Cuando Ayn Rand conoció a Dalí

Salvador Dalí fue un héroe randiano e individualista que defendió su arte hasta las últimas consecuencias. 
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Para Lilu

Cuenta Dalí, en su magnífica entrevista con Soler Serrano, una anécdota tan surrealista como su propia obra. Sucedió en Nueva York, en 1939. Dalí estaba de moda, así que una prestigiosa galería de ropa de la Quinta Avenida le encargó que diseñara dos escaparates para su tienda. El pintor se afanó toda la noche en las vitrinas. A una la llamó “El día” y a la otra, “La noche”. Después de muchas horas de trabajo, Dalí marchó exhausto, ya de mañana, pero satisfecho con el resultado: tras los cristales lucían, según sus palabras, “cosas realmente horrendas”. Había teléfonos con forma de langosta, había una bañera peluda forrada de astracán, había un traje afrodisíaco lleno de peppermint y moscas. Imposible no sentirse orgulloso, por muy humilde que uno sea.

Cuál fue la sorpresa de Dalí al descubrir, solo un día después, que el establecimiento había retirado sus diseños. Cuando el artista quiso saber el motivo de tamaña afrenta, los responsables de la galería le dijeron que había demasiada gente que se paraba a mirar el escaparate. Dalí les dijo entonces que debían volver a montarlo, pero en la tienda se negaron: ya le habían pagado su cheque, qué más le daba a él lo que hicieran con la vitrina. Aquella respuesta le pareció a Dalí inaceptable. El pintor irrumpió entonces en la tienda y, en un arrebato de destrucción creativa, se deshizo en patadas con los maniquíes. Como colofón, le pareció buena idea hacer volcar la bañera peluda, de suerte que todo el escaparate quedara anegado e inutilizable. Cometió, sin embargo, un error de cálculo, y la bañera fue a golpear el escaparate, quebrándolo en un millón de cristales.

Un follón superlativo. Los transeúntes se arremolinaban, escandalizados, en torno a la malograda obra, la policía no tardó en llegar y, a todo esto, Gala, llorando. Se presentó también el abogado del artista, que tuvo una brillante idea: lo mejor será, dijo, que vayamos a la cárcel sin demora, que conozco al juez que llevará los casos de esta noche, y es muy buena persona. Así hicieron. Metieron a Dalí en “una jaula ignominiosa”, toda llena de borrachos y maleantes que le querían pegar. Había también un tipo moreno y bajito, con las manos saturadas de sortijas, un conocido mafioso puertorriqueño que quiso saber de los motivos del pintor: Y tú, ¿qué haces aquí? Verá usted, debió de responder Dalí, he roto un escaparate. ¿En qué sector de la ciudad?, se interesó el capo. En la Quinta Avenida. Aquello fue suficiente para que el ensortijado tomara al artista por “un gangster sublime”, pasando automáticamente a ser su protegido. A todo el que se atrevía a amenazar a Dalí lo despachaba con puñetazos y patadas.

Cuando por fin llegó el juicio, el juez, que tenía el pelo blanco y, efectivamente, era muy buena persona, escuchó atentamente lo sucedido y dictaminó: Dalí ha cometido un acto demasiado violento, ha roto un cristal que vale sesenta dólares. Lo tiene que pagar. Pero todo artista tiene el derecho de defender la integridad de su obra hasta las últimas consecuencias. Queda libre. Después de aquello, Dalí aseguró: “me convertí en un héroe inmediatamente”.

Solo cuatro años después de aquello, en 1943, Ayn Rand publicaría la más célebre de sus novelas: El manantial, que más tarde llevaría al cine King Vidor, con Gary Cooper en la piel del protagonista, Howard Roark. En la obra de la musa liberal, Roark es un arquitecto al que juzgan por haber dinamitado el edificio que él mismo había proyectado, tras descubrir que ha sido modificado el diseño original sin su consentimiento. Ante el tribunal, el acusado dirá: “Yo lo diseñé. Yo lo hice posible. Yo lo destruí”, en el mayor alegato individualista que la literatura y el cine recuerdan. El veredicto del juez: inocente. Como Dalí, también Roark se convirtió en un héroe para los creadores.

Estos días recordaba ambas historias y me preguntaba si, acaso, no será Dalí también un genio protorrandiano. Si no se adelantó también en esto. Luego he sabido que Corpus hypercubus, el cuadro de Dalí que muestra la crucifixión de Cristo sobre una cruz cúbica, con Gala tendida a sus pies, era la obra preferida de Ayn Rand. Parece innegable que el pintor español tuvo una influencia destacada sobre la autora liberal. Y si, después de todo, Howard Roark fuera, en realidad, un pintor catalán surrealista. Qué pasaría si Gary Cooper llevara, desde 1949, interpretando a un Salvador Dalí sin bigotes.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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