Un muchacho catalán

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No sabía quién era aquel muchacho imperioso y confianzudo que había leído El progreso improductivo y me elogiaba de tú y me censuraba de tú. Tenía razón: yo no sabía que las máquinas de coser como una vía para el desarrollo desde abajo habían sido recomendadas por Kropotkin. Tenía razón: yo veía los ideales de autarquía y libertad como una tradición campesina, sin referencia al anarquismo, del cual tenía poca información. Finalmente, me dijo:
     —Eres un anarquista sin saberlo.
     Colgó el teléfono, y me dejó intrigado y halagado; como investido de un aura radical, un parche de pirata y una bomba debajo del brazo.
     Le hablé a José de la Colina, que había salido en la conversación como amigo común, y que alguna vez me había dicho algo parecido, cuando hablé del free-lancing como una forma utópica de organizar la producción, en la que nadie fuera jefe de nadie.
     No, Ricardo Mestre no era un muchacho catalán. Nos llevaba veinte años, aunque tuviera aquella voz animosa y un tanto cruda. Vivió la esperanza de reconstruir la sociedad bajo principios autogestionarios en la República española, y vivió la derrota bajo la fuerza autoritaria de comunistas y franquistas.
     Las conversaciones con Mestre continuaron en su modestísima oficina de Morelos 45, despacho 206, donde había reunido (y sigue creciendo) la Biblioteca Social Reconstruir, una especie de centro de información libertaria, no sólo con los clásicos del anarquismo, sino con un acervo impresionante de publicaciones de anarquistas mexicanos, desde los Flores Magón hasta hoy. Le hubiera gustado la dirección electrónica que tiene desde hace poco: libertad@mail.internet.com.mx
     Pero no tuvo que esperar a la red para enlazarse con media humanidad a través del teléfono 512 08 86, en las mañanas.
     Por supuesto que estaba en contra de las bombas, de la guerrilla universitaria y de todo terrorismo, empezando por el estatal. No se trataba de llegar al poder, sino a la libertad. Le parecía esencial la verdad: la autenticidad, la discusión, la fraternidad. Le parecía esencial la moral: la verdad viva, cooperante, libre. Vivía la transparencia de las ideas y de las posiciones como una transparencia moral.
     Su fe en la discusión, los libros y la prensa como vías libertarias me impresionó, más aún porque su escolaridad era mínima. Me hacía ver la contraposición entre dos instituciones afines y opuestas: la lectura libre y la universidad. La escolaridad está en la tradición del saber jerárquico, vertical, transmitido desde arriba, acreditado por una autoridad que expide credenciales. La lectura libre es una discusión entre iguales, que se va extendiendo: un saber crítico, horizontal, abierto y sin credenciales, donde la única autoridad que importa es la autoridad moral.
     Mestre se ponía al tú por tú con quien fuera, anulando en ese mismo acto el arriba y el abajo. No se dejaba arredrar por la escolaridad, el renombre, el poder o el dinero, pero tampoco despreciaba o excluía a su interlocutor en ese caso: lo trataba igual que a los muchachos jóvenes que lo visitaban; como a un compañero. Tenía algo de socrático (y hasta de mayéutico, como en su primera llamada) en el ágora, el café, las cartas a la redacción, los artículos, el teléfono.
     Cuando se pudo jubilar y dedicarse nada más a eso estaba feliz. “¡Por fin he vuelto a ser un anarquista de tiempo completo!” Lo había sido siempre, a su manera, porque en la esclavitud de sostenerse con otras actividades había sido soberanamente libre. Lo había sido también en las ideas, porque no aceptaba ortodoxias ni del anarquismo. Era un muchacho generoso, discutidor y transparente, un libertario sin credencial. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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