Los frutos de la amistad

Un recuerdo del abogado José Manuel Valverde Garcés.
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Escribía México con J. Un retrato de Hernán Cortés presidía su sala de juntas. Pensaba que México (perdón, Méjico) nació en 1521 y se consolidó como una cultura y una identidad en el Virreinato. No guardaba reverencia por Hidalgo y Morelos pero sí por Iturbide, de quien había leído toda la bibliografía imaginable. Nada lo indignaba más que la invasión yanqui de 1847. Le vi llorar de rabia narrando la bravura de los pobres soldados mexicanos –hambrientos, mal armados, cansados tras una jornada de días– luchando en la Batalla de la Angostura: “pudimos haberla ganado de no haber sido por la incomprensible retirada que ordenó el bribón de Santa Anna”. Me regaló un gran mapa en el que se apreciaba en detalle el robo de la mitad del territorio. No quería a Juárez y le repugnaba la piqueta de la Reforma. No era porfirista, pero su despacho era una casa de estilo porfiriano (construida en tiempos de Madero) en la Colonia Roma. Le divirtió aparecer en la película “Huérfanos” en el papel de un gobernador porfirista que echaba pestes contra Melchor Ocampo.

Sin ser un nostálgico del Segundo Imperio, era la viva imagen de Maximiliano: los mismos ojos claros, la tez blanca, y sobre todo la barba rubia, partida en dos mitades simétricas, cuidadosamente peinadas, rizadas. Un Maximiliano civil que ejerció por más de medio siglo, con profesionalismo y rectitud, la abogacía. Vestido siempre con su impecable traje de tres piezas, leontina en vez de reloj de pulso, solía saludar a las damas quitándose el sombrero, con una reverencia y un beso en la mano. Un criollo de fina estampa. Mi amigo José Manuel Valverde Garcés.

Lo conocí en la primavera de 1976, en las circunstancias menos propicias. Por esos años estaba yo a cargo de unas empresas familiares que atravesaban por tiempos difíciles. De pronto, al llegar a la fábrica, advertí que un señor muy elegante ordenaba a unos muchachos fornidos el remolque de una máquina impresora. Era José Manuel, representante de la compañía papelera que había decidido embargarnos. Le rogué que me diera tiempo. Propuso concederme un par de días, y acto seguido me pidió felicitar a “don Enrique”, mi padre, por la reciente publicación de un libro que le había gustado: Caudillos culturales en la Revolución Mexicana. “Mi padre se llama Moisés y no es historiador. El autor soy yo”, le dije, deseando que se apiadara de mí y me concediera una prórroga más amplia. Aceptó, por supuesto. Saldamos la cuenta. Y a partir de entonces, José Manuel no sólo se convirtió en mi abogado, mi ángel de la guarda, sino en mi amigo. Acaso mi mejor amigo.

Hace un par de semanas, al descubrirse la enfermedad terminal que puso fin a su vida la madrugada del 3 de septiembre, busqué consuelo en los clásicos que han escrito sobre la amistad. Montaigne descarta la superioridad de otras formas de afecto y relación. Las consanguíneas, porque son accidentales y azarosas; las pasionales y amorosas por fugaces e inasibles: “el amor no es más que un deseo demente por aquello que huye de nosotros”. Montaigne no puede dar una razón de la naturaleza de su afecto por su amigo Etienne de la Boëtie, a quien dedica su elegía: “Si me obligan a decir por qué le quería, siento que sólo puedo expresarlo contestando: porque era él; porque era yo”.

Porque era él, porque era yo, compartí con José Manuel las dichas y sinsabores que dejan a su paso aquellos amores. Al hacerlo –como escribe Francis Bacon– logré “redoblar las alegrías y reducir a la mitad las penas”. A este “fruto de la amistad” (que Bacon equipara con la alquimia) se aúnan otros: “en tiempos de tormenta y tempestad, la amistad es un día claro”. Frente a su amigo, el confidente ordena sus pensamientos y con ellos corta la “dura piedra” de la realidad. “Un amigo es otro yo … con un amigo de verdad todos los afanes de la vida tienen, por así decirlo, dos depositarios: él mismo y su vicario”.

José Manuel Valverde Garcés no era un liberal pero en un caso que comprometía a Letras Libres, defendió como un león la libertad de expresión. Era valiente, original, culto, apasionado, patriota, noble, generoso. Tenía fuerza y ternura. Sobre todas las cosas, encarnaba una cualidad rara en nuestro tiempo: la decencia. En la muerte fue admirablemente estoico. La vio de frente. Ya percibo su hueco en cada hora, en cada espacio. Todavía lo escucho terminar cualquier conversación con la misma frase. Ahora soy yo, su vicario, quien la pronuncia en silencio: “Que Dios te bendiga”.

(Publicado previamente en Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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