Pere Gimferrer
Alma Venus
Barcelona, Seix Barral, 2012, 100 pp.
En sus últimos libros –Amor en vilo, Tornado, Rapsodia y ahora este Alma Venus–, Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) ha perfilado algunos rasgos de su poesía con especial esmero, hasta el punto de configurar una suerte de periodo singular en su producción. El culturalismo, desde sus orígenes novísimos, ha sido una característica permanente de su obra, pero acaso nunca se había diluido tanto en la realidad presente, nunca había permeado tanto las anfractuosidades del mundo, como en estas últimas entregas, y particularmente en Alma Venus. Ya desde el título, el poemario remite a la latinidad: el alma mater o «madre nutricia» de los romanos –la diosa primera y, desde Constantino, la virgen María– es ahora Venus, la diosa del amor, un asunto central en los últimos títulos del poeta. La intertextualidad del volumen es multitudinaria y pertinaz, desde San Juan de la Cruz y Góngora –un poeta capital para la comprensión de la poesía gimferreriana– hasta el unreal city de T. S. Eliot o la Gilberte de Proust, que aparecen, junto a menciones a La vida es sueño, de Calderón, Le désir attrapé par la queue –una insólita pieza dramática de Picasso–, la eterna contienda entre el sonido y el sentido de Valéry o los hombres azules de Paul Bowles, en un poema que también alude a “Lasa y Zabala sepultados”. En las apresuradas reseñas que han aparecido sobre Alma Venus –como en las de sus poemarios inmediatamente anteriores– se ha puesto el énfasis en estos latigazos de la actualidad, como si en ellos se cifrara la novedad, entre excéntrica e indignada, de los libros más recientes de Gimferrer. Pero, al margen de que siempre ha habido una preocupación auténtica por lo circundante en su obra, en la mirada a los aspectos más sórdidos de la realidad española –en otros poemas de Alma Venus se cita al espía Paesa o al chapapote del Prestige, cuya hábil gestión por parte de Mariano Rajoy en su tiempo como ministro de la presidencia y portavoz del gobierno anticipó su no menos brillante gestión de la crisis actual– hay que advertir, antes que una disonancia o un ejercicio de poesía social, una creencia genuina en la aptitud de la palabra para imbricarse con las turbulencias del mundo y en su capacidad para que también ellas nos interpelen estéticamente: el poeta total que es Gimferrer se manifiesta asimismo, pues, en estos lodos sombríos, que devienen luminosos por su exposición explícita y por impregnarse del uso veraz del lenguaje: por la verdad poética. Al culturalismo citado –que se proyecta, estilísticamente, en un vocabulario exótico y a menudo arcaizante, y en una batería muy sofisticada de recursos retóricos, de inspiración barroca: antítesis, poliptotos, quiasmos, calambures, oxímoros, aliteraciones– se suma una significativa dimensión metapoética: Gimferrer reivindica la palabra plena de significado, saturada de sentido, como quería su maestro Pound: “sin significación, cada palabra / es solo vocerío de comparsas, / graznido ronco de los quincalleros, / intercambio de fasificaciones: / el julai y la ja, feria de incautos / o de trileros, tocomocho al ser”; en el siguiente poema, pocos versos después, renueva su fe en el verso –“solo su existir ya es subversión”– y proclama la obligación del poema de “decir palabras/ y no aguachirle de cubil de rata”, algo imprescindible en estos tiempos en que la primera víctima de la injusticia es el lenguaje con el que denunciarla. La pertenencia de Pere Gimferrer a la gran tradición de la vanguardia, la que no vincula el hecho poético a un pensamiento predeterminado, sino a una indagación en curso, a una búsqueda de lo insurgente en las aguas convulsas de la conciencia, resulta clara cuando afirma que “la palabra, al decirse, nos dirá”, algo muy semejante a lo dicho por Antonio Gamoneda en su esclarecido El cuerpo de los símbolos: “yo no sé lo que digo hasta que lo he dicho”.
(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).