Entre la vida y la literatura ronda la muerte

Hagamos un breve recorrido por distintas actitudes de escritores frente a dos actos extremos de la existencia: vivir y morir.
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Hagamos un breve recorrido por distintas actitudes de escritores frente a dos actos extremos de la existencia: vivir y morir. “¿Por qué habría de temerle a la muerte?”, se preguntó alguna vez Mark Twain, “antes de nacer permanecí sin vida millones y millones de años, y nunca tuve el menor inconveniente”. Twain era un humorista negro, tanto así que, al confesar su sincero humanismo, afirmaba en forma socarrona que, con el tiempo, sería difícil encontrar una persona cabal entre todos los bebés humanos que nacían a diario en el umbral del siglo XX. Poco importó, pues de todos modos las dos guerras mundiales de dicha centuria se llevaron a la mayoría, en particular a los más buenos, fuera o no de sus cabales.

Quizá por eso el poeta norteamericano Robert Lowel aseguraba que si logras distinguir una luz al final del túnel, es porque una máquina locomotora viene rodando hacia ti. Algo parecido pensaría la poeta de Amherst, Massachusetts, Emily Dickinson, quien llevó su misantropía al extremo de no volver a salir de su habitación hasta su deceso, el 15 de mayo de 1886. Tal vez desde ese entonces el mundo estaba como para seguir los pasos de Gulliver: no más humanos a la redonda, sólo yahoos.

Entre la vida y la literatura media la muerte, pensaba Ernst Hemingway. Realista empedernido, fue un maestro del arte de narrar sucesos alrededor de la muerte con el fin de dejar huella, empeñado en hacerlos perdurar, pues debían de quedar inscritos en la memoria de los lectores para que nunca osaran olvidar lo que ha sucedido, ya sea una guerra, un amor tórrido o una faena taurina, pues en todo momento acecha la muerte. Con una actitud muy distinta al propósito pequeño-burgués de tantos escritores, quienes intentan convencernos de sus inocuos mundos extravagantes, plagados de pálida fantasía, Hemingway mostró desapego por la vida afectada y fascinación por burlar la muerte, al menos durante un tiempo. No en balde fue amigo de estadistas sanguinarios, espías sigilosos, mujeres bellas, toreros intrépidos y pelotaris incansables. Hemingway nos recuerda que la literatura trata de cuerpos en movimiento, su asunto es el cambio de velocidades. Cuando tu caja de cambios se estropea, ha llegado el momento de despedirte. El 2 de julio de 1961, en su casa de Ketchum, Idaho, Hemingway dijo adiós a las armas empuñando una escopeta hacia su cabeza, tratando de adivinar dónde se encontraba la caja traicionera y acabar con ella de un solo tiro.

Siglo y medio antes, Percy B. Shelley y Lord Byron también se habían zambullido en esa caja traicionera, a su manera, sin saber a ciencia cierta si su deseo más profundo era acabar con ella o glorificarla. Representantes del claroscuro romanticismo británico, pasaron juntos legendarias veladas en Italia y Suiza, particularmente en Cologny. Allí hablaron de lo que significa vivir y morir. En esas reuniones estaba presente Mary Godwin, hija del filósofo William Godwin, con quien Percy sostenía una intensa relación intelectual. Mary y él se enamoraron y terminaron casándose. Hoy en día ella es famosa por haber plasmado su propia versión de la vida después de la muerte a través de la literatura. Por su parte, Byron fue un explorador de la psique humana, de los humores inestables, para quien la vida era un terremoto continuo, una fiebre imbatible. Pionero de los bipolares de Trinity College en Cambridge, entre 1805 y 1808, fue en ese poblado donde ejerció sin reservas su propia versión del extremismo en la consecución de vivir placeres prohibidos cercanos a acto final.

El mismo empeño de llevar las emociones al extremo que se toca con la muerte encontramos a la poeta británica Jenny Joseph (1932–2018), cuyas obras Extreme of things (compilación, 2006), y sobre todo Warning: When I am Old Woman I Shall Wear Purple (1995) enfrentan desde la literatura la inevitable calamidad de envejecer. Este agridulce, patético andar en un aparente estado de gracia que parece deslizarse hacia la demencia senil lo escribió Jenny cuando tenía 28 años de edad. Desde entonces fue una devota escucha de las diferentes expresiones de la melancolía, la angustia y la sátira en el habla viva del ciudadano común.

Si bien la poesía de John Milton (1608-1674) se encuentra al otro extremo de esta obsesión mórbida, no obstante se tocan, pues preludia la misma clase de gritos de libertad, tanto de conciencia como de acción, que distinguiría a los románticos del XIX y a modernistas como la misma Jenny Joseph. Y es que Milton no discurre sobre lo que implica morir, sino vivir en el ensueño. Milton describe nuestro breve acontecer en el paraíso terrenal y se refiere a quienes han deambulado por esos parajes oníricos, desafiando la muerte.

En esa vena terrenal, casi trivial y en franca huida de la Parca, nos topamos con TS Eliot, norteamericano que vivió entre los siglos XIX y XX, para quien las lámparas del alumbrado público y la luna no son mera decoración, sino valiosa compañía a fin de alcanzar la cama y “prepararse para la vida”, según el verso final del poema “Rapsodia de una noche con ventisca” (1915). Vivir mata, sin duda, ¡pero qué bien se siente! Un seguidor de Eliot fue Harold Hart Crane, romántico norteamericano que vivió entre 1899 y 1932. Según el estudioso de la literatura Harold Bloom, Crane fue un peregrino de los absolutos. ¿Qué otro binomio absoluto podría enfrentar un humano después de la vida y la muerte? Al igual que Byron y Shelley, y cuya poesía merece ser leída antes de morir. O como Anne Sexton (Live or Die, 1960 y The Awful Rowing Toward God, 1975, entre otros), creadora de una poesía confesional en la que nos revela su secreto: nunca bajar la guardia frente a la angustia de vivir. Congruente con sus emociones, en 1974, a los 46 años de edad, se quitó la vida.

 

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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