se hunde por Ucrania. Y en la política estadounidense, aunque Trump, de quien se dice que es verdaderamente prorruso, optara de nuevo a la presidencia, el apoyo a Rusia no es un gran predictor de la posición que uno tiene frente a lo woke o la teoría crítica de la raza. Sí, la izquierda dura “chomskiana” se opone a ayudar a Ucrania, como hace buena parte de la derecha dura de Fox News. Pero si entras a Twitter, ves muchas cuentas con símbolos del Orgullo Gay y la bandera ucraniana. Por decirlo burdamente, la crisis de la democracia en Occidente es una crisis interna. Frente al diagnóstico de Fukuyama, sea lo que sea que piensan los viejos y la gente de mediana edad, pocos jóvenes ven esta civilización como una civilización de paz y prosperidad. ¿Y hay que regañarlos por su ingratitud? Es un camino que no lleva a ninguna parte.

Y si no hay un nuevo comienzo no será por el fracaso de la voluntad o por no estar lo suficientemente agradecido. Es más bien porque, como escribió Emil Cioran, “una civilización progresa de la agricultura a la paradoja”. Y, en todas partes a nuestro alrededor, quien se detenga a observar entenderá hasta qué punto nos encontramos en la fase final de la paradoja, donde el liberalismo es simplemente una fuerza agotada. Quizá no merezca este destino, o, mejor dicho, quizá nosotros no merezcamos que ese sea nuestro destino. Pero no veo cómo puede volver a alzarse. En otras palabras, esta civilización está acabada. ¿Y por qué no? Eso es lo que les ocurre a todas las civilizaciones: surgen, florecen, decaen, mueren. No hace falta ser un spengleriano para creerlo. A comienzos del siglo XVI Guicciardini decía lo mismo cuando escribió (parafraseo): “No lamentes que tu ciudad esté en decadencia; todas las ciudades decaen. Si quieres lamentar algo, lamenta que tuvieras la mala suerte de nacer cuando tu ciudad está en decadencia.” En el mejor de los casos, esta civilización ya está recibiendo cuidados paliativos, y de esa situación, como sabes, nadie sale vivo. ¿Un nuevo comienzo? En el mundo noratlántico –y en gran parte del mundo–, como en la unidad de cuidados paliativos, deberíamos considerarnos afortunados si se nos garantiza un final digno. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Nexus.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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