A la sombra del terror

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Una atmósfera cargada
La campaña electoral se arrastraba sin excesivos alicientes. Desde sus prolegómenos, estuvo dominada por la convicción casi general de que la victoria del Partido Popular resultaba inevitable y que la única incógnita residía en saber si el sucesor de José María Aznar iba a alcanzar o no la mayoría absoluta. De acuerdo con las encuestas, el foso inicial entre los dos principales partidos iba reduciéndose, sin por ello poner en peligro la primacía de los conservadores. Conviene recordarlo cuando a posteriori se intenta desde el bando vencedor la presentación de la victoria final como resultado de la propia campaña. Adelantemos nuestra estimación: la pérdida de empuje de la candidatura del PP hacía de su victoria sin mayoría absoluta la hipótesis más plausible, incluso con la posibilidad de no rebasar el tope de los 165 escaños, suficiente para el PSOE pero no para el PP a la hora de formar gobierno, dada la dificultad con que había de tropezar en la búsqueda de aliados más allá de los tres o cuatro representantes de Coalición Canaria. Acertadamente, José Luis Rodríguez Zapatero había declarado no estar dispuesto a formar gobierno de no superar en votos al PP. Era un hábil y arriesgado llamamiento a la concentración del voto de la izquierda sobre su partido, si de veras se pretendía desplazar de la Moncloa a los populares. A pesar de ello, difícilmente hubiera alcanzado su meta de manera tan rotunda sin los acontecimientos que se sucedieron del día 11 al 14, entre el atentado de Al Qaeda y la apertura de los colegios electorales.
     Era el precio a pagar por la impopular participación en la guerra de Irak. A título personal, tal es el pronóstico que pude expresar públicamente en más de una ocasión: únicamente un atentado sangriento en vísperas de las elecciones, localizado con un máximo de probabilidades en el sector iraquí de ocupación española, y no en la península, con pérdidas de vidas humanas de nuestros compatriotas, podía afectar la tendencia general favorable al voto conservador. Con anterioridad, las elecciones locales y regionales de mayo de 2004 hicieron surgir el espejismo de que la llama de las grandes movilizaciones de febrero contra la guerra y por el Prestige se había extinguido. El PP pudo respirar con satisfacción al comprobar el éxito de su acción subterránea de ayudas económicas a los damnificados en la costa gallega y la repentina amnesia que aquejaba a ese 90% de españoles que pocas semanas antes se oponían a la guerra. Los efectos del terremoto de la movilización social pacifista quedaban atrás. No en vano la campaña militar encabezada por los Estados Unidos acababa de lograr una victoria en apariencia irreversible. Los propios socialistas, muy activos en febrero y marzo, moderaron su protesta. ¿Sobre qué iban entonces los electores a sostener por sí mismos una causa perdida?
     Sólo que si en mayo de 2003 los Estados Unidos confirmaban ante el mundo su absoluta supremacía militar, esa imagen de país invencible fue deteriorándose con rapidez en meses sucesivos. La fachada humanitaria de la ocupación, vinculada a las expectativas de buenos negocios, tanto en la reconstrucción como por el petróleo, se desplomó ante la realidad de una insurgencia que multiplicaba con éxito los actos terroristas. Pronto aquello se parecía más a Vietnam 1964 que a Japón 1945. A la participación española, situada en una zona de relativa tranquilidad, no le tocaron los muertos por atentados pero sí, aunque el origen geográfico estuviera en Afganistán, los de una catástrofe aérea al estrellarse en Turquía un avión alquilado de transporte de tropas. El episodio puso al descubierto las carencias de la administración militar española, y con ello el desfase entre un discurso triunfalista evocador del “honor de España” de fines del imperio y las insuficiencias técnicas. Y eso que la oposición socialista actuó con moderación, evitando entrar en los aspectos esperpénticos que fueron saliendo a la luz, tales como la utilización de los aviones de transporte militar por parte de los Mensajeros de la Paz de cierto Padre Ángel, una curiosa organización a medias religioso-asistencial y a medias de intereses económicos, inventora del día del abuelo y activa en El Salvador, amén de redentora de jóvenes madres menesterosas, ávida ahora por ganarse un lugar al sol en Irak. Entre tanto, los restos de los militares fallecidos eran repatriados sin ni siquiera una labor eficaz de identificación y entre las protestas de sus familias por las pésimas condiciones del transporte. Volvía la España de Valle-Inclán y de Machado.
     Por su parte, Aznar exhibía una y otra vez con arrogancia ante el Congreso el acierto de su alineamiento como peón de Bush, al mismo tiempo que descalificaba a una oposición integrada en el tema por las demás formaciones de la cámara. Su carácter antipático y prepotente llegó a hacerse proverbial, salvo para sus seguidores, y no sólo en España. Era el hombre de Washington frente a la “vieja Europa”, siempre hosco, incluso al defender opciones razonables en el tema de la ponderación del peso político de los diferentes estados en la Unión Europea. Otro tanto sucedía en el terreno más espinoso de la gestión interior, la política referente a Euskadi, donde los aciertos cargados de riesgo en cuestiones como la ilegalización de Batasuna o el rechazo hacia el plan Ibarretxe tropezaban con la total incapacidad de Aznar para proporcionar a la opinión pública una explicación que no fuera la insistencia en el principio de autoridad. La última entrevista concedida a Le Monde, a unos días de las elecciones, mostró una vez más su actitud de menosprecio hacia todo aquél que se negaba a compartir sus posiciones políticas. Salvo en el férreo control de los medios de comunicación colocados directa o indirectamente bajo su dominio, Aznar respetó las reglas de juego de la democracia. Su estilo derivó en cambio progresivamente hacia el autoritarismo, circunstancia por otra parte ya observable antes, con otros rasgos, en su predecesor Felipe González, quien, eso sí, por lo menos en el caso de la televisión pública, fue maestro en el ejercicio de una manipulación encubierta. La de Aznar resultó demasiado torpe y visible; de ahí la justificada conversión en chivo expiatorio de Urdaci, el jefe de los informativos en la primera cadena estatal.
     En una democracia, el sobrepeso autoritario puede resultar costoso. Un ejemplo fue el procedimiento cuasi monárquico utilizado por José María Aznar para la designación, que no elección, de su sucesor. En una coyuntura de estabilidad política, como la vivida por el PP volcado hacia una nueva mayoría absoluta, la libre competencia entre los candidatos a una sucesión resulta puramente formal y lo que funciona es de hecho una cooptación. Aznar fue más allá, incluso en la creación de una atmósfera de misterio previa a la designación de su tapado. De hecho, la ceremonia de confirmación de Mariano Rajoy como candidato a la presidencia se convirtió en la apoteosis de Aznar. Y en la medida en que el PP entró en campaña a la sombra del “España va bien”, exhibiendo un balance supuestamente positivo en todos los órdenes de su gestión, Rajoy asumió el poco atractivo papel del repetidor en las redes de comunicación. El auténtico emisor era otro, y se situaba en el pasado. Rajoy estaba ahí para confirmar el acierto de todos y cada uno de los puntos de la política ya practicada, sin poder nunca levantar el vuelo por sí mismo, de haber estado en condiciones de hacerlo. Por una vez habló de apertura al diálogo, único atisbo de distanciamiento. El político gallego hizo la campaña con la precisión puntillosa y la falta de imaginación propias de un registrador de la propiedad, pero nadie ha dicho que esas características sean las mejores para levantar entusiasmos populares de cara a unas elecciones. De ahí que Zapatero le fuese ganando terreno, sin llegar a alcanzarle. Rajoy se limitaba a administrar la herencia de Aznar y requería una atmósfera tranquila para mantener la eficacia de su mensaje. Los sucesos del 11-M pusieron fin a esas expectativas y de nuevo fue Aznar el que pasó a primer plano. Suya fue la derrota, dando así lugar a la circunstancia inédita de que perdiese las elecciones un líder político que no se presentaba a las mismas.

Los reyes mentirosos
“El que sea rey debe guardarse de la mentira”, puede leerse en la inscripción de Bisotun donde Darío relata la sublevación y castigo de sus adversarios, los llamados reyes mentirosos. En la concepción política de la Persia aqueménida, la misma palabra designa la justicia y la verdad. El mentiroso es necesariamente injusto. No es una asociación de conceptos que haya tenido mucha fortuna en la historia del pensamiento político. Sin embargo, en el repentino declive y caída de Aznar ha desempeñado un papel de primer orden. Lo explicaba Juan Luis Cebrián en la primera tribuna que El País dedicó al resultado de las elecciones del 14 de marzo con el significativo título “De la mentira”: el engaño y la manipulación practicados sistemáticamente por el gobierno de Aznar, y de forma manifiesta en las 24 horas que siguieron al atentado del día 11, habrían sido las causas principales de su derrumbamiento en las urnas. Los ciudadanos españoles tomaron conciencia de que Aznar y sus ministros se encontraban dispuestos a todo para conservar el poder, incluso hasta el punto de forzar la adjudicación a ETA de la matanza cuando los datos recogidos apuntaban ya hacia el terrorismo islámico.
     La apreciación de Cebrián es certera. Tanto en el curso de la campaña como en el propio día 11, a Aznar no le acompañó la fortuna. Una variable externa, ya casi olvidada, volvió a entrar en escena. La fama de mentiroso precedió al atentado y vino dada por el cúmulo de revelaciones acerca de la falsificación llevada a cabo por parte de Bush y de Blair en el asunto de las supuestas armas de destrucción masiva en el Irak de Sadam Husein, ni más ni menos que la coartada principal para emprender la guerra. Ambos políticos sufrieron un claro desmentido a sus afirmaciones del año anterior y, ante esa acusación que asimismo le concernía, Aznar optó por mantenerse en sus trece. Debió pensar que lo importante era llegar indemne a las elecciones. Luego, una vez confirmado en el poder, su partido ya se encargaría de minimizar el impacto de la protesta merced a su control de televisiones, radio y periódicos. Por eso decidió el día 11 jugar a fondo la baza de la atribución a ETA, incluso cuando en la noche nuevos datos ponían en tela de juicio tal atribución. Más que de mentir, se trató de un reflejo autoritario en términos psicológicos: la realidad debía ser tal como él, José María Aznar, decidía que fuese en beneficio de su partido y de su candidato. Curiosamente, las delirantes presiones ejercidas sobre directores de periódico y corresponsales extranjeros no impidieron la publicidad dada a los importantes hallazgos que pronto logró la investigación. El gobierno se desnudaba así en público, revelando de paso sus formas de comportamiento de los cuatro años anteriores. Fue ante todo una insensatez que provocó de inmediato la reacción de una sociedad ya curtida en el comportamiento democrático. El resultado es conocido: había que votar al PSOE, impidiendo que un nuevo gobierno del PP prolongase la política de absurda intervención militar en el mundo árabe y siguiera burlando las reglas de una información democrática. Las elecciones se transformaron de este modo en un plebiscito contra Aznar.
     La torpeza del gobierno permitió ocultar los puntos débiles de una campaña socialista en que José Luis Rodríguez Zapatero ofreció un hábil discurso de optimismo respecto de la propia política y de razonada puesta en cuestión de los planteamientos triunfalistas del adversario. La información venida del exterior sobre el tema de las inexistentes armas le proporcionaba en todo momento un confortable viento en popa, a la hora de denunciar la contradicción entre las declaraciones de Aznar sobre el tema y una realidad bien diferente. En cuanto a la incidencia de variables externas desfavorables, alguna tan peligrosa como el descubrimiento de la relación entre Carod y ETA, con la entrevista mantenida por ambos el 4 de enero, los técnicos electorales del partido aconsejaron con éxito rehuir el debate abierto. Se impuso la táctica ya empleada en los años noventa, y que calificaríamos de Mister Doberman, por la imagen de perro feroz adjudicada entonces a Aznar en un spot electoral: se trataba antes de destruir la imagen del adversario que de aceptar el debate de ideas. Un aficionado al boxeo hubiera hablado de entrar a toda costa en clinch, evitando el intercambio de golpes. Así, cuando se hizo pública la entrevista entre el independentista catalán Carod, número dos del gobierno de la Generalitat, con ETA, el PSOE y los medios de comunicación afines plantearon de inmediato que se trataba de un simple “error” o de una “ingenuidad” sin mayor importancia política, una vez frenada la intención primera de Zapatero, en el sentido de resolver el tema con una tajante exclusión. Lo importante era ver cómo se había difundido la noticia desde medios gubernamentales al diario abc, es decir, el comportamiento arbitrario del gabinete Aznar. En cuanto a Carod, a pesar de su actitud soberbia y demagógica, sin explicar para nada de qué había tratado con los terroristas, resultó amnistiado: una vez fuera del gobierno catalán, nada más había que decir. Luego, al declarar ETA su tregua unilateral a favor de Cataluña, lo importante era destacar la perversidad de ETA por esa medida y la del gobierno por atacar al tripartito catalán.
     Así, dada la habitual incapacidad de los populares para explicar la propia postura, su empecinamiento en atacar a Carod dio lugar a un efecto bumerán. Y el dirigente de Esquerra Republicana de Catalunya, sin arrepentirse de nada y sin contar nada, ni siquiera después de la matanza del 11 de marzo, capitalizó sin problemas el salvoconducto otorgado a los catalanes con un ascenso electoral de uno a ocho diputados. La dirección del PSOE en momento alguno declaró que mientras no se aclarase el tema de la entrevista rechazaría todo apoyo de Carod para formar gobierno después de las elecciones. Algo de rey mentiroso le toca, pues, a Zapatero, y tal vez por ello, en la partida decisiva, el PP jugó a fondo la carta de una atribución del atentado a ETA con tal de provocar una desautorización definitiva de los socialistas. La estocada dio inesperadamente en el vacío y en la réplica el tocado fue el gobierno. Las manifestaciones de la tarde y noche del sábado contra las sedes del PP ofrecieron la imagen deseada de un pueblo que se alza contra la manipulación. Justicia de fondo, procedimiento eficaz pero cuestionable, si atendemos a la llamada al orden del socialista Pérez Rubalcaba, quien como portavoz del partido aprovechó la ocasión para insistir en la mentira que presidiera la actuación del gobierno. En definitiva, un justo desenlace, si bien por parte socialista hubo algo más que un simple vuelo de ángeles. Confiemos en que una vez pasado el estupor de la derrota, el recuerdo de esas sedes cercadas, o de las asaltadas el pasado año con motivo de la guerra, no den lugar a la tentación de la violencia entre los grupos más radicales del PP. No sería la primera vez que esto sucede en la historia de la derecha europea.

El terror y los votos
A partir del 15 de mayo, los políticos y los publicistas próximos al PSOE han rechazado de forma airada la hipótesis de que la victoria electoral de Zapatero hubiese sido debida a la oportunidad política favorable que para él creara el atentado. El propio líder socialista manifestó en la televisión que en modo alguno había de atribuirse al miedo el comportamiento electoral de los españoles. En otro tipo de lenguaje, politólogos como la mexicana María de las Heras han subrayado que la tendencia del voto favorable a Zapatero venía de atrás, y que el efecto de los atentados consistió en radicalizar dicha tendencia. Javier Pradera, editorialista de El País, piensa lo mismo. No es fácil hoy comprobar quién tiene razón. En el fondo estamos ante una discusión bizantina, ya que lo que se sitúa fuera de toda duda es el impacto real de los tres días de marzo, tanto en el sentido de incrementar una participación favorable a la izquierda, como en el de inclinar a los dudosos hacia el rechazo del PP.
     De momento, lo que cuenta es el extendido sentimiento de liberación ante lo que iba pareciendo una tela de araña infranqueable en los planos de la política exterior, la educativa, el control de las comunicaciones, con el personaje de Aznar en calidad de artífice de su tejido. El talante cordial de Zapatero propicia asimismo un cúmulo de ofertas favorables, lo cual por lo menos ha de contribuir a la creación de un nuevo ambiente en las relaciones políticas dentro del país. No por eso han de cambiar los problemas del desbordamiento del marco estatutario en Euskadi y en Cataluña, pero por lo menos existirá la posibilidad de emprender la negociación sin previas descalificaciones. Como Zapatero se cuidó muy bien de evitar el tema crucial de la reforma del Estado durante la campaña, la incógnita a ese respecto es total.
     El hecho es que Al Qaeda parece haber aprendido de ETA en cuanto a la voluntad de intervenir en los procesos electorales mediante acciones sanguinarias pero eficaces. Hasta ahora, las grandes actuaciones del terrorismo islámico revelaban una intención punitiva frente a los comportamientos agresivos contra el Islam de los cruzados sionistas y americanos. Eran otros tantos golpes contra la satánica ignorancia de Occidente, que osaba desafiar al poder de Alá. Desde ese punto de vista, los atentados simultáneos en los “trenes de la muerte” de Madrid encuentran una perfecta explicación. Aznar había asumido un innecesario y vacuo protagonismo en la preparación de la guerra de Irak, especialmente en el show de las Azores. España se convertía por eso mismo en un blanco privilegiado para el megaterrorismo islamista, si bien ya lo era de todos modos por su pertenencia al mundo occidental: no hacía falta enviar tropas contra un país musulmán; bastaba con recibir turistas americanos y australianos para justificar una matanza, caso de Bali. La política de Aznar incrementaba neciamente esa posibilidad de convertir a España en país-víctima, sobre todo después de que se comprobara la infiltración de grupos de Al Qaeda y la participación de esa infraestructura española en la gestación de los atentados del 11-S y de Bali, con el de Casablanca como aviso oportuno. Los comunicados de reivindicación a cargo de la organización terrorista filial confirman que no era gratuita la previsión cargada de pesimismo que algunos nos atrevimos a expresar.
     La consecuencia terrible es que Al Qaeda sabe ahora, merced a lo sucedido en las elecciones españolas, que un atentado inhumano como el de los trenes puede alcanzar un alto grado de eficacia política, incluso a corto plazo. Si los españoles reaccionaron alterando en mayor o menor medida sus intenciones de voto, lo mismo puede suceder en la Italia de Berlusconi, habida cuenta de las posiciones antibelicistas de una izquierda italiana comprometida con salir de Irak en el caso de una llegada al poder. Es el mismo efecto siniestro que en tantas ocasiones ha alcanzado el éxito en la táctica del secuestro político. La democracia se convierte de este modo en rehén del terror. Y la situación se agrava si tenemos en cuenta la exención de atentados concedida a España como recompensa del anuncio de retirada de sus tropas, maniobra paralela a la efectuada un mes antes por ETA a favor de Cataluña tras la entrevista de sus dirigentes con el independentista Carod y que hubiese sido rubricada con un enorme golpe en Madrid sirviéndose de la media tonelada de explosivos interceptada en una carretera de Cuenca por la Guardia Civil. Nuevo paralelismo entre las respectivas tácticas de terror, hasta ahora por explicar. No se trata con estas observaciones de arrojar sombra alguna sobre las opciones de política exterior previamente anunciadas por el líder socialista, tales como la retirada de las tropas de Irak en el caso de que no fuera asumida por la ONU la gestión intervencionista, pero lo cierto es que, al modo de ETA, Al Qaeda ha jugado con ellas a efectos de convertirse en trágico protagonista de un proceso democrático. Su lectura de los acontecimientos no ofrece dudas: Zapatero quiebra el frente occidental dirigido por Washington; el terrorismo islámico le recompensa y anuncia futuras intervenciones en el mismo sentido dentro de otros países europeos, a excepción de España. ¿En la Italia de Berlusconi? ¿En la Grecia de los próximos juegos olímpicos? El escenario dista de ser tranquilizador.
     También es agridulce el sabor en cuanto a la reacción de la sociedad española ante la matanza. En la vertiente positiva se encuentran las actuaciones ejemplares de la ciudadanía desde el primer momento en que se produce la catástrofe. Con el socorro a las víctimas, con esas grandes movilizaciones cívicas que se repiten invariablemente cuando los españoles contemplan el riesgo de un asalto a la democracia, en la ausencia de reacciones racistas al conocerse que los autores del crimen colectivo eran musulmanes y marroquíes. Por su parte, los comunicados de condena hechos públicos por las organizaciones musulmanas españolas rezumaban sinceridad en las expresiones de condolencia. El enorme dolor está ahí. El odio sigue por fortuna ausente.
     Otra cosa es la repetición a escala ampliada de un fenómeno ya observable después del 11-S: la renuncia a ahondar en las causas de la presencia activa en España de los hombres del terrorismo islámico. Hasta ahora, el atentado es visto únicamente desde la óptica de la crónica policial: quiénes fueron los autores materiales, cómo se hicieron con los explosivos, de qué manera procedieron. Ni siquiera alteró tal enfoque el hecho de que como eje de la conspiración figurase alguien como Jamal Zougan, pacíficamente instalado en su tenducho del madrileño barrio de Lavapiés y de vinculación más que sabida con quienes prepararon la matanza de las torres gemelas. Lo políticamente correcto, en los mejores medios de comunicación y para las mentes más preclaras, es emitir reflexiones generales en las que se excluye toda indagación sobre el contexto en el cual se movieron los terroristas, hasta el punto de proceder a la desautorización preventiva de aquél que se adentre en ese camino al parecer cargado de peligros.
     Incluso se ha llegado a poner en tela de juicio, por alguno de los mejores especialistas en filología árabe, la pertinencia de hablar de “terrorismo islámico”, como si la inequívoca dependencia de los integristas armados respecto de los textos sagrados del Islam pudiera ser discutida. Otra cosa, naturalmente, es la identificación entre Islam y terror. Pero dado que el terror de los salafíes se encuentra inspirado en una lectura del Corán y en la supuesta edad de oro de los primeros tiempos del Islam, no existe otro término más correcto, si bien tampoco hay dificultad alguna para emplear como sinónimos “terrorismo islamista” o “yihadismo”, por el papel central que asume la práctica de la yihad. Es lo mismo que aludir al terrorismo irlandés o al nacionalsocialismo alemán: en ningún caso se sugiere la generalización de que todos los irlandeses fueran del IRA o todos los alemanes nazis. En cambio, el aparente puntillismo sí es una maniobra ideológica, puesto que trata de disociar el fenómeno terrorista de las que son sus fuentes doctrinales. Otro tanto sucede con la insistencia en condenar todo análisis de los contenidos de violencia dentro del Corán, como estéril incitación al debate teológico. El Islam se caracteriza, a diferencia del cristianismo, por la importancia esencial del libro sagrado y de las sentencias o hadices, resultado de una revelación única, y por consiguiente de vigencia eterna. Y en la medida en que islamismo, integrismo y terrorismo islámico, a pesar de sus diferencias, remiten a esa fuente esencial, de la que arranca todo el proceso de conformación de la mentalidad de los creyentes por medio de un proceso educativo muy riguroso, su examen resulta imprescindible si no queremos reducir la lucha contra el terror de Alá a la acción represiva y, lo que es casi más importante, si aspiramos a la integración de los colectivos de creyentes en nuestras sociedades, respetando su fe y afirmando al mismo tiempo las concepciones democráticas. En el Corán, aunque no en los hadices, hay suficientes bases para conjugar ambas metas, pero también para legitimar el uso de la violencia.
     A la vista del curso de los acontecimientos, parece suicida que en las sociedades occidentales impere la pasividad sobre esa cuestión ahora crucial. Si en los centros musulmanes de formación religiosa y pedagógica siguen difundiéndose sin problemas la idea militante de yihad, el rechazo de la cultura y las costumbres occidentales, y la discriminación —perdón, “protección”— de la mujer, la integración fracasará y tendremos por un lado viveros de integristas y por otro una reacción racista y xenófoba cada vez más acusada. En España hemos albergado a grupos de Al Qaeda y no tenemos de momento a Le Pen, si bien los movimientos de fondo antimoros son demasiado visibles. La única solución reside en la profundización de un análisis que concierne en primer término al proceso de gestación del integrismo en las sociedades occidentales. La actitud reverencial ante las religiones y los orientalismos positivos, que los hay, sobra. ~

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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