Grandes aventuras

Si la música incidental está al servicio de la puesta en escena a la que acompaña, esta película, entendida como incidental, ayuda solidariamente a que se aprecien ritmos propios de la naturaleza.
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Uno de los ciclos programados en la edición del festival Punto de Vista de este año, que acabó hace unos días en Pamplona, estaba dedicado a las relaciones del animal humano con su entorno, en concreto las relaciones de tipo extractivo. A lo largo de seis sesiones, y bajo el título general de Lejos de los árboles, se proyectó una colección de dieciséis películas seleccionadas por la programadora Miriam Martín. La más antigua era L’industria dell’argilla in Sicilia (un cortometraje de Piero Marelli de 1910), y la más reciente Zum Verlgleich, de Harun Farocki, estrenada en 2009 y, como la de Marelli, centrada en la industria cerámica.

Entre las dos más o menos se rodó una curiosa película que también estaba incluida en el programa, ambientada en una granja sueca colindante con un bosque y en la que los animales son tan protagonistas como los humanos. De 1953 es el largometraje La gran aventura (Det stora äventyret), de Arne Sucksdorff. Fue una película célebre en su tiempo; ganó sendos premios en los festivales de Cannes y de Berlín del año 54. Sucksdorff se especializó en el cine documental y remató su carrera cinematográfica en 1970 rodando las escenas con pingüinos en la Antártida de la película de 1970 Mr. Forbush and the Penguins, que cuenta la aventura polar de un tipo que viaja al Polo Sur para impresionar a un ligue. En este punto y antes de seguir escribiendo sobre La gran aventura me temo que voy a tomar un desvío, justificado por los interesantes detalles y asociaciones que marcan toda empresa humana.

Mr. Forbush and the Penguins, de la que el crítico de cine Derek Malcolm escribió en The Guardian la dudosa defensa de que “no es tan mala como nos han hecho creer”, fue una de esas películas que se recuerdan por su rodaje descalabrado (a menudo por el trabajo al aire libre y a merced de los elementos). Algunos fotogramas en los que el protagonista aparece embutido en un abrigo de pieles y rodeado de centenares de pingüinos revelan un aire muy setentero, en parte por la palpitación de la desmesura. La sustitución del director original, Alfred Viola, por Roy Boulting provocó también el cambio de la actriz protagonista, Susan Fleetwood, por la mujer de Boulting, que en aquella época era Hayley Mills. La curiosidad del caso, que no tiene que ver con los pingüinos, es la siguiente: con su hermano John, Roy Boulting conformó una estable y prolífica pareja cinematográfica en la que, a lo largo de décadas, se repartieron los papeles de director y productor. John y Roy eran gemelos, lo que no deja de tener un intrigante reflejo en el conocido hecho de que Hayley Mills debiese su fama a su doble papel en Tú a Boston y yo a California, donde interpretaba a dos gemelas separadas al nacer.

Pero bueno, después del sugestivo apunte freudiano volvamos a la película de la que estábamos hablando. La gran aventura es un largo en blanco y negro que se mueve entre el documental y la ficción. En parte parece un cuento para niños; incluso llega a parecer a veces que lo que estamos viendo es cómo cobran vida las ilustraciones de un cuento infantil, quizá las de John Bauer para los cuentos de Nils Holgersson. Pictóricamente es muy bella. Me pregunto si, de no haber sabido que se trataba de una película nórdica, habría asociado algunos de los planos con los paisajes de Nolde, como me pasó mientras la veía. Recuerdan también a dibujos japoneses algunos de los planos que aprovechan los reflejos en el lago para componer ciertas simetrías difusas. La flema geométrica del paisaje contrasta con las peripecias de los animales que viven en él, todo movimiento, fuga y salvar el pellejo por los pelos. El que rodó Sucksdorff con sensibilidad modélica es un paisaje muy agradecido. Cuando llega el invierno, porque la película sigue la estructura circular de las estaciones, los animales corretean sobre la nieve como brochazos mágicos. Entonces te dices ¿qué infancia he tenido, si no he visto brincar a las nutrias sobre la nieve? La primera mitad de la película, ayudada por una narración en off, muestra las aventuras y las relaciones de distintos animales, como una camada de zorros, una pareja de búhos, un lince solitario… Es sorprendente cómo Sucksdorff consigue que los animales parezcan estar actuando, hasta el grado de que el punto de vista es más el de los animales que el de los humanos que quieren defender su granja de las incursiones cinegéticas de la zorra madre. Es un mérito por supuesto del montaje. Te tronchas de risa con las peleas entre los cachorros de zorro y te estremeces con la aparición a contraluz del imponente lince. A medida que avanza la película se va introduciendo una trama entre humanos: los dos niños se hacen cargo de una nutria sin que los mayores se enteren. Cuando no son capaces de pescar por sí mismos porque todo lo cubre una capa de hielo, gastan todos sus ahorrillos en arenques que compran en el colmado del pueblo. Con el pretexto del complot de los niños podemos introducirnos en la vida de la comunidad, y vemos que tienen sus problemas, desahogos y costumbres igual que los animales con los que nos habíamos familiarizado en la parte anterior de la película.

Mientras escribo este artículo y arrastrada por lo escandinavo me he puesto música de Grieg, y entonces veo vagamente pasar delante de mí un concepto, el de película incidental, que no sé si existe y me aventuro a tantear aquí aun a riesgo de embrollo. Detecté algo chocante durante la proyección, y tenía que ver con la fricción entre el extremo artificio de la película y la autenticidad evidente que la animaba. Si la música incidental está al servicio de la puesta en escena a la que acompaña, esta película, entendida como incidental, ayuda solidariamente a que se aprecien ritmos propios de la naturaleza (en la que contamos también a los seres humanos): está compuesta a golpe de ritmos solidarios con el ritmo intuido del mundo, o de los bosques escandinavos por lo menos, que se nos transmiten mejor así, incluso cuando aceptamos que lo que estamos viendo es una puesta en escena mucho más lejos de la percepción inmediata que lo que estaría una aproximación abstracta.

Al final de la película los niños ríen de alegría pura al ver una bandada de grullas sobre el paisaje en el que se ha perdido la nutria, recién fugada, y ahí en esa puesta de sol volvemos a comprender los ritmos cíclicos.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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