Hace años, Boris Johnson declaró que la locura de Trump tenía método. Aparte de desear ser rey del mundo, quizá sea lo único que haya dicho en serio en sus 57 años de edad y durante los tres que lleva como primer ministro (PM) del Reino Unido (RU). Como lo haría un payaso profesional, Boris encanta a su auditorio con trucos que dependen de la sorpresa. La desmesura y el carácter inopinado de sus actos son indispensables en una rutina cómica que, sin embargo, comienza a cansar.
Su reacción ante la muerte de 27 personas a bordo de una balsa que se desinfló en las aguas glaciales del Canal de la Mancha el miércoles 24 de noviembre fue pueril y tensó las relaciones franco-inglesas, al extremo de llevar a que el RU fuera excluido de la convocatoria que debía reunir a los miembros de la UE para examinar oficialmente la inmigración, con el propósito de lograr una política europea unificada ante la crisis.
A pesar de las garantías del partido Conservador, la inmigración persiste, haciendo más ásperas las relaciones diplomáticas ya deterioradas por diferencias en cuanto al Protocolo de Irlanda del Norte, la crisis pesquera, el tema de las aguas territoriales, los compromisos firmados, que el RU rechaza, y sus exigencias para combatir al “coco” de las reivindicaciones y las promesas del Brexit: recuperar el control de la frontera.
Priti Patel, ministra del Interior, apuesta por una política antiinmigratoria que exacerba lo que afirma combatir. Frenar el tráfico humano exige decisión política para reformar el sistema de inmigración que mantiene a las personas en el limbo legal, confinándolas en campos precarios e impidiéndoles trabajar. Lejos de resolver el problema de la inmigración, la intransigencia y la falta de respeto por acuerdos internacionales son un estilo acosado por la realidad.
La patera partió de Calais con 30 pasajeros, una de ellas una mujer embarazada, las víctimas en una época marcada por desplazamientos masivos de personas de Siria, Afganistán, Irán, Irak y Sudán: poblaciones enteras huyendo de la guerra y del hambre, víctimas del desastre humano y ecológico. Nadie emigra voluntariamente. Los hay que todavía aspiran a una existencia digna que asocian con vivir en Inglaterra o morir en el intento.
El desastre revela que en la era post Brexit el RU necesita de la colaboración de Francia y los países involucrados territorialmente en el ignominioso tráfico de seres humanos. Desde que la vigilancia sobre trenes y camiones se hiciera más estricta, las lanchas son la alternativa a la que rápidamente se adaptó este negocio clandestino, aunque escandalosamente evidente. 7,800 personas fueron rescatadas en 2021 en aguas cuya temperatura, incluso en verano, es fría.
Los aspirantes a cruzar el Canal de la Mancha esperan su oportunidad en Calais, en campos en los que sobreviven en condiciones inhumanas, porque la fobia antiinmigratoria mueve los votos de quienes creen que amenaza su cultura. Esos son los votantes que esperan los resultados del Brexit done, hecho a la medida de cuatro años y medio de arduas discusiones, y cuya creciente exasperación le roe los talones a Boris Johnson. Los entusiastas de las medidas duras desearían hacer el RU inaccesible, pero nada hará desistir a quienes enfrentan la muerte constantemente, y para quienes un lapso de cuatro horas en el mar es lo de menos. Así, una de las grandes promesas del Brexit está por volverse humo, dando la razón a quienes ven en el PM un charlatán. ¿Descubrirán los votantes que, como los 350 mil euros diarios prometidos por la campaña para abandonar Europa, el control de la frontera es otra ocurrencia de Boris?
El RU acusa a Francia de no impedir estas tragedias e incluso reclama que la balsa haya abandonado Calais sin que ninguna autoridad la detuviera. El lado francés argumenta hacer todo lo posible por combatir la actividad criminal, pero señala la dificultad de patrullar las costas desde donde estas embarcaciones se hacen a la mar.
¿Quién arriesgaría cruzar países y continentes con tal de ver las costas de Dover? Es arduo medir la desesperación. Las distinciones establecidas entre refugiados e inmigrantes se tambalean, porque ¿cómo distinguir entre la guerra, la persecución tribal y étnica, o la imposición de una dictadura fundamentalista? ¿No son todos “refugiados”, incluso aquellos que lo apuestan todo por llegar a Inglaterra convencidos de que entonces respirarán mejor?
Para recordarle a la derecha que lo apoya que no la ha olvidado, Boris declara injusto que el mercado no mejore los equipos y los salarios en lugar de contratar mano de obra temporal. Se refiere a los trabajadores migrantes que antes recogían frutas y sacrificaban cerdos o manejaban camiones y atendían casas de retiro, ahora ausentes, como otros que encontraron imposible permanecer en el RU después del Brexit. El apoyo de Johnson a la clase trabajadora es un guiño desparpajado que busca justificar el desorden productivo, de almacenamiento y de distribución de bienes. La tragedia de noviembre confirma que lo importante para alertar la mala conciencia es la cantidad de cadáveres. No es novedad en las costas europeas, ni en el Canal.
Priti Patel busca sellar la isla al tiempo que Frost presiona para librarse de la jurisdicción europea. La actitud del gobierno inglés ante los inmigrantes no es nueva, y conviene recordar brevemente su historia, que comienza con la incontrolable, indeseable e inesperada fragmentación descolonizadora del imperio. La inmigración es presentada desde mediados del siglo XIX como una avalancha humana que exigía marcos legales para discriminar la inmigración “de color”.
El Acta de Nacionalización de 1948 sorprende porque admitió el derecho de mudarse a Inglaterra de los habitantes de las que fueran colonias y ahora eran la Commonwealth. La presencia de los afrocaribeños hizo más ardua la exclusión racial, sin subvertir los principios de la Commonwealth ni violar leyes internacionales, como ocurre actualmente con el post Brexit. Hacia el fin de los cincuenta del siglo anterior había en Inglaterra 210 mil “no blancos”, y 115 mil venían de la Indias Occidentales, es decir, del Caribe.
En 1967 el gobierno laborista se propuso hacer la ley más rigurosa, provocando una oleada de pánico que se reflejó hasta febrero de 1968 en dos docenas de vuelos entre Nairobi y Londres con mil pasajeros a bordo antes de que se proclamara la Commonwealth Immigrants Act, que restringió la entrada a los nacidos o naturalizados dentro del RU, o que tenían padres o abuelos que cumplieran esos requisitos. El acta violaba la Convención de Derechos Humanos y la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos y despojaba a la mayoría de kenianos de ciudadanía. La medida fue tan extrema que India, bajo la primera ministra Indira Gandhi, estuvo a punto de abandonar la Commonwealth.
En 1981, la ciudadanía británica fue restringida geográficamente por primera vez a las Islas Británicas. Fue entonces cuando la noción de “refugiado” se distinguió de la de inmigrante. Esta distinción fue importante desde el punto de vista humanitario, pero también favorecía la astucia laborista que comprometía a los organismos internacionales a compartir las responsabilidades de los desplazados por el imperio.
Las restricciones están pensadas para limitar hasta el estrangulamiento toda responsabilidad ante la Commonwealth africana. En 1981 el Acta de Naturalización restringió la entrada de gente “de color” aprovechando la llegada de la nueva oleada de inmigrantes económicos procedente de Europa. La xenofobia cambió de color alimentando la eurofobia que permea la cultura inglesa desde Agincourt.
La Commonwealth, en teoría, no puede coexistir con el ambiente hostil que Priti Patel favorece ante los inmigrantes. Esto, en un momento posterior al Brexit en el que la UE ya no tiene la obligación de respetar el Acuerdo de Dublín de 1990, según el cual la responsabilidad consular corresponde al primer lugar al que se llega. Al separarse de la UE, el RU encuentra que Francia no está obligada a recibir refugiados rechazados. La tensión ha llegado a extremos en los que la mala fe es abierta y, de invocar el Artículo 16 del Protocolo de Irlanda del Norte, Frost podría poner en peligro el tratado comercial firmado con la UE.
La idea de cruzar el mundo y esclavizar a los otros es “normal”, mientras la de acceder al RU es materia de contorsiones legales y políticas destinadas a mantener en calma el nacionalismo inglés, una bestia a la que el Brexit dio carta de ciudadanía y reclama su porción. Si otras promesas del gobierno han sido rotas o postergadas, la resistencia contra los invasores es sagrada, y de ella dependen los resultados electorales en una época caracterizada por la veleidad y la presumible reacción de las clases afectadas por la inflación y los impuestos que hacen peligrar el “muro rojo” arrebatado por los conservadores.
La tragedia de la inmigración ensombreció el final de 2021, pero no empieza ni termina con la muerte de quienes abandonaron Calais. La crisis en las fronteras de la UE, especialmente el caso contencioso de Irlanda del Norte, pero también en los confines orientales, alerta oficialmente a los estados miembros para examinar un problema que no se puede disimular ni postergar.