Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera. ¿Sabés qué pasa con los mentirosos?, decía. Yo quería olvidarme del abuelo mirando por la ventana a los suchas que daban vueltas en el inmundo cielo del pueblo. O le subía el volumen a la tele. La señal llegaba con interferencia, una explosión de puntitos. A veces eso era todo lo que veíamos en la tele: puntitos. ¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo, esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar.
El abuelo se pasaba todo el día en la silla, bebiendo y discutiendo con su propia borrachera. A la noche mamá y yo lo recogíamos y lo arrastrábamos a su cuarto: el viejo estaba tan perdido que no nos reconocía. De joven fue violinista y lo buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese, le decía espantado a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde el interior del vidrio. Otras veces murmuraba cosas en la lengua de los indios. ¿Qué dice el abuelo?, le pregunté a mamá, que pasaba echando veneno matarratas en las esquinas de la casa. De-de-já a-a-al ab-uelo en paz, me dijo ella, l-l-la curiosidad e-e-s la ba-ba del diablo.
Pero una vez el colla Vargas contó delante de todo el mundo que en su juventud el abuelo había colaborado con la gente del gobierno que expulsó a los matacos de sus tierras. En ese lugar un cazador de taitetuses encontró petróleo mientras cavaba un pozo para enterrar a su perro, picado por la víbora. Los emisarios del gobierno sacaron a los matacos a balazos, incendiaron sus casas y construyeron la planta petrolera Viborita. Gracias a ese yacimiento se hizo la carretera que pasaba a un costado del pueblo. El colla Vargas dijo que varios avivados aprovecharon el desalojo para violar a las matacas. Algunas eran rubias y de ojos celestes, hijas de los misioneros suecos, dijo el colla Vargas, más lindas que las mujeres nuestras eran esas salvajes. A mi abuelo no le pagaron la plata que le prometieron por echar a los matacos, y la necesitaba para saldar una deuda. Perdió todo. Se hizo malo, borracho. Es lo que dicen.
En el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un inhalador. Los aguarareta lloraban del otro lado de la carretera, por eso al pueblo le decían Aguarajasë. El río se enojaba cada año y subía bramando de mosquitos. Lejos, lejos, estaba el mundo. A mi madre la embarazó un vendedor de ollas Tramontina que pasaba por el pueblo y del que nadie supo más. Dieciocho años después la gente todavía seguía comentando cómo la Tartamuda, de puro enamorada, había hablado sin equivocarse ni una vez mientras estuvo el vendedor de ollas.
Una vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande. El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba? ¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba. Quería que el mataco se fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. Un día agarré una piedra grande y se la arrojé con todas mis fuerzas desde la otra orilla de la carretera. ¡Toc!, le pegó de lleno en el cráneo. El mataco no se movió, pero un charco rojo empezó a viborear en el asfalto. ¡Cómo soplaba el sur por esos días! El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros, inquietos, escuchábamos en la oscuridad. No le conté a nadie lo que pasó. Al día siguiente llegaron dos policías y se llevaron al mataco dentro de una bolsa negra. No hicieron muchas preguntas, era nomás un indio. Nadie lo reclamaba. Los vi tirar la bolsa con el muerto a la carrocería de la camioneta mientras hacían chistes. Recogí la piedra, manchada con la sangre del mataco, la llevé a la casa y la guardé en el fondo del cajón, junto a mis calzoncillos.
Poco después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la hurina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te has alojado en mí?, le hablé. Yo soy el Ayayay, el Vengador, Aquel que Pone y Quita, el Mata Mata, la Rabia que Estalla, habló el mataco, y también quiso saber: ¿quién sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en adelante somos una sola voluntad, dije.
Estaba eufórico, me costaba creer mi suerte. Me volví muy conversador. Comenzaba a decir algo casi sin querer y de pronto ya no podía dar marcha atrás: las historias del mataco y las mías se juntaban solas. Doña María, Tevi dice que a su papá se lo tragó un remolino en el monte. Don Arsenio, su nieto cuenta que cuereó a un jaguar y se comió crudo su corazón, ¿es verdad? Mamá lloraba, que era lo único que sabía hacer. El abuelo dijo que yo tenía la lepra de la mentira y me pegó tanto que el bastón se reventó en sus manos. Tuve que ir a clases con los brazos y las piernas marcados, soportar las miradas de los demás. Miradas en las que pestañeaba la risa. Ahí va el matajaguares, tundeado por el viejo borracho, decían esas miradas. Vi todo rojo, vi todo caliente de la rabia. El mataco adivinó mi corazón: Esperá, no te apurés; yo te voy a avisar cuando sea tu tiempo.
Después pasaron los motoqueros por el pueblo. Todo el mundo fue a mirar porque los estaban esperando con riña de gallos y don Clemente había prometido sacar a dos de sus gallos más peleadores. ¿Que-querés ir?, dijo mamá. Yo no quise, mucho me dolía la cabeza con la calor. Apenas se fue mamá, el mataco empezó a levantar la niebla roja. Silbaron dentro de mí las chulupacas. El dolor de cabeza empañaba la vista. Fui a la cocina a servirme un vaso de agua. Cállese, cállese, cállese, le decía el viejo a la botella. La mancha de orine creciendo como telaraña en su pantalón. Levantó la vista y se quedó mirándome a los ojos. Usted, flojo, marica, mentiroso, salga de aquí, dijo. Con el vaso de agua en la mano le sostuve la mirada. El viejo desafiante en su borrachera. Usted es como la caña, hueco por dentro, hijo de qué semilla serás, dijo. Y escupió en el piso con desprecio. La sangre se me rebatió, tenía las venas llenas de esas hormigas bravas. El mataco se puso a saltar dentro de mí. ¿Qué esperás para cobrar tu venganza, cría de víbora colorada? ¿Te dejás tratar así por el viejo borracho? ¿O acaso tu sangre es fría como la del sapo? Fui en busca de la piedra. Me acerqué a la silla del abuelo por atrás y le di un solo golpe fuerte al costado de la cabeza. Cayó. Resoplaba, ronco, la vida se le iba por la boca. Me quedé mirando, sorprendido: ¿tan viejo y todavía se agarraba a este mundo?
Mamá llegó más tarde y lo encontró en el piso, ahogándose en su propio vómito. Se cayó en su borrachera, dijeron en el pueblo. Estuvo agonizando varios días, hasta que al séptimo estiró la pata. Vi su ánima desprenderse del cuerpo como un humito blanco antes de escapar hacia arriba. Vendimos la casa para cubrir la deuda del hospital y nos mudamos a un cuarto en la casa del colla Vargas, detrás del almacén. La plata no alcanzaba para más. A la mujer del colla no le gustó el trato y nos saludaba entrompada. El chango de la Tartamuda es raro, la escuché discutir con su marido, ¿por qué los aceptaste? ¿O acaso tenés algo con esa mujer? Y se puso a llorar. Pero si la esposa del colla Vargas hubiera visto a mamá como la veía yo todas las noches, no habría tenido celos: debajo del camisón, las tetas le colgaban hasta la cintura. Mamá y yo dormíamos en la misma cama. Apenas echarnos ella me daba la espalda y se ponía a rezar hasta dormirse. Yo me quedaba despierto, jugando con la piedra que palpitaba entre mis manos y escuchando el murmullo del otro que era yo: Llegó el frío al monte, el río se secó. Ayayay. Saltó la rana en la rama, la víbora se la comió. La muchacha fue en busca de agua, muerta apareció. Ayayay. El joven salió a cazar, muerto apareció. Ayayay. El viejo se fue a su casa, muerto apareció. Ayayay. La que bailó con el otro, muerta apareció. Ayayay. El de la risa de mono, muerto apareció. Ayayay. La del mentón alargado, muerta apareció. Ayayay. Los bultos de los difuntos nadie quería tocar. Entre medio de las matas se empezaron a estropear. Las almas de los finados regresaban a llorar. Ayayay. Dijo ella: ¿Acaso entre puras ánimas nos vamos a quedar? Y al día siguiente no estaba. Ayayay. Los vientos están cambiando, hijo de araña venenosa, para vos. Comienza un nuevo ciclo, se abre el cielo, poné atención. Ayayay.
A veces mamá me miraba concentrada, como a punto de decirme algo. Un día me anunció que se estaba yendo a vivir con una tía que había enviudado al otro lado del río y que yo era libre de hacer lo que quisiera.
¿Cuándo te vas a ir?, le pregunté.
Y-y-ya nomás m-m-me voy yendo, dijo. El labio de arriba le temblaba. Respiró por el inhalador, algo que hacía cuando estaba nerviosa. Por primera vez supe cómo se sentía que alguien me tuviera miedo; me gustó. ¿Q-q-q-qué es es-s-s-a pi-piedra que agarrás t-todo el t-t-tiempo?
La recogí en el camino, dije.
¿Q-q-qué hacías el d-d-día en que s-s-se cayó el ab-uelo?
Estaba mirando tele, dije.
¿N-n-n-no es-c-c-cuchaste n-n-nada?, insistió.
Estaba fuerte el volumen, respondí.
Apretó los labios y, con una sola mirada, la Tartamuda me desconoció como su hijo.
Y-y-ya no s-s-soporto más e-e-sto, dijo, y se encerró de un portazo en la piecita.
Me fui a caminar. Cuando regresé, la Tartamuda se había ido llevándose todas sus cosas. ¿Ahora qué hacemos? Salí a la carretera. No te demorés, no te despidás, no mirés atrás. Allá en el camino alguien te va a esperar. Guardé en mi mochila la piedra y un par de mudadas y me fui del pueblo sin despedirme del colla Vargas ni de su mujer. Altas estaban las nubes, cargaditas de veneno. No habían pasado cinco minutos cuando paró un camión cisterna que llevaba combustible a Santa Cruz. El chofer viajaba solo, no tuvo problema en dejarme subir. No me di la vuelta para ver el pueblo por última vez. Íbamos boleando coca y a veces sintonizábamos una radio en guaraní. Vimos kilómetros de árboles calcinados arañando el cielo. Vimos un perezoso con la espalda quemada que se arrastraba por la carretera. Vimos un letrero que decía: Cristo viene, y más adelante otro que decía: Hay pan y gasolina.
El chofer era uno de esos tipos lo suficientemente mayores como para tener una familia en alguna parte, aunque no tan viejo como para no querer una buena sobada. En una de esas estacionó el camión debajo de unos árboles, reclinó el asiento hacia atrás todo lo que pudo y se bajó el cierre del pantalón.
Adelante, compañero, dijo.
Al principio costó, por el olor a orín y a viejo. Pero al rato a mí también se me puso dura. El viejo asqueroso jadeaba y me la sacudía mientras yo se la chupaba. Terminamos casi al mismo tiempo. Se subió el cierre, sacó un Casino que llevaba en la oreja y lo fumó, pasándomelo a veces, pero sin mirarme.
Por si acaso, maricón es quien la chupa, dijo.
Estaba liviano, contento, satisfecho. ¿Lo mato? Si matás al hombre del camino no vas a llegar donde te esperan, ¿o el hombre blanco es pariente del alacrán, que con su propia púa se quiere clavar? Ayayay. Indio leyudo sos, por qué no te callás. Me tenés harto con tu ayayay. Me quedé dormido con el traqueteo del camión y el viento que se agolpaba en la ventana, y soñé que me moría y que del otro lado de la muerte me esperaba un chico hermoso como el sol. Yo me cortaba la lengua y se la entregaba, y al dársela me quedaba mudo pero mi corazón lo llamaba con un nombre: Mi Salvador. Desperté con el temblor del motor que se apagaba.
Acá vamos a parar un rato, indicó el chofer. Era una casa en medio del camino, con las ventanas reventadas y cubiertas con cartones. Apoyada en el marco de la puerta esperaba una mujer morena fumando un pucho, tallada en esa posición. Era mayor, tendría veintiocho años. A su alrededor el viento arrastraba espirales de polvo que se deshacían en el aire. El chofer le alargó una bolsa con víveres que ella recibió sin agradecer. En el piso de la cocina dos niños jugaban fútbol de tapitas. Ninguno de ellos levantó los ojos cuando entramos. La mujer se puso a cebar mate mientras el chofer se acomodaba en una de las sillas de plástico. No decían nada y apenas se miraban, pero cada uno olía los movimientos del otro.
Sentí eso en el aire y salí a dar una vuelta por el sendero detrás de la casa. El monte se puso apretado de caracorés espinosos cargados de esa tuna que los tordos bajan a picotear. Y, en un claro, la poza de aguas calientes se abrió burbujeando como sopa. El sol me daba en la cara, así que al principio me cegó el reflejo de la superficie y el vapor que subía. Después lo vi. Echado sobre la roca, el pulpo ondulaba sus tentáculos. Los brazos eran boas gordas y rosadas, cubiertas por ventosas del tamaño de una pelota de billar. Y envolvían a un cachorro de aguara que temblaba, asustado hasta para escapar. El bicho parecía una gelatina enorme derritiéndose en el sol. El lugar apestaba a pescado, a mujer. Cuando me sintió acercándome desde la orilla, el pulpo enroscó sus brazos como señora gorda que recoge sus faldas para cruzar el río. Se arrastró hacia la agua, rápido, desconfiado, el pulpo, dejando atrás su presa. El último tentáculo desapareció con un latigazo: en la superficie reventaron burbujas calientes. El aguara chiquito saltó de nuevo al monte, libre ya, y al rato todo estaba quieto y parecía que nunca hubiera habido bicho. Unos pescados transparentes, de esos a los que se les ve la tripa, comían cerca de la orilla. Pero el bicho gigante debía estar durmiendo o esperando abajo, en el fondo de la agua. El murmullo volvió a crecer en mi cabeza. El río se hizo veneno, el pescado se murió. La hambre fue grande, la comida faltó. Mandaron tres a cazar, ninguno de ellos volvió. Chupando huesos de jochi la gente los encontró. Ayayay. Amarrados de las manos los trajeron de regreso. Cada uno de los niños con un palo les pegó. La cabeza del más joven como zapallo se abrió. A los perros les largamos, la carne les escurrió. Los clavamos con la lanza, el fuego los cocinó. Comimos hasta saciarnos, la panza se nos hinchó. Ayayay. Estuve escuchándonos y tirando piedras en la poza hasta que me aburrí.
Cuando regresamos a la casa, el chofer y la mujer se habían encerrado en el dormitorio. Sus jadeos llegaban en cascadas. Los niños seguían jugando en el piso, sin prestar atención a los ruidos. Uno de ellos, el menor, era torpe y tenía la cabeza con forma de globo, dos veces más grande de lo normal. Nos extrañó no haberlo visto desde el principio: el chico era un mongólico. Jugaba con la boca abierta y las tapitas se le resbalaban de las manos. La cabeza del mongólico nos hacía señas como una invitación. Sacamos la piedra de la mochila y la pesamos con ambas manos. Latía la piedra, estaba viva. Ayayay. El viento galopó afuera de la casa haciendo rechinar los palos. Nos acercamos al chico con pisada de jaguar, hicimos el cálculo de la fuerza que necesitábamos para reventarlo. El hermano alzó la vista y nuestros ojos se cruzaron en un chispazo. El chango entendió al tiro, nos miró con curiosidad. Nos quedamos un segundo en ese equilibrio. Entonces se abrió la puerta del cuarto y el chofer apareció secándose el sudor con el borde la camisa.
Hora de irnos, compañero, dijo.
Volvimos al camión. El percance nos puso de mal humor. La sangre se nos había levantado y se negaba a aplacarse. No teníamos ganas de hablar. Por suerte una vez vaciado de su leche, el viejo asqueroso perdió todo interés en nosotros y se concentró en la ruta. Nosotros no nos resignábamos. ¿Lo mato? ¿No te he dicho que no? ¿No eras vos el Vengador, el Mata Mata? Hombre blanco sin seso, de la raza que no espera, ¿qué me venís a hablar? Tu corazón es como la hormiga, nada ve y solo sabe picar. Me impaciento, ¿mi trabajo dónde está? Cuando tengás ojos para verlo, vos mismo lo verás.
Al anochecer llegamos a Santa Cruz. El chofer nos hizo bajar en un semáforo y nos indicó que si seguíamos caminando llegaríamos hasta la plaza. Y ahí quedamos, solos, parados en medio de los autos que iban y venían en todas direcciones. No teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra y nuestra voz. Los edificios crecían hacia todos lados, la ciudad brillaba como si la acabaran de lustrar.
En eso escuchamos el frenazo. Las llantas del auto patinaron en el asfalto y salimos disparados en dirección al cielo. Escupimos todo el aire de los pulmones, el espíritu se despegó del cuerpo. El chillido de una mujer llegó rebotando desde alguna parte. Antes de caer nuestra alma flotó por encima de los autos. La paloma nos miró pasmada y nosotros vimos a la gente detrás de las ventanas de uno de esos edificios altos. Y ya en plena bajada, nuestros ojos se encontraron con los del conductor: era el chango más hermoso que habíamos conocido en toda nuestra vida. Nos miró con la boca abierta, con el puro asombro bailándole en los ojos. Es el Hermoso, el de tus sueños. Mi Salvador, pensamos, reconociéndolo, aquí te entregamos la lengua, tuya es nuestra voz. Y el mundo se apagó. ~
Este relato forma parte del volumen
Nuestro mundo muerto, que Almadía publicará próximamente.
(Santa Cruz, Bolivia, 1981) es escritora. Estudia el doctorado de literatura comparada en Cornell, Nueva York. Este año publicó el libro de relatos Vacaciones permanentes (Tropo editores)